jueves, 31 de diciembre de 2009

GLOSARIO NO MONOGÁMICO BÁSICO x Osvaldo Baigorria


Definiciones adaptadas de varios textos, entre los cuales se destaca la Enciclopedia Anarquista, Vol. 1, compilada por Sebastián Faure y editada por Tierra y Libertad, México, de donde fueron extractados los fragmentos de J. Marestan y E. Armand.

AMOR

“Apego sentimental a una persona o gusto pronunciado por una cosa. Tal es la definición de uso corriente que, sin preten­derla perfecta, parece ser la más apropiada para expresar di­versos sentimientos que, con frecuencia, tanto por su origen como por su naturaleza, no tienen casi ninguna relación entre sí. Nuestra definición no será completa si no distinguimos en­tre el amor que tiene por objeto las cosas y el amor que tiene por base a seres animados, principalmente a los seres huma­nos. Y, en este último caso, distinguir entre el amor que se sien­te por uno mismo y el que sentimos por el prójimo; entre el amor idealista, familiar o apasionado, y el amor sexual, por­que las características no son idénticas.

“El amor a sí mismo está representado por el instinto de conservación personal, con el deseo de adquirir la felicidad y de asegurar el bienestar. Lo que nombramos ‘amor propio’ es el amor a sí mismo concebido desde el punto de vista moral; es decir, el respeto a uno mismo. A medida que éste tiende a con­servar lo que hay de mejor en nosotros, aumenta la inquietud de nuestra dignidad con respecto a la apreciación que puedan tener acerca de nuestra conducta aquellos a quienes le hemos concedido estima y afecto. El amor propio y el amor a sí mis­mo no son defectos, sino grandes y fuertes cualidades que vuelven activo y de trato agradable al individuo, tanto en lo que atañe a su interés particular como, indirectamente, en lo que afecta a virtudes de utilidad social.

“Ni el amor propio, ni el amor a sí mismo deben confundir­se con el egoísmo que, desde el punto de vista de la utilidad social, no es una virtud, sino un vicio, si para la palabra egoís­mo queremos conservar la significación consagrada por el uso y no exenta de razón. En efecto, la palabra egoísmo no signifi­ca -con arreglo a su etimología- amor a sí mismo, sino sobre todo rebuscamiento de satisfacciones personales sin considera­ción a las consecuencias que esa satisfacción pueda tener para el prójimo. Definido así, el egoísmo aparece como un notable factor de tiranía y como uno de los más grandes obstáculos para la armonía social.

“El amor (y, podríamos decir, el gusto particular o la incli­nación) que tenemos por ciertas cosas, en oposición a la indife­rencia, parece provenir exclusivamente de la aversión que experimentamos hacia otras cosas, las costumbres y aptitudes trasmitidas por herencia y por sugestión de nuestra educación primera, modificadas por la propia experiencia y la influencia del medio. Este amor hacia las cosas, que parecen una prolon­gación de nuestro propio yo, o -fisiológica o intelectualmente- como un alimento en relación con nuestras necesidades, es caracterizado por el deseo de posesión, que no llega a ser un mal mientras no tome proporciones extremas, como el deseo irre­frenable de apropiación o de acaparamiento.

“Si examinamos y estudiamos el amor que experimenta­mos por los seres vivientes semejantes o cercanos a nosotros, a los cuales nos ligan simpatías, encontramos algo más que el deseo del goce por la posesión, sobre todo cuando no están en juego ni la pasión erótica ni el ardor sexual. ¿Es que no vemos con frecuencia a gentes bien modestas privarse de satisfacer necesidades perentorias para socorrer, sin ninguna certeza de reciprocidad, a gentes que viven en poblaciones lejanas a las cuales seguramente ni siquiera visitarán nunca? Es porque las costumbres milenarias de la ayuda mutua, más fuerte que las rivalidades de todo género, han establecido una solidaridad que a veces se manifiesta por actos espontáneos libres de cálcu­los, incluso entre seres que pertenecen a razas o especies dife­rentes. Y es porque las personas que amamos son como una especie de prolongamiento de nosotros mismos, y un poco in­cluso nosotros mismos. De ahí que participemos indirectamen­te, a veces de manera muy viva, en sus sufrimientos y alegrías. Y esto nos induce a considerar el amor en su forma más idea­lista: la que aspira a la felicidad propia por la conciencia de la felicidad ajena, aunque ésta se pague con el sacrificio de nues­tro propio placer o de nuestra seguridad. El instinto maternal, la amistad, el misticismo social ofrecen frecuentes ejemplos de lo que acabamos de decir.

“No podemos decir lo mismo del amor cuando es engendra­do por la atracción sexual. Esta forma del amor predispone, en efecto, a un verdadero frenesí de apropiación, a una marcadísima sed de éxtasis egoísta, a pesar de las apariencias. Cuando la vio­lencia exquisita y brutal de esos apetitos se modera, principal­mente en el hombre, es sólo porque intervienen sentimientos más durables y más dulces: el cariño compartido, la estima mutua, la comunidad de costumbres y aspiraciones. Así, según los tempe­ramentos, las circunstancias y el grado de educación, el amor sexual es susceptible de tomar las más variadas formas.

“En cualquiera de sus manifestaciones, ennoblecido por la inteligencia y el saber, o simple y llanamente en su expresión sexual, el amor debe ser libre. Se basta a sí mismo desde el instante en que sin dañar a nadie embellece nuestra existencia y contribuye a nuestra felicidad. El amor no tiene necesidad de la excusa de la procreación, que es solamente su consecuencia normal, ni de una sanción legal o religiosa, que no son más que reglamentos interesados o simples formalidades convenciona­les. El amor contiene su propia poesía y su plena justificación. El humo del incienso y la lectura monótona del código civil son incapaces de hacer nacer el amor en donde no existe, de conferirle moralidad donde no es más que asqueroso regateo. El despotismo del legislador es impotente para restablecer la unión de almas y el apetito de los sentidos en el seno del hogar donde no exista más que animosidad y odio.

“Admitir el principio de la libertad del amor es reivindicar intensamente para los demás, como para nosotros mismos, el derecho de amar a quien nos plazca, de la manera que nos plazca, sin otra obligación que la de tomar bajo nuestra res­ponsabilidad el daño que nuestra conducta haya aportado a la existencia del prójimo”.

(Jean Marestan)

BIGAMIA

Figura jurídica que describe el estado civil de una persona casada por segunda vez mientras vive el primer cónyuge. Pue­de llegar a usarse en lenguaje coloquial para designar la condi­ción de quien ha constituido dos parejas o familias, con o sin casamiento formal. En muchos casos, cuando se habla de poli­gamia o se rotula a alguien como “polígamo” en realidad se está observando que tiene una relación sexual/afectiva con dos personas.

LIBERTAD

“La libertad en el amor implica que quienes la practiquen posean una educación sexual amplia y práctica. Por libertad de amar, por amor libre, por amor en libertad y por libertad sexual, entiendo la entera posibilidad que tiene un ser de amar a otro o a varios simultáneamente (sincrónicamente), según lo empuje o lo incite su determinismo particular, sin atención nin­guna a las leyes dictadas por los gobiernos en materia de inclinaciones, a las costumbres recibidas o aceptadas como código moral por las sociedades humanas actuales. Para mí, la liber­tad del amor se concibe por encima del bien y del mal conven­cionales”.

(Emile Armand)

MATRIMONIO COLECTIVO

Un matrimonio que involucra a más de dos. Aunque no está reconocido por la mayoría de los sistemas legales y religio­sos de Occidente, aquellos que propugnan este modelo suelen realizar acuerdos que hacen funcionar la relación colectiva en forma semejante a los contratos legales del matrimonio bipersonal. El grupo vive en común, comparte una economía familiar, el cuidado de los niños y las responsabilidades domés­ticas. La forma más habitual es la tríada entre dos mujeres y un hombre o entre dos hombres y una mujer, aunque pueden exis­tir grupos más numerosos. Se diferencia de la poligamia tradicional por cierto énfasis en la paridad de varones y mujeres, por la ausencia de un referente central despótico (por ejemplo, el patriarca) y por el derecho de cada uno a retirarse de la unión libremente cuando así lo desee.

MONOGAMIA

En el mejor de los casos, una relación bipersonal basada en un acuerdo explícito de sus miembros de no involucrarse sexual/ afectivamente con otros. En el peor, una institución cerrada formalmente a relaciones externas pero en la cual uno de sus miembros (históricamente el varón) quiebra ocasionalmente las reglas que impone en forma rígida (e hipócrita) al otro miem­bro. Puede desarrollarse mediante una aceptación tácita de cier­ta “doble moral” (se condena verbalmente la infidelidad al tiem­po que se realizan prácticas adúlteras reiteradas) o finalizar cuando la ruptura de las reglas llega a un grado inaceptable (se descubre la “traición”); en este último caso, uno o los dos miem­bros de la relación podrán formar luego nuevas uniones monogámicas con otros. La mayoría de los sujetos en la socie­dad contemporánea vive en un estado de monogamia secuencial, que implica varias uniones y rupturas de corazón a lo largo de una sola vida.

ORGÍA

Fusión ilimitada de cuerpos que se pierden unos en otros, en un espacio y tiempo excepcionales, donde se trasgreden las prohibiciones y normas habituales del orden social y familiar. Puede incluir la alteración de las reglas del coito habi­tual entre órganos genitales para abrirse al contacto e inter­cambio polimorfo de fluidos entre cuerpos. Ésta sería la acep­ción más estricta, pero también se la ha asociado con ceremo­nias o ritos arcaicos para asegurar la fecundidad de los cam­pos en sociedades agrarias. Esta última interpretación fue cues­tionada por Georges Bataille, para quien la orgía organiza un desorden de tipo sagrado, que no toma en cuenta las conse­cuencias sobre el mundo del trabajo. El término en sí tuvo diversas atribuciones de sentido según las épocas, llegando incluso a representar un tipo de fiesta con altos grados de ebriedad y descontrol, sin carácter sexual explícito. En las últimas décadas del siglo XX, términos como “cama redon­da”, party o simplemente “fiesta” fueron utilizados como sinónimos por distintos grupos, al mismo tiempo que el carác­ter orgiástico pudo resultar empobrecido o extremadamente limitado por pautas para regular el deseo en los encuentros colectivos (por ejemplo, prohibir o evitar caricias y otros con­tactos entre machos, como ocurre en la escena clásica de la pornografía heterosexual).

PAREJA ABIERTA

Noción de cierta circulación mediática durante las décadas de 1960/70. Puede considerarse que una pareja es “abierta” si existe acuerdo entre sus miembros de que es aceptable involucrarse sexual y/o afectivamente con alguien aparte de esa relación. Suelen negociarse normas específicas según las necesidades de cada pareja, o al menos de uno de sus miem­bros. Por ejemplo, alguien puede requerir notificación previa de cualquier relación exterior que establezca su compañero/a. O puede pedir “no me digas nada”; es decir, aceptar las rela­ciones exteriores pero rehusar todo intercambio de informa­ción en torno de ellas (“ojos que no ven, corazón que no sien­te”). O puede negociarse que alguien se involucre sexual y/o afectivamente con otro/a fuera de la pareja sólo cuando estén todos presentes (“lo hacemos todos juntos o nada”), como los swingers. Algunos tendrán reglas estableciendo poder de veto sobre nuevos amantes (jerarquizando al o a los amantes más antiguos); otros acordarán cuánto tiempo puede pasar cada uno con sus amantes (noches enteras o parciales, fines de se­mana, etc.). Estas y otras restricciones sobre la relación, aun­que necesarias para el mantenimiento del orden afectivo, redu­cen el alcance del carácter libertario que puede sugerir el epíte­to “abierto”.

POLIANDRIA

La posibilidad de tener varios maridos. Proviene de la botánica, como condición de la flor que tiene muchos es­tambres.

POLIFIDELIDAD


Pauta normativa para una relación cerrada que involucra a más de dos personas. Por ejemplo, un grupo de cuatro limita la relación sexual/afectiva para que ocurra sólo entre ellos (son “fieles” al grupo). Como concepto, se hizo célebre durante 1970/ 1980 gracias a la comuna Kerista, de San Francisco, que con­sistió en varias viviendas grupales que seguían este modelo. Se la asocia con el neologismo inglés poliamory, que refiere a la posibilidad de tener muchos amores y que puede ser definido como la filosofía y la práctica de amar a más de una persona a la vez.

POLIGINIA

La posibilidad de tener varias esposas, según la acepción botánica que define así a la flor con muchos pistilos (hembras).

POLIGAMIA

La posibilidad o el derecho de casarse, unirse, convivir o asociarse sexual/afectivamente con un número indefinido de personas. Históricamente ha sido asociada con el derecho mas­culino excluyente de poseer varias mujeres (ver poliginia) y con la dominación patriarcal. Sin embargo, se ha extendido su acep­ción al régimen de relaciones en el que una mujer está vincula­da con dos o más varones (poliandria) o con dos o más muje­res, así como a la situación en la que el varón está vinculado con dos o más varones: la práctica no se encuentra hoy del todo limitada por definiciones de género.

PROMISCUO/A

Se dice del sujeto que mantiene relaciones sexuales con va­rios. Con frecuencia de carácter denigratorio, el epíteto está asociado con una mezcla confusa e indiferente. La promiscui­dad en el sentido de múltiple convivencia con personas de dis­tinto sexo se origina probablemente en la trasgresión a la anti­gua regla católica de mezclar carne y pescado en una misma comida durante los días de cuaresma y otros períodos: promiscuar sería mezclarse y participar en cosas heterogéneas u opuestas.

PRIMARIA O PRINCIPAL, RELACIÓN

Una relación primaria o principal es aquella considerada la más importante para uno/a y por lo general supone cierto gra­do alto de compromiso. Se la ha llamado también relación cen­tral (Cooper) en oposición a las relaciones periféricas, laterales o secundarias cuyo grado de compromiso es menor que el que existe con la relación principal. Nótese que alguien puede man­tener relaciones centrales con más de una persona a la vez, así como cada una de éstas podría tener varias relaciones periféricas al mismo tiempo. Todos podemos ser centro y periferia.

SWINGERS


Minoría que disfruta de relaciones sexuales ocasionales en­tre amigos, conocidos y desconocidos. El rótulo tiene su origen en la clase media norteamericana de los años 1940, acaso ex­traído de un juego de intercambio de cónyuges entre marines en bases del Pacífico Sur. Su origen social y cultural condicionó el desarrollo de esta práctica de carácter orgiástico limitado. Suele ser iniciada por parejas heterosexuales que promueven encuentros eróticos colectivos en bares, discotecas y casas par­ticulares, o bien se conocen mediante avisos personales o en eventos programados por redes sociales. Algunas sólo tienen relaciones con otras parejas, otras forman tríos, aun otras invi­tan a un cuarto hombre para la mujer, o a una cuarta mujer para el varón, etc. Por lo general, desalientan el contacto sexual entre varones y toleran o estimulan una bisexualidad controla­da entre mujeres. También hay parejas gays que disfrutan asis­tiendo a bares, discotecas, baños o cines para tener relaciones con desconocidos, pero la etiqueta de swinger quedó sobre todo asociada con una práctica de base heterosexual. Dado que el encuentro erótico tiene un carácter recreativo e intermitente, el discurso anarquista del amor libre, con todas sus connotacio­nes de compromiso, afectividad y contención en el tiempo, puede encontrarse como retórica con escasa o limitada influen­cia dentro de estos grupos.

LA COLONIA CECILIA x Juan Rossi (Cardias)

Giovanni Rossi, “Cardias” (1856-1943) fue un periodista, poeta, músico, veterinario y agrónomo italiano cuyo folleto La Comuna Socialista, de 1876, influyó sobre el emperador brasileño Pedro II a tal punto que logró la donación de tierras vírgenes en el estado de Paraná para un experimento en amor libre. En 1890, Cardias reunió a doscientos seguidores que zarparon del puerto de Génova y fundaron en tierra brasileña la Colonia Cecilia, que duraría cuatro años y en la cual parti­ciparían unas trescientas personas. La ausencia de apoyo ofi­cial tras la proclamación de la República brasileña, las penu­rias económicas y la erosión del entusiasmo inicial terminaron por derrumbar la iniciativa. Algunos cecilianos dejaron nota­ble descendencia: Zelia Gattai, esposa del novelista Jorge Amado y nieta de uno de aquellos pioneros, habla de la expe­riencia en su libro Anarquistas, gracias a Dios. El folleto Un episodio de amor en la colonia socialista Cecilia fue publicado originalmente en Buenos Aires en 1896 en la revista Ciencia Social. Aquí se reproducen algunos fragmentos del texto que, traducido por J. Prat, apareció en Utopismo socialista (1830­1893), ed. Carlos M. Rama, Biblioteca Ayacucho, Caracas, 1977.

Fue en una tarde de noviembre de 1892 que Eleda y Aníbal llegaron a la colonia, y fue una llegada poco alegre. Los nuevos compañeros estaban fatigados del viaje, y mal prevenidos contra la colonia, que dos disidentes -llamémosles así- estableci­dos en Curitiba les habían descrito como una de las más po­bres y menos socialista de lo que en realidad era. También por parte mía contribuí a la poco alegre llegada, recibiéndolos algo fríamente, por haber creído que habían titubeado en venir, lo cual no era verdad. Así es que aquella tarde Eleda no me hizo otra impresión que la de una personita fatigada y un poco triste.



Y sin embargo aquellos nuevos compañeros eran merecedores de todas mis simpatías. Conocí a Eleda un año antes en... duran­te una conferencia pública en la cual expuse ideas sobre el amor libre. Me acuerdo que, habiéndola interrogado privadamente, me respondió con mucha ingenuidad que las admitía. La vi, po­cos días después, en un hospital de aquella ciudad, enfermera valerosa, llena de abnegación, incansable, cerca del lecho de muerte del valiente joven socialista que, durante cinco años, fue su compañero amantísimo. Los amigos me dijeron que la vida de Eleda fue siempre una continua y modesta abnegación; una lucha penosa, pero fuerte e inteligente, para su amigo y para nuestras comunes ideas.



De ella, de su sencillez, de su tristeza, de su fuerza de áni­mo, me había llevado un cierto sentimiento de simpatía y de admiración; pero no el pequeño deseo de la mujer. Eleda era para mí una figura noble y delicada, que se imponía por su carácter, que me embarazaba por su bondad, que me gustaba como nos gusta un compañero galante. Los momentos en que la conocí fueron raros, breves y dolorosos, pero esas impresio­nes quedaron claramente grabadas, precisas, y así se lo comu­niqué a la buena amiga Giannotta.



Aníbal es un buen compañero, de aquellos que en la agita­ción socialista se han habituado a perder mucho y ganar nada. Es de mente nada vulgar, pero tiene el corazón más grande que la mente. Bajo una apariencia tosca, esconde un sentimiento fino y delicado. Fue de los primeros y de los pocos que apoya­ron con decisión la iniciativa de esta colonia socialista, y la ayudó mucho viniendo después a formar parte de ella. Aníbal es un hombre a quien estimo y trato con particular esmero.



En los primeros días de su llegada tuve ocasión sobrada de conocer mejor a Eleda. Es una mujercita de treinta y tres años; pero cuando está tranquila y se siente en salud, demuestra tener apenas veinticinco. Tiene en sus ojos y en su carita de lí­neas finas algo que la asemeja a una niña. La expresión de su faz es siempre seria, de una seriedad triste. Principió a interesarme, y a menudo me complacía en preguntarle si se habitua­ba a la soledad de la pradera y de los bosques, a esta monoto­nía y escasez de vida. Me respondía que hacía todos los esfuer­zos para ello y que lo lograría. Entonces veía en ella a la socia­lista inteligente, valerosa, buena... Y de ahí creció en mí una simpatía, un afecto delicado y atento que no era otro que el alba del amor.



Una noche me dio a leer una carta que le había escrito Giannotta, augurándole un buen viaje para la colonia. “Si vas sola -le decía- acompáñate, una vez allí, con mi amigo Cardias; haréis una buena pareja; de cualquier modo que sea, dale en mi nombre un beso y un abrazo”.



– Y bueno, Eleda, ¿cuándo piensa cumplir el encargo de Giannotta? ¿Cuándo paga aquella deuda? -le pregunté, bro­meando, al día siguiente.



– Pronto o más tarde -respondió en el mismo tono.



Pasaron algunos días.



– Escuche, Eleda -le dije una noche en su casa-. Usted es una mujer seria, y se le debe hablar sin artificios.



Me miró y comprendió enseguida.



– ¿Por qué no podría amarme también un poquito?



– Porque temo hacerle demasiado daño a Aníbal.



– Háblele de ello.



Nos separamos sin un beso.



Eleda le habló a Aníbal como una compañera afectuosa, pero libre y sincera, debe hablar al compañero que ama y esti­ma. Aníbal respondió como un hombre que, por encima de sus pasiones, pone el escrupuloso respeto a la libertad de la mujer.



– Sufre -me dijo Eleda.



– Era de prever -respondíl-. Pero ¿cree que sufre en él el lado bueno o el malo del corazón? Este dolor, ¿es humano, es socia­lista, es indestructible? ¿Es el dolor del puñal que mata, o es el del bisturí que cura?



– Esto es lo que conviene saber – me respondió Eleda. Y nos separamos sin cambiar aún ni un beso.



El mismo Aníbal nos lo dijo:



– Es el prejuicio, es el hábito, es un poco de egoísmo, es lo que queráis; pero la libertad debe preceder en todo y antes que todo. Amo a Eleda, y no hay motivo para que deje de amarla. Sufriré, pero me hará bien. Tú vives triste, sin amor. Eleda hará perfectamente bien en confortar tu vida.



– ¿Guardas resentimiento para con Eleda o conmigo?



– De ningún modo.



Aquel día Eleda y yo cambiamos el primer beso. Aquella noche Eleda vino a mi casa, y Aníbal lloró en la tristeza del aislamiento.



Así, desgraciadamente, es aún la vida. La felicidad de uno se empequeñece ante el dolor del otro.



Pocos días después, los compañeros supieron de nuestra iniciativa de amor libre. ¡Con cuánta delicadeza, con cuánta lealtad, con cuánta abnegación se había triunfado sobre uno de los más sentidos y feroces prejuicios sociales!



En la colonia Cecilia, desde sus comienzos, se había hecho la propaganda teórica del amor libre, entendido no como unión ilegal -o divorciable maridaje sin cura o sin juez- sino como posibilidad de afecciones diversas y contemporáneas, como la verdadera, evidente práctica y posible libertad de amor, tanto para el hombre como para la mujer. En general, se admitía teóricamente esta reforma: pero, en la práctica, se la aplazaba para las Calendas griegas, por el dolor que experimentaban los maridos, por los prejuicios de las mujeres, por las relaciones domésticas desde larga fecha establecidas y que parecía duro romperlas, por el temor de que, disolviéndose la colonia, muje­res y niños quedaran abandonados a sí mismos y puede que, un poco, por deficiente emprendimiento del elemento célibe; pero más que todo, me parece, por aquella fuerza obstinada, brutal, irreflexiva del hábito, que dificulta y dificultará siem­pre el progreso humano.



Así predispuestos los ánimos en la colonia, la noticia fue acogida con un sentimiento de grata sorpresa, turbado sola­mente por el temor de que Aníbal, a pesar de su inteligencia y de su bondad, sufriese con ello. Las mujeres, en general, no cambiaron su comportamiento para con Eleda, y hasta puedo asegurar que ningún sentimiento de poca estima, interior u oculto, guardaban con ella.



Cuando después se vio el modo respetuoso con que traté a Eleda, el continente de ésta que no cesó un momento de ser afectuosa con Aníbal y reservada conmigo; el afecto fraternal que nos une a Aníbal y a mí en el objetivo común de hacer agradable la vida de Eleda; cuando, en suma, se vio que el amor libre no es vulgaridad animalesca sino la más alta y bellísima expresión de la vida afectiva, desaparecieron hasta las últimas vacilaciones, y nuestro caso -sin que hasta el presente haya sido imitado- fue considerado como un hecho normal de la vida.



Más aún; me parece que el viejo edificio del amor único y exclusivo, de la pretendida o real paternidad, ha quedado aquí maltrecho en sus paredes maestras desde la cúpula a los cimientos, próximo a derrumbarse si otro empuje viene a sacu­dirlo de nuevo. De la entidad familiar, me parece que aquí ha muerto el espíritu y sólo queda el cuerpo, valiéndome de las frases que los viejos metafóricos usan.



El hecho que he narrado sucintamente es demasiado com­plejo, demasiado íntimo, demasiado finamente entretejido de sentimientos diversos para que pueda ser fácilmente compren­dido no sólo por los extraños, sino hasta por los mismos acto­res. Para mayor comprensión me ha parecido necesaria una especie de análisis psicológico, al cual Aníbal y Eleda se han prestado con absoluta sinceridad, respondiendo a los dos cues­tionarios que reproduzco a continuación:



“Cardias ruega al querido compañero Aníbal le responda sinceramente a las preguntas siguientes, con el objeto de preci­sar algunos datos psicológicos referentes al tema del amor libre. Un beso afectuoso de tu Cardias”.



“Respondo voluntariamente a tus preguntas, pero hacién­dote observar, que si el libre amor estuviese generalizado, mu­chos sí dolorosos se convertirían en no. Cordialmente te de­vuelvo el beso que me mandaste. Tu afectísimo Aníbal”.



“– ¿Admitías en la mujer la posibilidad de amar noblemente a más de un hombre? – Sí, pero no en todas las mujeres. – ¿Le reconocías este derecho? – Sí. – ¿Considerabas al amor libre útil al progreso de la moral socialista y de la paz social? – Sí, lo creía y aún lo creo, porque sin ello, ¿dónde están la libertad y la igualdad? – ¿Creías que la práctica del amor libre pudiese causar dolor a algunos de los dos participantes? – Sí. – ¿Cuál, especialmente? – Tal vez a los dos. – ¿Considerabas que el com­pañero de la mujer hubiese sufrido adolorido el nuevo afecto de su compañera para con otro? – Sí, si la ama verdaderamen­te. – ¿Que lo hubiese aceptado con indiferencia? – Sí, si no la amase, o fuese un canalla. – ¿Con placer? – Casi nunca; pero podría sentir satisfacción si conoce que efectúa una obra con­soladora y digna de nuestros principios. – ¿Que lo hubiese de­seado, sugerido, favorecido? – Idem.



– Cuando Eleda te contó mi petición, ¿sentiste dolor? – No. – ¿Sorpresa? – No, porque lo había ya manifestado en Italia y a ello estaba preparado.



– ¿Desprecio? – No, nunca. – ¿Humillación? – No. – ¿Resenti­miento para conmigo? – Resentimiento no, pero sí compasión. – ¿Fue vanidad ofendida? – No. – ¿Instinto de propiedad heri­do? – Nunca pensé en ser propietario de Eleda; esto hubiera sido una afrenta para ella. – ¿Egoísmo o deseo de bien exclusi­vo? – Egoísmo no, pero más bien miedo de que disminuya su afecto para conmigo. – ¿Temor del ridículo? – Un poquito. – ¿Idea de lesa castidad conyugal? – ¿Acaso fui casto yo? – ¿Fue espon­táneo tu consentimiento? – Absolutamente sí. – ¿Fue por cohe­rencia a los principios de la libertad? – Un poco por compasión de verte sufrir, y un poco por coherencia. – ¿Fue por piedad de mí, que tanto tiempo vivía sin amor? – A esto respondí ya. – ¿Si se hubiese tratado de otro compañero, supones que habrías experimentado idénticas sensaciones? – No podría precisarlo; pero si así hubiese acontecido, hubiera sufrido mayormente.



– ¿Si se hubiese tratado de un proletario, no compañero nues­tro? – Idem. – ¿De un burgués? – Hubiera compadecido a Eleda y sufrido mucho, sin poder afirmar que la hubiese dejado.



– ¿Has sufrido mayormente antes de verme con Eleda? – No. – ¿La primera vez? – Sí. – ¿O en cuál de las siguientes? – Siempre, más o menos. – ¿Has llorado? – Sí. – En tu dolor, ¿había resenti­miento contra Eleda? – No. – ¿Contra mí? – No. – ¿Tristeza de aislamiento? – Un poco. – ¿Temor de que sufrieran una desvia­ción los afectos de la compañera? – Conozco lo suficiente a Eleda para decir no. – ¿Temor de que yo la tratase vulgarmente? – No. – ¿Qué la tratase con dulzura? – Sí. – ¿Deseo de que ella gozase de otro afecto fisiológico e intelectual? – No sé. – ¿Disgusto de esto? – Si ocurriese, no sentiría disgusto. – ¿Temor de que vol­viese menos pura? – Conozco a Eleda lo suficiente para respon­der no. – ¿Menos afectuosa? – Sí. – ¿Instinto irrazonable e invo­luntario de egoísmo? – Por más que todos, actualmente, sea­mos egoístas, no creo que mi disgusto fuese producido por el egoísmo. – Combatiendo tu dolor, ¿has experimentado la satis­facción del que hace un bien? – Ciertamente. – ¿Te cruzó por la mente la idea de la fuga? – Sí, pero no fundado en este solo motivo. – ¿La apreciación de los demás influye sobre tus senti­mientos? – Desprecié siempre las apreciaciones de los demás; sin embargo, me hubiera causado pena verme el ludibrio de los imbéciles. – ¿La estima para tu compañera es igual que antes? – Sí. – ¿El afecto para ella es igual, mayor o menor? – Es igual, pero tal vez mayormente sentido. – ¿La repetición de las ausen­cias de tu compañera alterna tu dolor? – Sí. – ¿Lo vuelve irasci­ble? – No. – ¿Te son más dolorosas las ausencias breves? – No. – ¿Las largas? – Sí. – ¿Serían más dolorosas las ausencias de al­gunos días? – Aquí entra el egoísmo, puesto que las ausencias largas harían de mí un paria del amor, como tú eras antes. – ¿Sufres mayormente viendo a la compañera quedarse conmi­go? – Al principio sí. – ¿O viéndola marchar de tu casa para la mía? – Ahora me es indiferente. – ¿Te parecería más aceptable que la compañera viviese sola y nos invitase voluntariamente? – Sí, para la tranquilidad y libertad de todos. – ¿Te disgusta que yo la ame? – No. – ¿Crees que el amor libre se generalizará por la rebelión de las mujeres? – Sí. – ¿Por el consentimiento de los hombres? – Aunque los hombres no lo quieran, cuando las mujeres se rebelen seriamente, se efectuará, y todos, después, estarán contentos de ello. – ¿Por desinteresada iniciativa de es­tos últimos? – No, salvo algunas excepciones, que podrán dar el buen ejemplo”.



“Eleda: Para el estudio exacto del episodio afectivo en el cual tan noblemente has participado, necesito algunos datos sobre tus íntimas sensaciones. Te los pido con la certeza de que me los confiarás sinceramente, porque tú conoces la importan­cia que puede tener este estudio psicológico, y porque la fran­queza está en tu carácter. Perdóname si algunas preguntas son indiscretas; perdóname y procura responder, porque tienen una mira científica. El amigo Cardias”.



“– ¿Fuiste educada según la moral ortodoxa? – Sí, hasta los veinte años. – En el primer amor juvenil ¿te sentiste absorbida exclusivamente en un solo afecto? – Sí. – En tu segundo amor, que fue el más duradero y el más intenso, ¿amaste a otro al mismo tiempo que a tu adorado y llorado compañero? – No. – ¿Sentiste alguna naciente simpatía? – Sí. – ¿La cultivaste? – No. – Cultivarla, ¿te hubiera parecido culpable? – No. – ¿Te faltó la ocasión? – Sí. – ¿La buscaste? – No. – ¿Tu afección por L..., que fue la más breve y la menos profundamente sentida, fue exclu­siva? – Sentí en aquel tiempo otra simpatía; pero, como se suele decir, inocente. – ¿Y tu afección por Aníbal fue exclusiva? – Sí, hasta que te conocí. – ¿Hace mucho tiempo que admites la po­sibilidad de amar contemporáneamente a más de una persona? – Sí. – ¿Fuiste alguna vez celosa? – Alguna vez; pero mis celos fueron de brevísima duración. – ¿Te entregaste alguna vez sin amor? – Nunca sin simpatía. – ¿Y por sensualidad? – Jamás. – ¿Toleraste violencias morales? – No. – ¿Te sorprendió mi peti­ción amorosa? – Un poco. – ¿Te disgustó la forma breve y direc­ta que empleé? – Al contrario, me gustó mucho. – ¿Prometiste por piedad? – Un poco. – ¿Por simpatía? – Sí. – El temor de cau­sar dolor a tu compañero ¿era verdaderamente el único obstá­culo? – El único. – ¿Te tentó la idea de amarme, sin que lo supie­se tu compañero? – No. – Cuando le referiste mi petición, ¿ma­nifestaste el deseo de satisfacerla? – No. – Sufriste al adivinar el disgusto del compañero? – Sí. – ¿Sufriste por él? – Sí. – ¿Por ti? – También por mí. – ¿Por mí? – Por ti especialmente. – ¿Conside­raste su dolor como una prueba de amor para contigo? – Sobre esto no sé dar mi opinión. – Cuando te entregaste a mí, ¿el con­sentimiento de tu compañero era completo? – Sí. – ¿Precipitaste un poco los acontecimientos? – No. – ¿El dolor de tu compañe­ro lo consideraste razonable? – Lo consideré como el resultado de los prejuicios que, queramos o no, pesan sobre nosotros. – ¿Destinado a desaparecer? – Sí. – Nuestra conducta vis a vis de tu compañero, ¿te pareció correcta? – Sí. – ¿Viniste a mí con conciencia segura? – Sí. – ¿Aumento yo un poco la felicidad de tu vida? – Sí. – ¿Me amas sensualmente, intelectualmente, de corazón? ¿Un poco de las tres maneras? – Sí, un poco de todos estos tres modos. – Desde el primer día, ¿me amas un poco más? – Mucho más. – ¿Amas más a Aníbal? – Sí. – Estos dos afectos contemporáneos ¿te han vuelto más buena? – Sí. – ¿Más sen­sual? – No. – ¿Te perjudican la salud? – No. – La multiplicidad simultánea de los afectos, esto que nosotros llamamos amor libre, ¿te parece natural? – Sí. – ¿Socialmente útil? – Con prefe­rencia a todo, socialmente útil. – ¿Te disgustaría no conocer la paternidad de un hijo que ahora generases? – No”.



No se crea que Eleda es una mujer de fáciles amores, y mu­cho menos uno de aquellos fenómenos patológicos a los cuales es inútil buscar las leyes fisiológicas de la vida. Ella representa más bien el tipo medio de las obreras inteligentes de las gran­des ciudades, perfeccionadas por el ideal socialista, clara e ínti­mamente comprendido. Y que es un tipo normal de mujer lo prueba el que no es vulgar ni romántica; es delicada, gentil, pero positiva.



Su juventud afectiva fue triste, casi dramática, y ha dejado impresa en ella un tinte de verdadera tristeza, que raramente la abandona. Joven inexperta, amó a su cuñado, quien la obtuvo por sorpresa. Fue aquel un amor infeliz, como todos los amo­res clandestinos, agitado por un afecto inmenso, irresistible para el amigo, y por una ternura indecible para la hermana. Catás­trofe terrible: la muerte de la hermana, seguida de la muerte del amigo.



Cuatro años después, cuando el corazón de Eleda pudo abrirse otra vez a las sonrisas del amor, fue su compañero un joven inteligente y esforzado, el más activo, el más eficaz socia­lista que haya jamás agitado las masas obreras de... Pero las contrariedades de la familia, las persecuciones de la policía, que varias veces encarceló al amado compañero, y las estreche­ces de la miseria, contristaron un amor que duró cinco años, y que tuvo un epílogo bajo la bóveda del hospital en el cual se extinguió la vida del valiente joven.



Un año después, Eleda encontró un doliente solitario de la vida y, un poco por piedad, un poco por el fastidio de la viudez, un poco por simpatía, se entregó a él. Fue el período menos bello de su vida afectiva, y los acontecimientos lo truncaron a los tres meses.



Vino al fin la libre unión con Aníbal, contraída para ir jun­tos a la colonia Cecilia.



Que las mujeres honestas estudien esta biografía de Eleda, en la cual ni un secreto hay oculto, y díganse luego a sí mis­mas si esta mujer es vituperable, si seguir su ejemplo sería vergonzoso.



Y ahora intentaré mi propio análisis psicológico, advirtien­do que yo tampoco soy una excepción de inteligencia y de bon­dad; no soy más que un hombre crecido, como tantos millares de hermanos míos, en aquella escuela educadora del dolor que, en conclusión, es la vida; un poco escéptico, un poco pesimis­ta, pero también un poco optimista cuando pienso en el porve­nir -optimista de la escuela positiva-, un hombre de contradic­ciones, como por otra parte me parece lo somos todos en este período de regeneración social.



Amo a Eleda, o mejor dicho, la quiero bien, como prefiere decir, con agudeza de raciocinio, nuestra compañera. Para no­sotros, el amor, según sea verdadero o simulado, es la forma patológica o quijotesca del afecto; es aquella forma congestional que levanta al adolescente hacia las nubes luminosas de la ado­ración platónica, donde Dante ve pasar a Beatriz benignamente d’ umiltá vestuta o es el terrible martirio de Leopardi, es el suicidio, es el delito de los miles ignorados; cuando no es la simulación de altos sentimientos, la profanación de una noble locura en una vul­gar comedia, que tiende a conquistar un cuerpo, una dote, una posición social.



Querer bien es la forma fisiológica, normal, común, del afec­to. Querer bien, oscila entre los 20° y los 8° del centígrado del amor; más bajo está el capricho, la simpatía de un día, de una hora, que -gentil y ligera- llega, besa y pasa; más alto está la locura sublime o la ridícula estupidez. Querer bien es una mez­cla apetitosa de voluptuosidad, de sentimiento y de inteligen­cia, en proporciones que varían, según los individuos que se quieren bien. En conclusión, “querer bien” me parece que es lo que debería bastar a la felicidad afectiva de la pobre especie humana.



Así es que quiero bien a Eleda; la quiero bien de modo sub­jetivo y objetivo, o sea, le quiero bien por ella y por mí.



Si le quisiera bien sólo para mí, por los goces que me da, por el calor que ha aportado a mis pensamientos, debería de­cir, con más exactitud, que me quiero bien. Sería un afecto nobilísimo cuanto queráis, pero egoísta como el afecto que te­nemos a nuestros pulmones, a nuestro estómago, a nuestra piel por los servicios que nos prestan, por la necesidad que de ellos tenemos; como el afecto que se siente para las flores recién cortadas y puestas en agua sobre nuestra mesa; como el afecto que decimos sentir para con los canarios cuando cantan bien en su jaula. Son amores subjetivos; “nos queremos bien” a nosotros mismos.



Quiero bien, además de a mí, también a Eleda, y por eso deseo que encuentre en este mundo -ya que al otro hemos renunciado- todos aquellos fugaces momentos de felicidad y todos aquellos días serenos que le sea posible encontrar. Y como no soy tan presuntuoso -lo que valdría decir tan imbé­cil- de creer que soy, no toda, ni una gran parte, la felicidad para Eleda, me complazco en sus afectos pasados, en los pre­sentes, y en los futuros. Lejos de atormentarme con celos re­trospectivos, hablo con ella voluntariamente de los amores que han ocupado tanta parte de su vida y procuro conservarlo en su memoria, resucitar sus emociones. Amo a aquellos dos se­res extintos que tanto amaron a mi amiga, y tanto fueron por ella amados. Con quien conservo un poco de antipatía es con aquel tercero que rápidamente pasó en la vida afectiva de Eleda. Y la conservo así porque no era digno de ella, porque no la quiso lo suficiente, porque no fue lo suficientemente amado.



Porque, en suma, aportó pocos momentos de felicidad a la vida de la amiga.



Amo a Aníbal, porque sé que Eleda lo ama profundamente y está orgullosa de su amor. He ahí por qué -antes de comen­zar nuestra relación-, cuando temía que el dolor de Aníbal pudiese ser incurable, le dije con firmeza y sinceridad:



– Oye; si mi afecto debiese hacer pedazos el tuyo preferiría dejar las cosas como están.



He ahí por qué, por la noche, acompaño a menudo a su casa, desde nuestro punto de reunión, a Aníbal y a su compa­ñera, y les auguro afectuosamente las buenas noches.



He ahí por qué estoy contento de que, cuando Eleda dice a Aníbal: “Voy con Cardias”, le dé y reciba de él un beso.



He ahí por qué me torturaban las explosiones de desespera­ción que, en los comienzos vencían a Aníbal, cuando abrazaba y besaba a nuestra Eleda, susurrándole entre lágrimas:



– ¡Cuánto sufro, qué loco soy! Sé que continúas queriéndome, que me quieres más que antes. Pero tengo miedo; mie­do de que quieras a Cardias más que a mí, porque es más inteligente que yo. Te quiero demasiado, y soy injusto contra el compañero. Hago mal, lo veo, lo siento, me vuelvo tonto, me volveré loco, quisiera morir. Quiéreme mucho, porque yo te quiero tanto...



He ahí por qué estoy contento ahora de que, entre Aníbal, Eleda y yo hay una perfecta ecuación de afectos, y de que los cuidados de uno por uno no turban la serenidad del otro.



Corre entre la gente, y es aceptado e indiscutido, el dogma de que no puede amarse a varias personas al mismo tiempo.



Si no fuese dogma, y no fuese también opinión generalmen­te aceptada, ¿cuánto trabajo se necesitaría para demostrar la verdad? Entonces, la verdad -natural, espontáneamente aceptada- sería que, excepcionalmente, se puede amar a una perso­na sola.



Pero cuando todos, o la mayoría, creen una bestialidad, no tienen necesidad de demostrarla; lo más que hacen es apoyarla con algún proverbio vulgar, ya que de proverbios la ignorancia popular no ha sufrido escasez. Toca a los herejes la confutación del dogma, la demostración de que, lo contrario, es la verdad.



Amar más de una persona al mismo tiempo es una necesi­dad de índole humana.



Se ama una persona por ciertas cualidades suyas: la belleza, el espíritu, la bondad, la inteligencia, la fuerza, la bravura. ¡Y cuántas gradaciones, cuántos modos de ser hay por cada una de estas cualidades! Amaremos a la persona que posee, entre estas cualidades, aquella que a nosotros más nos plazca. Pero después encontraremos otra persona, varias, que poseerán las mismas cualidades, la misma atracción en mayor o menor gra­do, y no podremos menos que amarla. La hipócrita moral lo­grará alguna vez condenarnos a un ridículo martirio, pero las más de las veces destruirá la sustancia de la monogamia y con­servará de ella sólo la forma.



Cambiemos los ritos y los nombres cuanto queramos, su­primámoslos si así nos place; pero mientras tengamos un hom­bre, una mujer, unos hijos, una casa, tendremos la familia, que equivale a decir una pequeña sociedad autoritaria, celosa de sus prerrogativas, económicamente rival de la gran sociedad. Tendremos los pequeños territorios tiranizados por los fuer­tes, tendremos los ambientes circunscritos, en los que el amor se explica en sus más erróneas y doloras manifestaciones, de los celos al delito. Y así como la vida colectiva resulta en parte de la suma de todas las vidas individuales, y así como los hábi­tos privados influyen grandemente sobre los hábitos públicos, será minada y poco segura la existencia de una sociedad que pretendiese regirse bajo dos principios contradictorios: el egoís­mo de la vida doméstica y la solidaridad de la vida colectiva. En el duelo formidable que necesariamente se empeñaría, no es fácil prever a cuál de los dos principios combatientes le to­caría sucumbir.



La armonía de las relaciones económicas entre el individuo y la sociedad podrá ser natural y espontánea sólo cuando to­das las mujeres serán consideradas como posibles amigas y to­dos los niños como posibles hijos.



La expresión “amor libre” que aquí he usado no es muy conveniente, porque con las mismas palabras se designa a me­nudo otra cosa, y porque libre se puede decir que es el adjetivo necesario y siempre incluido en el concepto de amor. Es útil encontrar una expresión adaptada a aquel modo de relaciones afectivas que he indicado; es útil por brevedad de lenguaje y para claridad de ideas. Excluido el término de “unión libre”, que significa otra forma de familia; excluido el término poliandria poligámica, que puede ser simplemente un matri­monio de cuatro y una familia más numerosa, quedan los tér­minos de “matrimonio complejo”, ya usado en Oneida y el de “maridaje comunal”, usado por L. H. Morgan y Pedro Kropotkin. Yo preferiría sin embargo la expresión “abrazo anarquista”, o mejor la de “beso amorfista”, que me parece significa más claramente la negación de toda forma doméstica en las relaciones sexuales.



Me place poder añadir que la iniciativa del caso amorfista relatado en este folleto ha sido recientemente imitado por otra mujer valerosa. Este segundo caso es aún más significativo que el primero, porque la heroína hace apenas dos años que salió de las incultas clases agrícolas de Italia y estaba ligada por die­ciocho años de vida matrimonial y una corona de cinco hijos. Sin embargo, ella también ha sentido surgir un nuevo afecto al lado del afecto antiguo; y noblemente lo ha manifestado al padre de sus hijos, y ha sido tan afectuosamente elocuente en expre­sar la necesidad de procurar el triunfo de nuestras ideas ame­nazadas por el principio de familia, que su compañero apuró heroicamente el amargo cáliz, y, en un encuentro de ayer por la tarde, nos ha dado él mismo la noticia de la lealtad que ha demostrado.



Es otro paso seguro que la colonia Cecilia ha dado, sobre los prejuicios, hacia su sonriente porvenir.

UNA EXPERIENCIA EN CAMARADERÍA AMOROSA x Grupo Atlantis

Extractos de dos cartas que habrían sido enviadas a E. Armand desde las afueras de París en junio de 1924 y publicadas en L’en dehors, números 44 y 83. Una de ellas estaba firmada por “una compañera del Grupo ‘Atlantis’”. Acerca de este miste­rioso grupo, cuya denominación aparece entrecomillada en el libro La camaradería amorosa, Armand sólo dice: “Razones sobre las que no nos es dable extendernos hacen que esta agru­pación, cuya actividad es clandestina, esté obligada para sub­sistir a mantener el más estricto incógnito”.


29 de Junio de 1924. Carta a E. Armand:



“Cierta estoy que has de leer con interés la narración de una partida de campo organizada por nuestro grupo ‘Atlantis’. Para ello nos habíamos inspirado en ciertas ideas de tu gusto, al menos así lo creo. Ha sido una de nuestras salidas que mejor acierto han tenido.



“Se había convenido que los que en ella participaran se des­pojarían de sus ropas una vez llegados al lugar de la cita. La ropa para nosotros es un símbolo de virtud, como ya tú sabes. Así, como dice Fritz Oerter en Nacktheit und Anarchismus (Desnudez y anarquismo), “el hombre absoluto es el hombre desnudo, sin vestido ni envoltorio, sin ‘aderezo’, para decir mejor, y también sin prejuicios y exento de esmeros artificia­les”. Fuera de eso, qué consuelo pasearse, correr o quedar ex­tendidos, desnudos, en pleno sol, los cuerpos acariciados por la brisa estival, cinco leguas distantes de toda civilización... Imagínate un cielo azul; el bosque, legua y media, extenso poco más o menos, y alrededor del claro en que estábamos reunidos, la espesura, árboles y más árboles. ¡Qué fascinación!



“Acordamos que ninguno de los de la partida se sintiera privado de comida. Nuestro egoísmo individualista no hubiera tolerado que en este día hubiera habido más o menos favoreci­dos con relación al alimento. Hemos puesto así completamen­te en común cuanta comida y bebida hemos llevado...



“Nos las arreglamos también porque durante este hermoso día hubiera recreaciones para todos los temperamentos, para todas las edades, para todas las actitudes. Tuvimos música, canto y baile, y el eco de nuestros instrumentos y de nuestros cantos nos acariciaba deliciosamente. Camaradas expertos en la materia habían organizado juegos que requieren agilidad y vigor; otros, únicamente soltura de las facultades cerebrales.



Allí había para todos los gustos y cada cual encontró según su agrado. Algunos compañeros volvieron de una pequeña excur­sión a un bosque vecino, trayéndonos toda clase de notas sobre las avispas, los avisperos, su miel, etc., afirmando que cier­tas de sus observaciones eran inéditas. Yo soy poco competen­te en esta materia para emitir una apreciación.



“También quisimos que durante esta partida nadie que qui­siera pudiera encontrarse sin afección. Y se convino asimis­mo -en honor a la variedad- que, hasta el otro día por la mañana, todos los participantes escogieran un compañero o compañera que no fuera el habitual, una vez llegados al lugar de la reunión. Aquellos que no pudieran elegir, se echarían a suertes. Naturalmente, se tomó de antemano la precaución de que hubiera un número igual de compañeras que de com­pañeros, pudiendo así formar los grupos de afinidad que se quería. Pues bien: de treinta y nueve parejas de todas las eda­des, veintidós echaron a suertes, queriendo mostrar con ello, creo yo, que lo que les importaba era la realización de la idea de que ninguno de los participantes se encontrase en este día privado de afección.



“En cuanto a los niños, se pensó igualmente con anteriori­dad que quedarían en compañía de quien les agradase; escoge­rían los juegos que más les gustasen, y se recrearían a su mane­ra, sin tener que temer las advertencias de “no sean malos” o “esténse quietos”. Ni siquiera uno faltaba a la vuelta del otro día por la mañana.



“Estamos completamente de acuerdo contigo de que la ex­tensión y la abundancia de la camaradería amorosa es un fac­tor de compañerismo más efectivo, más productivo, más general. A pesar de las numerosas dificultades a las que hemos de­bido hacer cara a lo largo de estos últimos años, tenemos dia­riamente la prueba de que esto es verdad.



“Desde hace dos años hemos añadido al cambio de los com­pañeros y compañeras el de los niños, porque creemos que, al vivir juntos bajo un mismo techo, sin cambiar de aire (en lo moral y sexual), las facultades de iniciativa, de observación, de diferenciación de los temperamentos individuales se atrofian, se enmohecen, se embotan. Hay ventaja en el cambio de medio familiar para los chicos y los camaradas; se ve mejor nuestro yo, se cesa de reflejar e imitar servilmente a aquellos con quie­nes se vive.



“He aquí cómo procedemos. Entre camaradas seguros unos de otros, se da a conocer que determinada compañera, compa­ñero o chico desearían cambiar de conjunto por un mes, dos, tres meses, a veces más. Los cambios se establecen. Ana va a casa de Pedro con sus hijos haciéndose compañera de él por un cierto tiempo, en tanto que Jacinta se va a casa de Pablo, com­pañero habitual de Ana, con sus hijos igualmente, siendo su compañera durante todo el tiempo en que Ana permanece en casa de Pedro. Los chicos de Simón van por seis meses a casa de Manuel y los chicos de éste, a cambio, van seis meses a casa de Simón... Últimamente una compañera, Lucía, ha pasado todo el verano en casa de uno de nuestros buenos amigos, a unos setecientos kilómetros de aquí. Jamás se habían visto y para que ella fuera reemplazada, las dos hermanas de él vinieron a cohabitar con el camarada de quien L... se separaba durante una temporada. Tanto unos como otros se dijeron “encanta­dos”, y esto es lo principal. Estoy segura que, generalizando este método, llegaríamos a una camaradería práctica entera­mente diferente de la forma de enlace caprichosa o exclusiva que en Occidente se decora con el nombre de “camaradería”.



“¡Y qué alegría cuando nos viene la noticia de la llegada de una amiga o amigo en tránsito! Un mes, o quince días antes, cada uno o cada una se regocija pensando en el nuevo amante que va a caerle en suerte por un día, por algunos días quizá, pues la hospitalidad que ofrecemos no se limita a comer, beber o dormir. Nosotros practicamos vis a vis unos de otros una camaradería que nada tiene en común con esa camaradería escogida, mezquina, exclusiva, caprichosa, que es la camara­dería occidental. Nuestra camaradería ignora los límites, como también ignora las conveniencias y el pudor. Cuando el amigo o la amiga llega ¡con qué impaciencia nos inquirimos de las cosas y objetos diferentes que puedan faltar al medio o familia de donde él o ella proviene! Siempre hay entre nosotros un producto del que tenemos de sobra para canjear por otro que nos falta o del que no tenemos bastante, pero que ese grupo o familia posee en abundancia. Y si no hay medio de trocar, enviamos no obstante el producto que a ellos les falta y que noso­tros tenemos en demasía. Nos satisface solamente el placer, la alegría que causamos a estos camaradas lejanos... ¿Acaso no actúan ellos de la misma forma con nosotros cuando se presen­ta la ocasión?”

EL AMOR ENTRE ANARCOINDIVIDUALISTAS x Emile Armand


Antes de exponer el punto de vista individualista-anarquista frente a la cuestión “sexual”, es necesario ponerse de acuerdo sobre la expresión libertad. Se sabe que la libertad no podría ser un fin, ya que no hay libertad absoluta; como tampoco hay ver­dad general, prácticamente hablando; no existen sino libertades particulares, individuales. No es posible escapar a ciertas con­tingencias. No se puede ser libre, por ejemplo, de no respirar, de no asimilarse y desasimilarse... La Libertad, como la Verdad, la Pureza, la Bondad, la Igualdad, etc., no es más que una abstrac­ción. Luego, una abstracción no puede ser un objetivo.



Considerada, al contrario, desde un punto de vista particu­lar, dejando de ser una abstracción, tornándose una vía, un medio, la libertad se comprende.



En este sentido, se reclama la libertad de pensar, es decir, de poder, sin ningún obstáculo exterior, expresar de palabra o por escrito los pensamientos de la forma que se presenten ante el espíritu.



Vida intelectual, vida artística, vida económica, vida sexual: los individualistas reclaman para ellas la libertad de manifes­tarse plenamente, según los individuos, a tenor de la libertad de los individuos, fuera de las concepciones legalistas y de los prejuicios de orden religioso o civil. Reclaman para ellas, con­sideradas cual inmensos ríos, por donde se vierte la actividad humana, que puedan resbalar sin ningún obstáculo; sin que las esclusas del “moralismo” y del tradicionalismo atormenten o enloden su caudal. Mejor que éstos son las libertades con sus errores impetuosos, con sus nerviosos sobresaltos, con sus impulsivos malos efectos de retroceso. Entre la vida al aire li­bre y la vida de bodega, elegimos la vida al aire libre.



Los individualistas han rendido un merecido servicio a los que quieren conquistar la libre discusión de las cuestiones sexua­les, extendiendo las nociones de libertad sexual y de amor libre, sin que por ello creyeran haber descubierto el amor libre: desde tiempos inmemoriales, el coito ha sido practicado extramoralmente y extralegalmente; hubo esposas que tuvie­ron amantes y maridos que tuvieron queridas.



Los individualistas no quieren codificar el amor en un sen­tido o en otro. Tratan la cuestión sexual como un capítulo de historia natural. Después de haber demostrado que el amor era tan analizable como cualquier otra facultad humana, reivindi­can para cada uno la absoluta facultad de adherirse a la ten­dencia amorosa que pueda responder mejor a su temperamen­to, favorecer su desarrollo y corresponder a sus aspiraciones.



Así, pues, los constituyentes de una pareja dada pueden permanecer unidos toda su vida a la costumbre monógama, como una puede practicar la unicidad y la otra la pluralidad. Puede suceder que, después de cierto tiempo, la unidad en amor aparezca preferible a la pluralidad, y viceversa. La existencia de experiencias amorosas simultáneas puede comprenderse tan­to mejor cuanto que de experiencia a experiencia los grados de sensación morales, afectivas o voluptuosas, varían a veces has­ta el punto en que puede deducirse que ninguna se parece a las que la precedieron o se siguen paralelamente. Son solamente cuestiones individuales, y nada más. Tal es el punto de vista individualista.



El amor libre comprende -y la libertad sexual implica- una serie de variedades adaptables a los diversos temperamentos amorosos o afectivos: constantes, volátiles, tiernos, apasiona­dos, voluptuosos, etc. Y reviste una multitud de formas, va­riando desde la monogamia simple a la pluralidad simultánea: parejas pasajeras o duraderas; hogares de más de dos, poligínicos-poliándricos; uniones únicas o plurales, ignorando la cohabitación; afecciones centrales basadas sobre afinidades de orden más bien sentimental o intelectual, en torno de las cuales gravitan amistades, relaciones de un carácter más sen­sual, más voluptuoso, más caprichoso; no miran los grados de parentesco y admiten muy bien que un lazo sexual pueda unir también parientes muy cercanos; lo que importa es que cada cual encuentre en ello su parte; y, como la voluptuosidad y la ternura son aspectos de la alegría del vivir, que todos vivan con plenitud su vida sexual o sentimental, haciendo dichoso a otro en torno suyo. El individualista no desea otra cosa.



Hay gente que no acierta a comprender cómo un hombre llegado a edad madura pueda enamorarse de una joven. O, recíprocamente, que una joven pueda enamorarse de un hom­bre llegado al otoño de su vida. Es un prejuicio. Hay años en los que el otoño es tan bello que hace reflorecer los árboles. Así es también con ciertos seres humanos, que poseen un tempera­mento amoroso hasta la penúltima aurora de su existencia, la cual no cede a su primera juventud ni la espontaneidad ni la frescura. Un ser llegado a su otoño puede poseer dones natura­les que engendren la seducción; por ejemplo, ser atrayente de­bido a un pasado aventurero y fuera de lo ordinario.



Los que han experimentado y sentido mucho en el dominio de la sensualidad sexual están, indudablemente, más califica­dos para iniciar a los jóvenes porque, generalmente, proceden con una delicadeza y una suavidad que ignora la fogosidad de la adolescencia.



Por otra parte, las necesidades sexuales son más imperiosas en ciertos períodos de la vida individual que en otros: existen estadios de la existencia personal durante los cuales la ternura y el arraigo son de un más alto valor que el de la pura satisfac­ción sensual. La observación de todos estos matices es la que constituye el amor libre aplicado, la práctica de la libertad sexual. Como todas las fases de la vida individualista, el amor libre, la libertad sexual, son una experiencia de la que cada uno extrae las conclusiones que mejor convienen a su propia emancipación.



No he llegado a las ideas que expongo sin haber reflexiona­do larga y profundamente. Ni la pareja ni la familia me pare­cen aptos, bien convencido estoy, para desarrollar la concep­ción anarquista de la vida. La familia es un Estado en pequeño hasta cuando los padres son anarquistas; con mucha más ra­zón cuando no lo es más que uno de ellos, y cuando los chicos se ven sometidos a un contrato muy parecido al social, un con-trato impuesto. No niego que la cuestión es ardua y delicada en exceso; pero admitidas las mejores condiciones, la convi­vencia constante en un mismo medio familiar crea en la criatu­ra una disposición de hábito, una adquisición de costumbres, la práctica de una cierta rutina ética cuyos residuos conserva por mucho tiempo y que salen al paso de su formación autóno­ma. Bien raro es el medio familiar en que al niño no se lo haga doblegarse a la mentalidad media, o hacer como que se doblega, que es aún peor.



Lo mismo ocurre con la pareja que ignora “los amores late­rales”, cuyos constituyentes terminan por compenetrarse en la manera de ver las cosas, de sentir, hasta en las manías de uno y otro. Aquí su individualidad desaparece, su personalidad se anonada, se quedan sin iniciativa propia.



Yo no niego -nadie ha habido que lo niegue- que la monogamia no convenga a ciertos -pongamos muchos- tem­peramentos. Mas basándome en el estudio profundo que de estas cuestiones tengo hecho, me reservo proclamar que la monogamia o la monoandria empobrecen la personalidad sen­timental, estrechan el horizonte analítico y el campo de adqui­sición de la unidad humana.



Oigo decir que la monogamia es superior a otra forma cual­quiera de unión sexual. Diferente, sí; superior, no. La historia nos muestra que los pueblos no monógamos en nada ceden, en cuanto a literatura o ciencia se refiere, a los monógamos. Los griegos eran disolutos, incestuosos, homosexuales, enaltecían la cortesana. Veamos la obra artística y filosófica que realiza­ron. Comparemos la producción arquitectónica y científica de los árabes polígamos con la ignorancia y la tosquedad de los cristianos monógamos de la misma época.



Además, no es cierto como se presume que la monogamia o la monoandria sean naturales. Son artificiales, por el con­trario. En donde quiera que sea, si el arquismo no interviene (el arquismo, es decir, la ley y la policía) ni impone su severi­dad, hay impulso a la promiscuidad sexual. Representémonos las bacanales, saturnales, florales de la Antigüedad -fiestas carnavalescas medioevales, kermesses flamencas, clubs eróti­cos del siglo de los enciclopedistas-, verbenas contemporá­neas. Reacciones que pueden o no gustarme, pero reacciones al fin.



Los sentimientos se hallan sujetos a enfermedades, al igual que todas las facultades o funciones, lesionadas o desgastadas. La indigestión es una enfermedad de la función nutritiva, lle­vada al exceso. El cansancio es el “surmenage” producido por el ejercicio. La tisis pulmonar es la enfermedad del pulmón le­sionado. El sacrificio es la ampliación de la abnegación. El odio es, a menudo, una enfermedad del amor. Los celos, otra.



El nacionalismo, el chauvinismo o la patriotería, la belico­sidad, la explotación y la dominación se encuentran en ger­men en los celos, en el acopio, en el exclusivismo amoroso, en la fidelidad conyugal. La moralidad sexual aprovecha siem­pre a los partidos retrógrados, al conservadorismo social. Moralismo y autoritarismo están enlazados uno a otro como la hiedra al roble.



En una novela utópica de M. Georges Delbruck, En el país de la armonía, uno de los personajes, una mujer, define los celos en términos lapidarios: “Para el hombre, afirma ella, el don de la mujer implica la posesión de dicha mujer, el derecho de dominarla, de apalear su libertad, la monopolización de su amor, la interdicción de amar a otro; el amor sirve de pretexto al hombre para legitimar su necesidad de dominio; esta falta de concepción del amor está de tal forma anclada entre los civilizados que no dudan en pagar con su libertad la posibili­dad de destruir la libertad de la mujer que pretenden amar”. Este cuadro es exacto, pero se aplica tanto a la mujer como al hombre. Los celos de la mujer son tan monopolizadores como los del hombre.



El amor tal y como lo entienden los celosos es, por consi­guiente, una categoría del arquismo. Es una monopolización de los órganos sexuales, palpables, de la piel y del sentimiento de un humano en provecho de otro, exclusivamente. El estatis­mo es la monopolización de la vida y de la actividad de los habitantes de toda una comarca en provecho de los que la ad­ministran. El patriotismo es la monopolización en provecho de la existencia del Estado, de las fuerzas vivas humanas, de todo un conjunto territorial. El capitalismo es la monopolización a beneficio de un pequeño número de privilegiados, en cuya posesión se encuentran las máquinas y los géneros necesarios a la vida, de todas las energías y facultades productoras del resto de los hombres.



La monopolización estatista, religiosa, patriótica, capitalis­ta, etc., está en germen en los celos, pues es evidente que éstos han precedido las dominaciones política, religiosa, capitalista.



A los celosos convencidos que afirman que los celos son una función del amor, los individualistas recordarán que, en su sentido más elevado, el amor puede también consistir en que­rer, por encima de todo, la dicha de quien se ama, en querer hallar alegría en la realización al máximo de la personalidad del objeto amado. Este razonamiento, este pensamiento, en quienes lo alimentan, termina casi siempre por curar los “celos sentimentales”.



En amor, como en todo lo demás, sólo es la abundancia lo que aniquila los celos y la envidia. De la misma forma que la satisfacción intelectual se deriva de la abundancia cultural pues­ta a la disposición del individuo; del mismo modo que aplacar el hambre se deduce de la abundancia de alimento puesto a la disposición del individuo..., la eliminación de los celos depen­de de la “abundancia” sensual y sentimental que pueda reinar en el medio en donde el individuo se desenvuelve.



¿Y de qué forma se aderezará esta abundancia para que nadie sea dejado a un lado, puesto aparte, “sufra”, por así decirlo? He aquí la cuestión que ha de resolverse. En su Teoría Universal de la Asociación, Fourier lo tenía resuelto constitu­yendo el matrimonio de tal forma “que cada uno de los hom­bres pueda tener todas las mujeres y cada una de las mujeres todos los hombres”.



Ése es el remedio para los celos, el exclusivismo sentimental o la apropiación sexual, remedio que yo resumiré en esta fór­mula tomada a Platón: “Todos a todas, todas a todos”. ¿Podrá este remedio conciliarse con los principios del individualismo anarquista, convenir a individualistas?



Mi respuesta es que conviene ciertamente a los individualistas prestos, para tomar una expresión de Stirner, perder algo de su libertad para que se afirme su individualidad. ¿Qué persiguen asociándose, en el dominio sentimental sexual, un número dado de individualistas? ¿Será aumentar, mantener o reducir más y más el sufrimiento? Si lo que persiguen es este último fin, si es en la desaparición del sufrimiento donde se afirma su individuali­dad de asociados, en la esfera que nos ocupa, el amor perderá gradualmente su carácter pasional para llegar a ser una simple manifestación de compañerismo; el monopolio, la arbitrariedad, el reparo a darse desaparecerán cada día más, haciéndose cada vez más raros. Ésa es la camaradería amorosa.



¿Qué se entiende por camaradería amorosa? Una concep­ción de asociación voluntaria englobando las manifestaciones amorosas, los gestos pasionales o voluptuosos. Es una comprensión más completa del compañerismo que la sola camara­dería intelectual o económica. Nosotros no decimos que la camaradería amorosa es una forma más elevada, más noble, más pura; decimos simplemente que es una forma más com­pleta de compañerismo. Toda camaradería que comprende tres, dígase lo que se quiera, es más completa que la que sólo com­prende dos.



Practicar la camaradería amorosa quiere decir para mí ser un camarada más íntimo, más completo, más próximo. Y por el mero hecho de estar ligado por la práctica de la camaradería amorosa con el que es tu compañero, tu compañera, tú serás para mí -su compañera o su compañero- una o un camarada más cercano, más alter ego, más querido. Entiendo, además, que esto significa servirme de la atracción sexual como de una palanca de compañerismo más amplia, más acentuada. Tam­poco he dicho nunca que esta ética estuviese al alcance de to­das las mentalidades.



Se nos dice que es necesario indicar a qué puerto ha de ir a parar el individuo que se lanza al océano de la diversidad de las formas de vida sentimental o sexual; el medio anarquista individualista al que yo pertenezco sustenta otro punto de vis­ta. Pensamos nosotros que es a posteriori y no a priori, según la experiencia, la comparación, el examen personal, que el individualista debe decidirse por una forma de vida sexual antes que por otra. Nuestra iniciativa y criterio existen para que nos sirvamos de ellos sin dejarnos disminuir por la diversidad o pluralidad de las experiencias. La tentativa, el ensayo, la aventura no nos da miedo. Embarcarse lleva consigo riesgos que conviene calcular; hay que mirar bien de frente antes de tomar el barco. Una vez sobre el mar, ya veremos bien por dónde empuja el viento; lo esencial es que fijemos los ojos en la brújula a fin de quedar con la completa lucidez, aptos siem­pre a “faire le point”. Calcular dónde estamos. Consideramos la vida como una experiencia, y la experiencia por la expe­riencia queremos.

EL MARIDO Y EL AMANTE x Roberto de las Carreras


Roberto de las Carreras (1873-1963), dandy, polemista, pro­vocador uruguayo, hijo de Ernesto de las Carreras y de Clara García de Zúñiga, fue amigo de Julio Herrera y Reissig, quien compartió muchas de sus ideas y aventuras. Entre sus libros y folletos se cuentan Al lector, Sueño de Oriente, La tragedia del Prado, La crisis del matrimonio, Oración pagana, Psalmo a Venus Cavalieri. Estos fragmentos corresponden a Amor li­bre: interviews voluptuosos con Roberto de las Carreras, cuya primera parte se publicó en La Rebelión el 25 de agosto de 1902.

Subyugué durante cuatro largos años a una mujer nerviosa­mente apasionada, un filtro mágico de corrosiva lujuria, una cantárida humana, una berberisca de mis sueños de harén: exo­tismo viviente en este país en que las mujeres son pacíficas y se destacan por un aire doméstico, por una expresión desespe­rante de monótona tontería. ¡Ella parece más bien una hija abrasada de los fúlgidos arenales, con sangre de pantera, exa­cerbados los sentidos por las llamas del Simún!



¡Conservar una mujer encendida durante cuatro años es un prodigio que no puede comprenderse entre nosotros!



Cierto, no han de enorgullecerse de él los inocentes mari­dos, para los cuales la luna de miel dura apenas lo que una luna: cuatro semanas; que confunden con ingenuidad nimbada la fidelidad que sus mujeres guardan a la Opinión Pública o al Deber, con una fidelidad de amor por su zafia, palurda y caricaturesca persona.



Los burgueses están extraviados. El Amor no es la Virtud. El Amor muere joven. Es una fatalidad de la Naturaleza. El ideal de Amor debe integrarse con un sinnúmero de mujeres. Querer obtenerlo de una mujer única es como pretender crear una ópera con una sola nota del pentagrama o escribir un libro con una sola letra del alfabeto. Dicen los griegos, esos maes­tros reconocidos en Belleza, en Filosofía, en Arte, y en Amor, que pretender ser amado exclusivamente es una locura de mor­tales. ¡Sería curioso que el Amor, cuyas alas frágiles se han es­currido entre los dedos de los semidioses; de Cátulo, de Musset, de Horacio, de lord Byron, se encontrara prisionero en los ho­gares montevideanos junto a la cocina y al retrete!



Todas las cobardías, todos los crímenes del Matrimonio se deben a que el hombre se considera dueño de la mujer. Cuando reconozca su independencia, las prerrogativas inviolables de su corazón y de su sexo, no será ya rencorosamente arrebatado por los mil espectros lívidos de la Venganza. La fatal veleidad no le parecerá un robo depravado, un inicuo desconocimiento de los derechos sensuales de que se considera investido. No verá en ella el desacato irritante, el golpe de audacia de la es­clava que provocó sus empujes de macho dominador, sino la despedida de un ser igual que se aleja...



Se niega a la mujer la propiedad de su cuerpo. No puede hacer uso de él más que para el Marido. Si dispone, por un derecho elemental, de su don de vida en beneficio del amante, arrastrada irresistiblemente por la Afinidad Electiva, soberana dispensadora del bien de Amor, cínico criminal al que no se escuchan atenuantes, su dueño la degüella. Alevosía, premeditación, ensañamientos, todos los nubarrones lúgubres del cri­men, están permitidos al pater familias, al déspota romano, para vengar su impotencia, su despecho, su atávico prejuicio. ¡La Ley le entrega su cuchilla!



¡Código de tiranía que te ensañas con el débil! ¡Leyes de­pravadas dictadas por el Antropoide!



¡Dumas, en plena cátedra del teatro, sentencia, dogmáti­camente, que a la adúltera, a la mujer autónoma, se la debe matar!



¡Burgués, tú habrías asesinado al pueblo en la Comuna!



La aberración entra por mucho. Un hombre enérgico me decía, refiriendo el caso de un marido que, al encontrar a su mujer in fraganti, la había arrojado por el balcón: ¡Es el único medio de contener a la mujer!



El hombre que así hablaba era mi padre. Yo sentí protestar en mí, desde entonces, el alma de mi madre que me inspira, de la mujer de pasión y de aventura, de la desvanecida soñadora que la educación burguesa me enseñaba a odiar. Al defender al sexo siento que la defiendo. ¡Mi esfuerzo libertario es un tribu­to altivo y vengador a sus dolores de Amorosa!



La Injusticia para con la mujer aparece siniestramente gra­bada, como una inapelable condena dantesca, en el frontispi­cio de los siglos, en las Tablas de la Ley.



Desde el comenzar del mundo un sexo indómito, feudal, inquisidor, prepotente, inmola en nombre de su fuerza, de su amor a la sangre, de su tenebrosa vanidad: estúpido tirano que exige a la mujer lo que no puede concederle su arcilla ideal. Otro, indefenso, paria, se refugia astutamente en la mentira, fuerza del esclavo. Sofocado, brutalmente desviado, abre sigilosamente con las armas de la Hipocresía el cauce inevitable de sus olímpicas sensaciones...



No nos asombremos de que las mujeres libres todavía enga­ñen. ¡Es la herencia de sus abuelas oprimidas!



Era el principio de los siglos... Extendida en el frío lecho de la Esposa, hollado su derecho de amar, sujeta a la impostura ignominiosa del Deber, a la opresión artera de la Virtud, la Esclava del Hombre, esperaba...



Entonces, frente al Marido, adusto conservador, ornada la frente por la diadema de un invencible prestigio, se irguió el Amante, símbolo de las caricias, tierra prometida de la Sensualidad. Lucifer olímpico, hijo de la Belleza, extendió a la carne torturada de la Mujer sus brazos de redentor. Fue Paris, fue el trovador florido, bohemio sentimental que mariposeaba alre­dedor de las ceñudas torres, prisión de la Castellana. Fue Macías, colgado de una almena. Fue Abelardo, mutilado, arran­cando a las fibras de Eloísa, la sublime encendida, un grito anárquico de rebelión amorosa que desarraigó la Edad Media.



Ella, la Querida, se incorporó llamada por la sirena del Deseo. Entregó la boca... Heroína de su ternura, desafió a su señor. Se ofreció a la muerte. Selló el Amor Libre con la sangre de su Calvario sensual, y se llamó Francesca: pagana enardeci­da que abandonó, sonriendo, las delicias cristianas de la Resu­rrección en los nimbos azulados, para enroscarse, convulsa, al cuerpo de su Paolo. ¡Estrella relampagueante de los círculos tenebrosos, rival vencedora de Beatriz en la epopeya apocalíptica del genio místico a quien donó la Gloria! ¡Luz del Infierno que hace palidecer el Paraíso!



La lucha del Marido y del Amante no ha cesado jamás. Enemigos infatigables, dejan en la historia de la mujer un ras­tro de sangre y de odio que se prolonga a través de los siglos...



¡Si el Marido fue ayudado por la Religión, el Amante ha tenido de su parte el genio oculto del paganismo que no pudo morir y que convirtió la concupiscencia grosera de la Escritura en el divino pecado de los poetas! ¡El porvenir es del Amante, que triunfará con la Anarquía!



– El marido es un atavismo...



En nada se revela el hombre tan irreconciliablemente primi­tivo como en los celos... El enemigo de la mujer es el Antropoi­de. ¡Nosotros, los feministas, debemos apuñalar al monstruo interior, al Mâle Originel!



– ¡La Anarquía sin amor libre no es Anarquía! ¡Hay que pensar en el Amor con más fuerza que en la cuestión económi­ca! Tiempo tenemos de ocuparnos de la raquítica tierra. Acu­damos a lo que más urge...



¡La Naturaleza es variable, caprichosa, mujer! El Amor vive de deseos y muere de saciedad, dice la gran sentencia. La mujer es fatalmente voluble como el hombre. Es hija del hombre. ¡El Amor no perdona a sus elegidos!



Optemos: la mujer inerte, la montevideana sin alma, sin cuerpo, sin virtud siquiera dentro del mismo punto de vista convencional; sin abnegación, que nada hace vibrar, que pre­sencia, impasible, instalada en un palco, los más grandes so­llozos que atraviesan la historia afectiva de la humanidad y que revientan en la música; que mira sin comprender todos los torcedores, todas las angustias dramáticas del corazón es­trujado; que no siente a Manón, que no comprende a Fausto, que denomina la pasión: cosas de los libros; que se vende es­túpidamente contenta, prostituta a plazo largo, como diría Tolstoi, a la codicia de un burgués, con el cual sostiene una amistad de lecho imperturbable; que se apareja por una iner­cia del instinto, hembra salvaje, reproductora inconsciente, cuya cohabitación, como diría Nordau, no será nunca un epi­sodio en el proceso vital de la humanidad; o bien, la amante y todas sus torturas.



Nosotros, los que hemos sido cien veces crucificados, martirizados, destrozados, no vacilamos. No damos nuestra quemante angustia por la plétora de satisfacción de los bur­gueses; no damos el tósigo de las traiciones que nos corroen, por la fidelidad jurídica de sus marmotas conyugales.



Día vendrá en que, domado el atavismo sentimental, las mujeres puedan ser libres sin que nosotros seamos infelices. La Anarquía nos hará griegos... Safo, Aspasia, Bylitis, renacerán para nosotros en la Ciudad Futura.



Arrancados de la educación cristiana, nos acostumbrare­mos a mirar en el amor una cosa fugaz, como todo lo que vive.



Nuevos moldes, nuevas armonías, nuevos entrelazamientos, nuevas formas busca con turbulento afán el genio afiebrado de la Naturaleza en los anhelos de Hombre y de la Mujer por la sensación intensa que agota la repetición del mismo beso, el frotamiento de la misma sensualidad.



Que la Vida, poema de palpitación y de fuerza, no nazca pobremente de la inercia del contacto matrimonial, amanerada, trivial, burguesa, artificial casi, denigrada, marcada en la fren­te por el bostezo sacrílego que la engendró en los hastíos. ¡Que surja estremecida, eléctrica -desgarrón de la carne-, de la vi­bración extrema de los abrazos tempestuosos, de la fecunda­ción inspirada, violenta, del rayo del espermatozoide precipi­tado con vértigo!



¡El Amor Libre es un canto a la Especie!



Cuando la libertaria desplegó ante el público, con arrogan­cia inaudita, su veleidad caprichosa, los sórdidos burgueses lanzaron un grito de triunfo. Sonrisas de feliz ironía florecie­ron en todos los labios. ¡Me creyeron vendido, pisoteado por mi heroína que los vengaba, inocua ilusión!



Yo dije a la volcánica Favorita, en el albor de nuestras cari­cias, que sólo aceptaba en sus abrazos la más espontánea co­munión del sexo; que su menor sacrificio en aras de la fideli­dad ofendería en mí al orgulloso, al anárquico. Le sugerí con imperio que se rindiese a su naturaleza, a la Naturaleza. ¡En mis brazos, en brazos de otro, no ha cesado un momento de ser mi bandera!

NO OS CASÉIS x Pepita Guerra


Extractado del artículo “¿Amemos? no. ¡Luchemos!” de La Voz de la Mujer Nº 2, enero 31 de 1896, Buenos Aires, repro­ducido por la Universidad Nacional de Quilmes, 1997. Este periódico, cuya publicación se extendió por nueve números entre 1896/97, fue vocero del feminismo anarquista.

¡Jóvenes, niñas, mujeres en general, de la presente sociedad!



Si no queréis convertiros en prostitutas, en esclavas sin vo­luntad de pensar ni sentir, ¡no os caséis!



Vosotras, las mujeres, ¿qué somos? (sic) ¡Algo! ¿Qué se nos considera? ¡Nada!



Vosotras, las que pensáis encontrar amor y ternezas en el hogar, sabed que no encontraréis otra cosa que un amo, un señor, un rey, un tirano.



El amor no puede ser eterno ni inmutable y fijo; luego si éste tiene un término, ¿qué queda en esa impía institución que dura lo que la vida? ¿Qué quedará, cuando el amor termine, de vuestro matrimonio? Fastidio, tedio, ir como es natural hacia la prostitución.



Sí, la ley natural nos impele a amar continuamente; no nos impele igualmente a amar el mismo objeto, no. Y entonces, ¿por qué permanecer sujetas a tal o cual hombre para toda nuestra vida?



Miles de casos se ven en que una infeliz mujer huye del hogar marital, no quiero saber por qué causa, sea ella cual­quiera; el caso es que el marido acude a la autoridad y ésta obliga a la esposa a ir nuevamente al lado del hombre a quien detesta y odia. ¡Más no hiciera un pastor con una oveja o una cabra!



Yo no digo que en la presente sociedad pueda una mujer tener el grado de libertad que anhelamos, pero sí que en nues­tra futura y próxima sociedad, donde nada faltará a nadie, donde nadie padecerá hambre ni miseria, allí sí que querremos el amor libre completamente.



Es decir que la unión termine cuando termine el amor, y que si yo, porque la gana me da, no quiero estar sujeta a ningún hombre, no se me desprecie, porque cumpliendo y satisfa­ciendo la ley natural y un deseo propio tenga un amante y críe dos, cuatro o los hijos que quiera.



En la sociedad presente no lo hago, porque como yo no quiero ser la fregona de ningún hombre y no siendo suficiente mi salario para mantenerme a mí, menos a mis hijos, pues yo creo que si los tuviera, me vería obligada por huir de ser la hembra de uno o ser la de diez más.



Por otra parte, no creáis que la crítica me importe; yo no soy de aquellas que tienen la desvergüenza de querer tener vergüenza.



Es por eso que yo no pienso jamás enlazarme con nadie, ni tampoco (si llega el caso), ahogar en mis entrañas para conser­var la negra honrilla al fruto de mi amor o momentánea unión; quede eso para “la distinguida” niña fulanita que va (en tiem­po de invierno) a reponer su apreciable salud a la estancia de tal o cual, y que a los pocos meses ¡oh prodigio! vuelve sana y desembarazada de la pícara enfermedad que la aquejaba.



Es por esto, queridas compañeras, que yo digo y pienso que a los falsos anarquistas que critican la iniciativa vuestra de pro­clamar el amor libre, quisiera tenerlos a mi lado para cuando, desgarradas las entrañas, estuviera próximo mi postrer aliento, para escupirles al rostro, envuelta en una baba sanguinolenta, esta frase: ¡maricas!



Sea lo que quiera.



Adelante con La Voz de la Mujer y con el amor libre.



¡Viva la Anarquía!

LA TRAMPA DE LA PROTECCIÓN x Emma Goldman


El matrimonio y el amor no tienen nada en común; están tan lejos entre sí como los dos polos y son, incluso, antagónicos. El matrimonio es ante todo un acuerdo económico, un seguro que sólo se diferencia de los seguros de vida corrientes en que es más vinculante y más riguroso. Los beneficios que se obtienen de él son insignificantes en comparación con lo que hay que pagar por ellos. Cuando se suscribe una póliza de seguros, se paga en dinero y se tiene siempre la libertad de interrumpir los pagos. En cambio, si la prima de una mujer es un marido, tiene que pagar por él con su nombre, su vida privada, el respeto hacia sí misma y su propia vida “hasta que la muerte los sepa­re”. Además, el seguro de matrimonio la condena a depender del marido de por vida, al parasitismo, a la completa inutilidad, tanto desde el punto de vista individual como social. También el hombre paga su tributo, pero como su esfera de vida es mucho más amplia, el matrimonio no lo limita tanto como a la mujer. Las cadenas del marido son más bien económicas.

Vivimos en una época de pragmatismos. Ya no estamos en los tiempos en que Romeo y Julieta se arriesgaban a desafiar la ira de sus padres por amor, o en que Margarita se exponía a las habladurías de sus vecinos también por amor. La norma moral que se inculca a la joven no es preguntarse si el hombre ha despertado su amor, sino “cuánto gana”. El único dios y la única cosa importante de la vida pragmática norteamerica­na es: ¿Puede el hombre ganarse la vida? Eso es lo único que justifica el matrimonio. Poco a poco se van saturando con ello los pensamientos de la muchacha, que ya no sueña con besos y claros de luna, o con risas y lágrimas, sino con ir de compras y conseguir rebajas en las tiendas. Esa pobreza de alma y esa sordidez son los elementos inherentes a la institu­ción del matrimonio.

Esta institución convierte a la mujer en un parásito y la obliga a depender completamente de otra persona. La incapa­cita para la lucha por la vida, aniquila su conciencia social, paraliza su imaginación y le impone después graciosamente su protección, que es en realidad una trampa, una parodia del carácter humano. Si la maternidad es la mayor realización de la mujer, ¿qué otra protección necesita sino el amor y la liber­tad? El matrimonio profana, ultraja y corrompe esa realiza­ción. ¿Acaso no le dice a la mujer que solamente bajo su pro­tección podrá dar la vida? ¿No la pone en la picota y la degra­da y la avergüenza si se niega a comprar su derecho a la mater­nidad con su propia persona? ¿Acaso el matrimonio no sancio­na la maternidad, aunque se haya concebido con odio o por obligación? Y cuando la maternidad ha sido elegida, producto del amor, del éxtasis, de la pasión desafiante, ¿no se coloca una corona de espinas en una cabeza inocente, grabando en letras de sangre el odioso epíteto de “bastardo”?

Aun en el caso de que el matrimonio contuviera todas las virtudes que de él se afirman, sus crímenes contra la materni­dad lo excluirían para siempre del reino del amor. El amor, el elemento más fuerte y profundo de toda vida, presagio de es­peranzas, de alegría, de éxtasis; el amor que desafía a todas las leyes, a todas las convenciones; el amor, el más libre, el más poderoso modelador del destino humano, ¿cómo puede esa fuerza todopoderosa ser sinónimo del pobre engendro del Es­tado y de la Iglesia que es el matrimonio?

¿Amor libre? ¿Acaso el amor puede ser otra cosa más que libre? El hombre ha comprado cerebros, pero todos los millo­nes del mundo no han logrado comprar el amor. El hombre ha sometido los cuerpos, pero todo el poder de la tierra no ha sido capaz de someter al amor. El hombre ha conquistado naciones enteras, pero todos sus ejércitos no podrían conquistar al amor. El hombre ha encadenado y aprisionado el espíritu, pero no ha podido nada contra el amor. Encaramado en un trono, con todo el esplendor y pompa que pueda procurarle su oro, el hombre se siente pobre y desolado si el amor no se detiene a su puerta. Cuando existe amor, la cabaña más pobre se llena de calor, de vida y de alegría; el amor tiene el poder mágico de convertir a un pordiosero en un rey. Sí, el amor es libre y no puede medrar en ningún otro ambiente. En libertad, se entrega sin reservas, con abundancia, completamente. Todas las leyes y decretos, todos los tribunales del mundo no podrán arran­carlo del suelo en el que haya echado raíces. El amor no nece­sita protección porque él se protege a sí mismo.

Mientras es el amor el que engendra a los hijos, no hay niños abandonados, hambrientos o carentes de afecto. Conoz­co a mujeres que fueron madres en libertad con el hombre al que amaban. Pocos hijos han disfrutado dentro del matrimo­nio del cuidado, protección y devoción que la maternidad libre es capaz de depararles. Los defensores de la autoridad temen la maternidad libre por miedo a que se les desposea de su presa. ¿Quién lucharía entonces en las guerras? ¿Quién haría de car­celero o policía si las mujeres se negaran a dar a luz indiscriminadamente? “¡La raza, la raza!”, gritan el rey, el pre­sidente, el capitalista, el sacerdote. Hay que salvar a la raza, aunque la mujer sea degradada al papel de pura máquina, y la institución del matrimonio es la única válvula de seguridad contra el peligroso despertar sexual de la mujer.

Pero son inútiles estos esfuerzos desesperados por mante­ner un estado de esclavitud. Son inútiles también los edictos de la Iglesia, los fieros ataques de los dictadores, e incluso el bra­zo de la ley. La mujer no quiere seguir siendo la productora de una raza de seres humanos enfermos, débiles, decrépitos y mi­serables, que no tienen ni la fuerza ni el valor moral de sacudirse el yugo de su pobreza y de su esclavitud. En lugar de ello, desea menos hijos y mejores, engendrados y criados con amor y por libre elección, y no por obligación como en el matrimonio.

Nuestros pseudomoralistas tienen que aprender el profun­do sentido de responsabilidad para con el niño que el amor en libertad despierta en el pecho de la mujer. Ésta preferiría re­nunciar para siempre a la maternidad antes que dar la vida en una atmósfera donde sólo se respira la destrucción y la muerte. Y, si se convierte en madre, es para dar al niño lo mejor y lo más profundo de su ser. Su lema es desarrollarse con el niño, y sabe que sólo de esa manera podrán formarse los verdaderos hombres y las verdaderas mujeres.

En realidad, en nuestro actual estado de pigmeos, el amor es algo desconocido para la mayoría de la gente. No se le comprende, se lo esquiva y muy raras veces arraiga; y cuando lo hace, pronto se marchita y muere. Su fibra delicada no puede soportar la tensión y los esfuerzos del vivir cotidiano. Su alma es demasiado compleja para ajustarse a la viscosa textura de nuestra trama social. Llora, se lamenta y sufre con los que lo necesitan y, sin embargo, carecen de capacidad para elevarse a su altura.

Algún día, los hombres y las mujeres se elevarán y alcanza­rán la cumbre de las montañas; se encontrarán grandes, fuer­tes y libres, dispuestos a recibir, a compartir y a calentarse en los dorados rayos del amor. ¿Qué imaginación, qué fantasía, qué genio poético puede prever, aunque sea aproximadamen­te, las posibilidades de esa fuerza en las vidas de los hombres y las mujeres? Si en el mundo tiene que existir alguna vez la ver­dadera compañía y la unidad, el padre será el amor y no el matrimonio.

MATERNIDAD LIBRE x Paul Robin


Paul Robin (1837-1912) fue uno de los fundadores de la mo­derna pedagogía francesa. Excluido de la Primera Internacio­nal por su apoyo a Bakunin, vivió exiliado en Suiza y Gran Bretaña. En Francia fundó y dirigió el Orfanato de Prévost, en Oise, en el cual 600 niños recibieron una educación libertaria entre 1880 y 1894. El presente artículo, bajo el título original de “Amor y maternidad libres”, fue publicado en La Protesta del 11 de abril de 1906, Buenos Aires.

E1 matrimonio se ha practicado en todas partes y siempre en condiciones absurdas, odiosas y opresivas, y ha tenido como lógica consecuencia, en la inmensa mayoría de casos, el true­que de las naturales y espontáneas alegrías del amor en durísi­ma esclavitud doble y recíproca. El hecho -aunque velado por las preocupaciones religiosas y legales y disimulado por el arte del fingimiento- ha sido patente y muchos pensadores se han dedicado a su estudio sin resultado positivo inmediato, hasta que por último se ha venido a parar a la única solución radical y eficaz: la libertad del amor.

Entre las obras en que se ha sostenido esta tesis, me com­plazco en citar en primer término el notabilísimo libro Ele­mentos de ciencia social, de un médico inglés, publicado en 1854 y traducido a varios idiomas, uno de cuyos capítulos se titula audazmente “La pobreza, su única causa, su único reme­dio”. La causa, según el autor, es el matrimonio; el remedio es... el amor estéril (el autor emplea una expresión más precisa que no me atrevo a reproducir). Este libro es voluminoso, com­pacto, atestado de hechos y de argumentos, y pertenece a la clase de los que no leen las gentes superficiales.

Otros han abordado una sola parte del problema, comba­tiendo el matrimonio legal, y reemplazándolo por la unión li­bre, especie de matrimonio que, en su concepto, ofrece probabilidades de duración y constancia iguales o superiores a las del consagrado por la autoridad. Paul Lecombe sostiene este pensamiento en su libro, ya viejo: El matrimonio libre.

Más atrevidas aún, haciendo propaganda por el hecho, muchas parejas declaran públicamente su unión libre y se abs­tienen de toda ceremonia o se limitan a ceremonias familiares. Como casos notables, citemos en Francia las uniones de las hijas de Eliseo Reclus; en Inglaterra, las de E. Lanchester y de E. Wardlaw Best. Pero en esas uniones, aunque despojadas de un detalle funesto, la sumisión a la Iglesia o al Estado, queda subsistente el mal fundamental, el germen de todos los sufri­mientos que hacen detestable al matrimonio.

No me detendré un solo instante en las objeciones de origen teológico presentadas contra el amor libre. El que apoya la ficción Dios va contra la realidad hombre, y como consecuen­cia, el que busca la felicidad humana ha de desechar la idea de un Dios cruel inventado por la imaginación aterrorizada de los primitivos, explotada por los hábiles y conservada por un sentimiento irreflexivo; idea sin utilidad práctica, antes al contra­rio, causa de la sobrepoblación y miseria consecutiva, de innu­merables y horribles matanzas que consigna la historia.

La única objeción seria es la de la situación de los hijos fuera de la pretendida protección legal, y a pesar de lo que digan los incapaces de someter el asunto al cálculo, lo cierto es que la objeción subsiste siempre, aun en una sociedad comu­nista, porque la respuesta que puede dársele es la misma en la hipótesis de aquella sociedad ideal que en la realidad de la so­ciedad presente: la libertad del amor presupone la libertad de la maternidad.

La mujer debe tener, no diré el derecho, no sé ya lo que significa esa palabra vieja y gastada por el abuso, sino más bien la ciencia y el poder de no ser madre sino cuando lo haya decidido después de madura reflexión. Creo haber sido el pri­mero en afirmar claramente esta solución única en el Congreso Feminista de París (abril de 1896) y en el segundo Congreso para Proteger y Aumentar la Población (diciembre de 1896).

He aquí resumida mi doctrina desde el punto de vista femenino:

Una joven no debe casarse ni despojarse de la escasa liber­tad que posee. Permanezca el más tiempo posible dueña de sí misma, escoja libremente sus compañeras y compañeros, y para que sea respetada su libertad sobre este punto, cuídese de res­petar la de los demás; absténgase de criticar los actos ajenos, empezando por sí misma la reforma de la pretendida “opinión pública”, que se mezcla siempre en lo que no le importa y es más tiránica que las mismas leyes positivas. Tenga la seguridad de que no desobedece ninguna ley nacional teniendo los aman­tes que le plazca: pero entienda que comete una gran falta con­tra la verdad moral si crea a la casualidad hijos cuya educación y sustento no estén asegurados.

La libertad de la maternidad es la condición indispensable de la libertad del amor, y la mujer no debe tener otros guías que la ciencia fisiológica y la prudencia sexual. Si después de más o menos numerosos experimentos, encuentra un compa­ñero con quien, en perfecta conformidad de cultura y de gus­tos, cree que podrá pasar una vida larga y dichosa, asóciese definitivamente con él, si le parece bien, sin quedarse en las vanas sanciones legales, y se dé la inmensa satisfacción de tener hijos que podrá criar y educar imponiéndoles únicamente su nombre.

Si el compañero amado, escogido definitivamente, realiza el ideal soñado, lo que rarísimamente ocurre en el matrimonio legal actual, no hay para qué someterse a la ley para concurrir con empeño y en compañía de la madre al sustento y a la edu­cación de los hijos queridos. Si los amantes se equivocan y la concordia se interrumpe por incompatibilidad manifestada más tarde, y sobreviene la separación, al amor no sucederá el odio, como ocurre hoy en día, pudiendo continuar la amistad, cuan­do no una pacífica indiferencia, en tanto que la honradez im­pulsará al hombre a contribuir al sostenimiento material de los frutos de su antiguo amor.

Si, a pesar de tantas precauciones, una mujer se uniese a un tunante, lo que apenas puede considerarse como posible, se separará de él llevándose sus hijos a su solo cargo y dirección, quedando en desgraciada situación indudablemente, pero sin aumentar su infortunio más con los tormentos artificiales que añaden las leyes opresivas.

Reconocida como mayor de edad, dueña natural de sus hi­jos, no permanecerá esclava de un tirano que pueda mortificar­la impunemente, robarle el fruto de su trabajo, su ahorro y el pan de sus hijos.