Una de las cuestiones que han sido siempre debatidas más y con mayor ardor, hasta poco tiempo atrás entre los anarquistas, y antes aún entre los socialistas, es la del amor, la familia y las relaciones sexuales.
La cuestión en realidad tiene mucha menos importancia de la que se le ha dado en ciertos momentos; pero si su importancia ha sido exagerada, ello depende de los prejuicios que tienden a complicar una cuestión por sí misma muy simple, prejuicios dependientes del hecho de que los hombres, muchos hombres, a pesar de su desprejuicio moral y su ardor revolucionario, no lograban considerar a la mujer como a su igual con el mismo derecho de disponer libremente de sí, sino como un ser más débil e inferior a quien proteger y sobre quien ejercer siempre alguna autoridad, aunque disimulada y benévola.
Este sentimiento no falta tampoco hoy en muchas personas -a pesar de que sobre esta cuestión la conciencia humana se haya vuelto mucho más libre desde hace ya algún tiempo- pero es un sentimiento inconsciente que no se confiesa siquiera a sí mismo. Es el que constituye, en unos, el substrato de una resistencia mayor a admitir también en este campo el derecho soberano de la libertad; y en otros, es la fuente de renacientes preocupaciones sobre las consecuencias de una libertad que sin embargo creen reconocer.
En los primeros tiempos, al aparecer las ideas socialistas y anarquistas, hacia mediados del siglo XIX, era una necesidad discutir el problema de las relaciones entre los sexos por perdurar en el público las viejas leyendas sobre el “comunismo de la mujer” y para hacer comprender que el comunismo moderno no tenía en esto ninguna relación con los sistemas comunistas medioevales o de la antigüedad, cuando la mujer era considerada un objeto, una propiedad que se podía poner en común como la tierra o el ganado.
Luego, el interés por esta clase de problemas ha continuado también por esa atracción natural que ejerce sobre todos un asunto que está unido a una de las fuentes más vivas de la alegría de vivir. Y casi había la tendencia de hacer más complicada la cuestión, para tener mayor ocasión de discutirla.
Y sin embargo, repito, la cuestión es sumamente simple. Para los anarquistas es más simple aún, en cuanto el concepto de libertad, que es la base de su doctrina, corta, como suele decirse, la cabeza al toro.
La anarquía dice: ningún patrón, ningún gobierno, ninguna autoridad coercitiva, ninguna explotación. Y por consiguiente, en relación con el amor, la anarquía no puede decir sino una sola cosa: abolición del matrimonio oficial, de las leyes que lo regulan, de la esclavitud económica que lo impone, de la prepotencia del macho sobre la hembra, que es el origen o la consecuencia de ese matrimonio. Cuando ya no existan el salario y la explotación, cuando ya no existan (como dice el poeta): il sindaco e il curato che torcono il capestro a i nostri amori, entonces el amor será libre, verdaderamente libre en el sentido anarquista, es decir en el sentido que cada uno se regulará como mejor pueda o crea. ¿Pluralidad de amores? ¿Amor único? Será lo que será...
Quien tenga el deseo de una sola mujer toda para él y sienta no poder amar más que a una mujer sola, buscará una que tenga esta misma necesidad y este mismo deseo. Aquellos a quienes guste más volar de flor en flor harán su gusto, siempre que encuentren flores bastantes y deseosas de dejarse libar por bocas diversas. Y tan absurda es la pretensión del que quiere que el perfecto anarquista ame una sola mujer, como la del que creería una incoherencia el no plegarse a lo que en tiempo de aberración filosófica amaba llamarse el beso amorfista.
El amor es un sentimiento complejo y una necesidad muy individual, muy diversa en sus mil manifestaciones para que los anarquistas puedan adoptar al respecto una sola y exclusiva teoría y regla de conducta. La anarquía no puede decir acerca del amor, al hombre y a la mujer más que una cosa: ¡haced lo que queráis! Cuando estéis contentos vosotros y no haya coerción de una parte o de la otra, los demás no tienen nada que ver en vuestros asuntos.
Pero decir que la cuestión es simple no significa que de ella no deriven problemas prácticos merecedores de ser examinados. Yo tuve, por ejemplo, hace algunos años, una discusión con una culta señorita que, aunque profesando ideas libertarias y aun estando de acuerdo con los anarquistas en torno del concepto del amor libre, veía en la práctica una fuerte contradicción entre aquel concepto de libertad absoluta y las necesidades imperiosas de la vida moderna. Concluía, con un sentimiento de pesimismo desconsolador, y sin embargo injustificado, que la mujer anarquista en el ambiente social está expuesta a menudo a un duro trance: o renunciar a las alegrías del amor o sujetarse al matrimonio, menoscabando su dignidad y su personalidad anarquista. Según ella, la unión libre, practicada en el seno de la sociedad actual, tiene para la mujer, en relación con el hombre, 99 probabilidades sobre 100 de resolverse pronto o tarde en una condición económica y moral de vida más desgraciada. “En el actual estado de cosas -decía ella- el matrimonio legal es todavía una garantía para la mujer, que, aun separada del marido, encuentra apoyo en la sociedad, pronta, en cambio, a maltratar a la amante abandonada y hacerle difícil la existencia a ella y a su prole”.
En parte, convengamos, mi contradictora tenía razón. El amor libre, es decir la ausencia de todo contrato legal entre un hombre y una mujer unidos sexualmente, no se tendrá sino en un ambiente más evolucionado que el actual; es decir, cuando el prejuicio moral de algunos no pueda ya oprimir ferozmente la libertad y los sentimientos ajenos, negando a éstos, cuando no sean obsecuentes con aquéllos, hasta el derecho al pan cotidiano.
Pero se trata de una verdad relativa y no de una verdad absoluta. También hoy hay ambientes en los que, por razones diversas, el amor libre, como quiera que sea practicado, no levanta más que débiles protestas y no es en absoluto un obstáculo para la existencia material de la mujer y de sus hijos. Se sustraen muy bien a la prepotencia del prejuicio matrimonial los que son económicamente independientes, cuando el hombre y la mujer tienen asegurados el pan para toda la vida, ya por ser ricos, ya porque ejercen un trabajo bastante remunerativo para cada uno de ellos.
Hay, además, en plena sociedad moderna, no pocos ambientes en que el amor libre es posible porque precisamente allí la moral está tan evolucionada o ausente, que nadie se encarga de saber si su vecino, cuando se unió a una mujer, fue al registro civil o a la iglesia. Hay ambientes donde las preocupaciones de la lucha por la vida, la miseria, la vertiginosa actividad social no permiten la pérdida de tiempo en informarse si el vecino está unido legalmente o no, si la obrera o la empleada vive sola o acompañada con un hombre, si la unión ha sido sancionada por la ley o es libre u ocasional.
En verdad no hay asunto que sea más de carácter privado que el amor, y en el que cada uno tenga mayor derecho a poner en práctica el consejo de Rabelais: ¡haz lo que quieras!
Si la mujer tiene el valor de pasar sobre todas las convenciones sociales, si no tiene miedo de luchar con las ignotas probabilidades del porvenir, si el amor es fuerte y es fuerte a la vez el deseo de hacer una afrenta a las leyes; y bien, tome del brazo a su enamorado y váyase a dormir con él, riéndose de todo y de todos. ¡Tal vez las consecuencias no sean tan tristes como algunos se imaginan!
O bien el amor, aun siendo fuerte, es superado por la repugnancia hacia todo lazo legal; y la mujer no quiere en modo alguno someterse a una ceremonia de la cual no reconoce la autoridad, pero al mismo tiempo le falta coraje para afrontar las incertidumbres y las posibles miserias de una unión libre que puede concluir con el abandono y con el hambre para ella y los hijos; y bien, renuncie al amor o gócelo de modo de eludir la crítica y las observaciones del ambiente en que vive.
Si, en fin, a toda costa ella quiere tener su parte de alegría en el banquete del amor, y no puede alcanzar su objeto sin la sanción del alcalde; entonces, matrimonio legal y... ¡buenas noches! No habrá renegado de la anarquía sólo por haberse plegado a una de esas transacciones, como tantas que se hacen en la vida ordinaria. Porque si un día el lazo matrimonial se volviese para ella insoportable, sabrá encontrar en la necesidad y en su espíritu de revuelta la fuerza para romperlo, mofándose de toda traba legal.
En la vida real, por lo demás, el caso de que una mujer espiritualmente emancipada esté constreñida sin remedio a escoger entre estos extremos -o sacrificio de su personalidad, o sacrificio de su necesidad de amor, o bien privaciones y penas para sí y los hijitos-, es un caso que nunca se da tan rígidamente como se lo pinta en el papel. Entre esas tristísimas condiciones siempre se puede escoger muchas y muchas otras más acordes con las necesidades y con las leyes de la vida y no contradictorias con las ideas anarquistas.
Si la anarquía quiere para el hombre y para la mujer la satisfacción integral de todas sus necesidades, no será demasiado rígidamente severa para quien, por satisfacer la más imperiosa de todas las necesidades, tolere una sanción no necesaria, que por lo demás no es dañosa mientras no se siente la necesidad de rebelarse contra ella. El matrimonio es inmoral no tanto por la estúpida formalidad legal con que comienza cuanto por su pretensión de ligar a dos seres aun cuando éstos no se aman más. Dos seres que se aman; poco importa, para su libertad, que estén unidos o no en matrimonio legal. Lo importante es que cuando no se amen más sepan romper el lazo que desde ese momento se vuelve una tiranía de las más feroces, sea ése un lazo legal o sea un lazo contraído por simple consentimiento recíproco y que no se tiene el valor de cortar.
La aplicación rígida de una teoría, especialmente en el seno de una sociedad espiritualmente y de hecho hostil en lo que respecta a las necesidades más imperiosas de la existencia, no es siempre posible. Su aplicación integral se obtendrá sólo cuando haya triunfado sobre las instituciones, las costumbres y la moral del momento.
No quisiera ser mal interpretado y que se me creyese un predicador de la debilidad. Cuando señalo las contradicciones a que nos obligan por fuerza, con tanta frecuencia, las necesidades de la vida, no quiero incluir en absoluto ciertas contradicciones en las que se cae porque se quiere caer, sin ninguna necesidad real y sólo en homenaje a supersticiones muertas hace tiempo.
El amor es un sentimiento tan potente y sapiente que encuentra las vías de la libertad a través de todas las trabas de las leyes y de las supersticiones; aun en el pútrido ambiente actual sabe encontrar el modo de construir para el hombre y la mujer libres un nido íntimo de deleite para las almas y los sentidos.
Este nido, cálido por un sentimiento que no durará solamente un día, si está hecho de espontaneidad y no sugerido por el interés, también pueden los anarquistas y los revolucionarios construírselo para hacer de él un lugar de reparo, de consuelo y de reposo, en el cual tomar nuevas fuerzas para las luchas de la vida y de la idea, y del cual volver con renovada energía a combatir para conquistar para todos el derecho al pan y a la libertad, a la belleza y al amor.
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