¡Abajo la anarquía espectacular y mercantilizada! Tal era el lema de unos carteles y hojas que protestaban por el negocio editorial montado a costa del anarquismo tras el interés hacia el tema despertado por la revuelta de mayo de 1968. Aunque con un aceptable arsenal de armas críticas y tácticas subversivas, transcurrido el momento revolucionario, la emancipación de los trabajadores seguía trabada por las organizaciones burocráticas que operaban en su nombre, bien a las órdenes de un Estado totalitario como la Unión Soviética, bien al servicio de la burguesía gestora en los países de capitalismo avanzado. La sociedad del espectáculo defendía su dominio mediante la falsificación general de todos los aspectos de la vida, precisamente aquello contra lo cual se habían alzado los insurrectos de mayo. En lo que concierne a las burocracias parasitarias, incluidas las libertarias, su labor consistía en la falsificación de las teorías y la historia de las crisis revolucionarias. Las aguas de mayo habían concedido al viejo anarquismo las apariencias de una segunda juventud e incluso habían propiciado la aparición de un anarquismo a la carta, que ofrecía todas las variantes posibles entre el narcisismo individualista, la estética contracultural y el izquierdismo específico. En tanto que conformismo de nuevo cuño, ese anarquismo inutilizado formaba parte del espectáculo, o dicho de otra manera, “estaba de moda”. Y por consiguiente, tal anarquía no era otra cosa que ideología de consumo, ideas desvalorizadas al servicio de la mercantilización.
Lo que no mata, engorda. El capitalismo sobrevivió a las crisis de los sesenta y se dispuso a dar enormes saltos hacia delante que entrañaban una obra de recuperación ideológica considerable, futura causa de una ingente literatura y de la prosperidad de las casas editoras. El trabajo recuperador de los asalariados de la cultura tenía que apuntar menos al mantenimiento de falsas ilusiones revolucionarias, que a la denuncia del retorno del proletariado revolucionario en tanto que ilusión. Por tanto, no tenían que vender a la clase obrera en reflujo fantasías de poder y de liberación, sino sueños libidinales y hedonismo consumidor. De ahí que a la dispersión de la revuelta siguiera una liberación de costumbres encabezada por las clases victoriosas, que para el mercado realmente significó una renovación. Veinte años después todos los medios de comunicación proclamaban que lo que muchos consideraban todavía la única huelga general salvaje de la historia no fue sino una maniobra dura de la modernización capitalista, y que su gusto por el jolgorio comunitario, su deseo de expresarse libremente o su rechazo del trabajo y de las ideologías, eran algo así como un prólogo agitado y lúdico del neoliberalismo. La labor recuperadora había allanado el terreno a la mercancía de forma que ésta abarcase cómodamente la totalidad social, elaborando un lenguaje con palabras arrebatadas al enemigo. Alcanzado ese nivel cualquier eslógan revolucionario del pasado sonaba a mensaje trivial de lo existente; así por ejemplo, el “PROHIBIDO PROHIBIR” servía como lema publicitario de una vulgar exposición fotográfica, y la multinacional Acciona diría eso de “SEAMOS REALISTAS. PIDAMOS LO IMPOSIBLE” para dar a conocer el ecofascismo del mañana en su pabellón de la Expo de Zaragoza.
La naturaleza profunda de las crisis de los años sesenta y setenta, las del fordismo y la abundancia mercantil, determinó que la vuelta al orden no se quedara en una mera restauración garantizada por la fuerza pública, sino que conllevara cambios radicales en las formas y procedimientos de gestión social, donde los contingentes de desertores y arrepentidos jugarían su papel. El caso español fue similar, aunque debido al peso de la moral católica dominante bajo el franquismo la subversión de conductas se presentara más que en ninguna otra parte como moda libertaria, dando pie a un espectáculo específico sostenido justo el tiempo que emplearon la clase media urbana y los retoños de la burguesía posfranquista en renovar su moral, o como dijo José Ribas, personaje que dirigió la revista recuperadora por excelencia “Ajoblanco”, en lograr su “libertad”. La influencia del mayo francés nunca fue excesiva puesto que el filtro policial y la moral catoestalinista la mantuvieron a raya; además, el proceso de radicalización obrera se detuvo en 1976, con lo que la subjetividad se desarrolló aislada en la vida cotidiana, entre sexo, porros y música rock, separada del terreno de la autogestión, el asambleismo y los consejos obreros. La necesidad de distinguirse individualmente y, al mismo tiempo, de resguardarse mediante la identificación cutre con la clase que “marcaba tendencia”, condujo a los jóvenes burgueses desclasados hacía el medio libertario, en particular la CNT, pero dado que sus convicciones no eran muy sólidas, la fugacidad de los ideales se manifestó con mucha rapidez y la frivolidad de la moda “canalla” ganó la batalla al compromiso. Los caminos fáciles de la radicalidad del vivir acabaron en el lavabo, con las jeringuillas (pongamos que hablo de cualquier parte), o desaparecieron en las ergástulas, con la lucha armada. A lo sumo hoy los dirigentes de medio pelo aluden al 68 para indignarse si ante la exigencia de que las decisiones se tomen en asamblea. Los asalariados ibéricos de la cultura, principalmente estalinoides, nunca se emplearon demasiado a fondo contra la revuelta de Mayo, pintándola como algarada estudiantil y repitiendo los tópicos de sus colegas franceses, siguiendo una línea trazada que llega hasta la televisión, la guitarra de Raimon y Le Monde Diplomatique. Hemos tenido que esperar cuarenta años para asistir a una ambiciosa tentativa de recuperación autóctona en forma de “conmemoración cultural” que se pretende “intervención política”, llevada a cabo desde distintas universidades con la ayuda de varias momias prostituidas, pasando por el Museo Reina Sofía, el Ministerio de Cultura, la Fundación Tàpies, la revista Archipiélago y la editorial Acuarela.
El objetivo confesado no es en absoluto una defensa de Mayo en sus aspectos más verídicos, a saber, el anticapitalismo, la crítica de la burocracia y de la política, el rechazo frontal de las instituciones, la apuesta por la revolución social, etc., y no podía serlo siendo quienes son los autores de la operación y los lugares en donde ésta se efectúa. Más bien se trata de un show dirigido a un público concreto, el que aspira a labrarse una carrera en el mundo de la industria cultural y del espectáculo artístico, el que quiere hacerse un nombre en la modernización del sistema dominante. Estos cretinos modernos afirman que “sólo el presente puede abrir el pasado”, pero eso suena más al big brother de “1984” que a Walter Benjamin, pues tal afirmación en boca de recuperador quiere decir sólo que la manipulación del presente facilita la del pasado. Y a su turno, el “pasado”, por ejemplo, Mayo del 68, ha de ser alterado (o “reconstruido”) para que no impida la contemplación del presente con ojos aprobadores. El pasado es algo así como un desván de trastos y ropa vieja donde encontrar material “para una intervención política presente” ¿cuál? A estas alturas habíamos de adivinar que nuestros payasos del pensamiento sumiso se refieren a los “movimientos sociales”, las seudomovidas ciudadanistas que reclaman la vuelta al Estado “de bienestar”, la renta básica y el retorno al escenario socialdemócrata por vías paralelas, donde realizar “una praxis del antagonismo que no se limite a la negación”, es decir, una actividad colaboradora que neutralice cualquier conflicto presente. Efectivamente, el trabajo de los burócratas es distinto “cuando ya no se trata de dirigir, representar o adoctrinar”, sino de amontonar y distraer. La pérdida actual de credibilidad institucional abre perspectivas a un tercer sector de la recuperación, aquél que ha de intervenir en luchas reales o ficticias cuando “el concepto de vanguardia” es cuestionado y las organizaciones políticas, sindicales y “sociales” están desacreditadas, cuando no quedan modelos aptos que ofrecer ni recetas infalibles, sin un horizonte revolucionario que oscurecer ni un sujeto proletario que manejar. Como han demostrado los alterglobalizadores, la banalización de la protesta no puede realizarse ya desde los partidos, las asociaciones o las ONGs; ha de ser “rigurosamente situacional” y andar fuera de las estructuras del poder, allí donde los montajes ocasionales puedan sin querer crear espacios en que ni sus reglas sirvan ni las subvenciones funcionen. La participación electoral y el compromiso con lo existente han de lograrse con métodos de diversión, entretenimiento y “diálogo transversal”, es decir, multiconferencias, dramatizaciones y tecnofiestas.
La tercera vía de la recuperación que llamaremos de ahora en adelante “acuarelismo”, propone volver tan ininteligible el presente como el pasado, para así poder manipular ambos. Por una parte, ha de sabotear la experiencia en cuanto al presente, manteniéndola en el aire, sin objeto real; por la otra, ha de “reinventar” cualquier suceso revolucionario. ¿Cómo? Sacándolo de su contexto social y político y saqueando su bagaje radical para que, ya sin contenido verdadero, adorne tranquilamente las movilizaciones de pega y las farsas seudocontestatarias. Lo que interesa a los acuarelistas no es el lado negativo de las revoluciones, que al contrario detestan, sino sus posibilidades estéticas bien limpias de radicalismos sociales, que les fascinan. Y claro está, Mayo del 68 es una mina, pero no sólo accesible al acuarelismo: igualmente podíamos espetarle que la humanidad no será feliz hasta que el último de los estetas cuelgue de las tripas del último capitalista. O el detournement de Picabia: si leéis Archipiélago en voz alta os dolerá la boca (¡es verdad! yo mismo lo he comprobado). Efectivamente, Archiacuarela es a Mayo lo que Disneylandia a la fantasía, y visto lo conseguido hasta ahora, la recuperación acuarelista no se distinguiría de las precedentes, pues en último extremo no sería otra cosa que un intento de convertir en mercancía de importación los combates históricos del 68, para ofrecerla como capital cultural al poder, y al mismo tiempo venderla como espectáculo de la revolución light a un puñado de consumidores. La novedad residiría en la oportunidad estructural de tal tráfico, pues en la actualidad la cultura mercantilizada cobra una importancia considerable en la transformación urbana de las metrópolis y la evolución de su economía. No estaríamos simplemente ante un latrocinio sociocultural aspirando a escenificar imaginativamente la vieja política en el terreno de la globalización capitalista; se trataría de un asunto que apunta más lejos. La recuperación trabaja para la fusión de la cultura de masas y el Estado, pero desde la perspectiva del mercado mundial, no hay Estado ni cultura, sólo economía. Entonces, el acuarelismo, al acumular su brizna de capital inmaterial, aportaría su modesto grano de arena a la mundialización. En concreto, repetimos, su función consistiría en dar a un público universitario arribista el sueño de una existencia culta, puesta al día, de forma que se encuentre a gusto con la alienación y transmita esa sensación a la “multitud”, que es la que a fin de cuentas ha de consumir para que la moda dé dividendos. Que haga bien sus deberes y contribuya con su hipocresía superlativa a la prolongación de la prehistoria de la humanidad es lo de menos. La moral del asunto es ésta: la historia pertenece a quienes saben apropiársela, bien para continuarla buscando pelea, bien para rentabilizarla buscando compradores. Que sirva mejor a unos que a otros dependerá de quienes sepan en su ámbito respectivo ser más crueles.
Miguel Amorós
Texto elaborado al azar en diversas charlas de presentación del libro “Los situacionistas y la anarquía”, habidas entre mayo y junio de 2008 en la librería restaurante Anònims, de Granollers; en Radio Bronka; en el Gaztetxe de Loiola, en Donosti; en el Centre d’estudis llibertaris Francesc Sàbat, de Terrassa; y en el C.S. O. La Retaguardia, de Gràcia (Barcelona).
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