Alguien hace esta pregunta: para qué vivimos? Podríamos, a partir de esa pregunta empezar un debate filosófico. O quizá esa pregunta proviene de una angustia enorme ante la supuesta insignificancia de la vida. En este último caso, nos enfrentamos a un problema grave. Un problema que nos hace únicos en el reino animal, y que hace a nuestra cultura única en lo que se viene a llamar la historia (una cultura que algunos autores fechan en la aparición de la cultura intensiva destructora y que dió lugar al fenómeno incuestionable hoy en día de la propiedad privada): la vida como problema, como algo pesado la mayor parte del tiempo.
La razón al porqué vivimos es simple. Vivimos para vivir. Nada más ni nada menos. Ningun encendido y polémico debate intelectual ha podido encontrar una razón más simple y al mismo tiempo tan infinitamente llena de posibilidades. Todo el sentido y finalidad de la vida está en la vida misma, en su proceso. Para comprender ésto, ante todo, se requiere amar la vida sin reservas, zambullirse en ella, con todo lo inesperado y excitante que ello conlleva. Sólo entonces conoceremos el porqué de la vida. Y es esto algo que no necesita de teorías. Cualquiera que abrace éste objetivo dejará de necesitar una teoría de la vida.
No puede ser solamente algo a lo que agarrarse, aunque sólo sea por esta razón: que tenemos una posibilidad que nos eleva por encima de los dioses: la de dejar de vivir si queremos. No es extraño pues que las religiones condenen el suicidio, sería como aceptar que en algo somos superiores a los dioses, y esto, por supuesto, es inadmisible. Solamente cuestionando el suicidio se podría derrumbar toda la estructura ideológica del cristianismo.
La certeza de que nada ni nadie nos obliga a vivir es suficiente razón para disfrutarla al máximo, es quizá el mejor argumento para luchar por una vida, por NUESTRA vida y por la de aquella gente que nos importa.
Con esta tan enorme libertad, al vivir como esclavos aceptamos que estamos encadenados a la vida, al contrario que aquella gente que desde tiempos inmemoriales prefiere creer en la emoción de una pequeña posibilidad de vida verdadera a perecer lentamente (pretendiendo que eso, en el fondo, es vida) esclavizada en campos de algodón, al otro lado de los muros de una prisión o sintiéndose obligada a flagelarse diariamente con el látigo de la rutina y del “voy tirando...”.
Simplemente mirando al resto de la gente que te acompaña en el autobús puedes hacerte una idea de lo enferma que está esta sociedad. Ni una sonrisa se dibuja en el rostro de aquella persona que va sola. El solo hecho de que el resto de la gente está igual actúa como un limitador a la propia voluntad. “Si sonrío o me río sola porque estoy contenta de vivir, la gente me va a mirar como una loca”. Tan simplista y repetitivo como suene esto, la gente parece vivir de oficio. Las miles de obligaciones pesan como losas. Hemos alcanzado el punto en que hasta divertirse es una obligación, en vez de algo que surja espontánea y libremente de una persona a la que las esperanzas y el futuro más inmediato llenan de gozo.
Podemos no vivir, aquí tenemos la mejor razón para caminar la senda de la vida. Y esto implica una resolución fiera: no dejar que nadie se nos interponga en el camino, ni aquél que ponga pequeñas piedras en ella ni por supuesto aquella que levante un muro para que no podamos pasar.
Por un lado está lo existente, con sus costumbres y sus certezas. Por el otro lado está la insurrección, lo desconocido que irrumpe en la vida de todos: el posible inicio de una práctica exagerada de la libertad.
Un poquito de rabia, un bastante de amor, un pedazo de dolor, y un todo de esperanza.
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