jueves, 31 de diciembre de 2009

EL MARIDO Y EL AMANTE x Roberto de las Carreras


Roberto de las Carreras (1873-1963), dandy, polemista, pro­vocador uruguayo, hijo de Ernesto de las Carreras y de Clara García de Zúñiga, fue amigo de Julio Herrera y Reissig, quien compartió muchas de sus ideas y aventuras. Entre sus libros y folletos se cuentan Al lector, Sueño de Oriente, La tragedia del Prado, La crisis del matrimonio, Oración pagana, Psalmo a Venus Cavalieri. Estos fragmentos corresponden a Amor li­bre: interviews voluptuosos con Roberto de las Carreras, cuya primera parte se publicó en La Rebelión el 25 de agosto de 1902.

Subyugué durante cuatro largos años a una mujer nerviosa­mente apasionada, un filtro mágico de corrosiva lujuria, una cantárida humana, una berberisca de mis sueños de harén: exo­tismo viviente en este país en que las mujeres son pacíficas y se destacan por un aire doméstico, por una expresión desespe­rante de monótona tontería. ¡Ella parece más bien una hija abrasada de los fúlgidos arenales, con sangre de pantera, exa­cerbados los sentidos por las llamas del Simún!



¡Conservar una mujer encendida durante cuatro años es un prodigio que no puede comprenderse entre nosotros!



Cierto, no han de enorgullecerse de él los inocentes mari­dos, para los cuales la luna de miel dura apenas lo que una luna: cuatro semanas; que confunden con ingenuidad nimbada la fidelidad que sus mujeres guardan a la Opinión Pública o al Deber, con una fidelidad de amor por su zafia, palurda y caricaturesca persona.



Los burgueses están extraviados. El Amor no es la Virtud. El Amor muere joven. Es una fatalidad de la Naturaleza. El ideal de Amor debe integrarse con un sinnúmero de mujeres. Querer obtenerlo de una mujer única es como pretender crear una ópera con una sola nota del pentagrama o escribir un libro con una sola letra del alfabeto. Dicen los griegos, esos maes­tros reconocidos en Belleza, en Filosofía, en Arte, y en Amor, que pretender ser amado exclusivamente es una locura de mor­tales. ¡Sería curioso que el Amor, cuyas alas frágiles se han es­currido entre los dedos de los semidioses; de Cátulo, de Musset, de Horacio, de lord Byron, se encontrara prisionero en los ho­gares montevideanos junto a la cocina y al retrete!



Todas las cobardías, todos los crímenes del Matrimonio se deben a que el hombre se considera dueño de la mujer. Cuando reconozca su independencia, las prerrogativas inviolables de su corazón y de su sexo, no será ya rencorosamente arrebatado por los mil espectros lívidos de la Venganza. La fatal veleidad no le parecerá un robo depravado, un inicuo desconocimiento de los derechos sensuales de que se considera investido. No verá en ella el desacato irritante, el golpe de audacia de la es­clava que provocó sus empujes de macho dominador, sino la despedida de un ser igual que se aleja...



Se niega a la mujer la propiedad de su cuerpo. No puede hacer uso de él más que para el Marido. Si dispone, por un derecho elemental, de su don de vida en beneficio del amante, arrastrada irresistiblemente por la Afinidad Electiva, soberana dispensadora del bien de Amor, cínico criminal al que no se escuchan atenuantes, su dueño la degüella. Alevosía, premeditación, ensañamientos, todos los nubarrones lúgubres del cri­men, están permitidos al pater familias, al déspota romano, para vengar su impotencia, su despecho, su atávico prejuicio. ¡La Ley le entrega su cuchilla!



¡Código de tiranía que te ensañas con el débil! ¡Leyes de­pravadas dictadas por el Antropoide!



¡Dumas, en plena cátedra del teatro, sentencia, dogmáti­camente, que a la adúltera, a la mujer autónoma, se la debe matar!



¡Burgués, tú habrías asesinado al pueblo en la Comuna!



La aberración entra por mucho. Un hombre enérgico me decía, refiriendo el caso de un marido que, al encontrar a su mujer in fraganti, la había arrojado por el balcón: ¡Es el único medio de contener a la mujer!



El hombre que así hablaba era mi padre. Yo sentí protestar en mí, desde entonces, el alma de mi madre que me inspira, de la mujer de pasión y de aventura, de la desvanecida soñadora que la educación burguesa me enseñaba a odiar. Al defender al sexo siento que la defiendo. ¡Mi esfuerzo libertario es un tribu­to altivo y vengador a sus dolores de Amorosa!



La Injusticia para con la mujer aparece siniestramente gra­bada, como una inapelable condena dantesca, en el frontispi­cio de los siglos, en las Tablas de la Ley.



Desde el comenzar del mundo un sexo indómito, feudal, inquisidor, prepotente, inmola en nombre de su fuerza, de su amor a la sangre, de su tenebrosa vanidad: estúpido tirano que exige a la mujer lo que no puede concederle su arcilla ideal. Otro, indefenso, paria, se refugia astutamente en la mentira, fuerza del esclavo. Sofocado, brutalmente desviado, abre sigilosamente con las armas de la Hipocresía el cauce inevitable de sus olímpicas sensaciones...



No nos asombremos de que las mujeres libres todavía enga­ñen. ¡Es la herencia de sus abuelas oprimidas!



Era el principio de los siglos... Extendida en el frío lecho de la Esposa, hollado su derecho de amar, sujeta a la impostura ignominiosa del Deber, a la opresión artera de la Virtud, la Esclava del Hombre, esperaba...



Entonces, frente al Marido, adusto conservador, ornada la frente por la diadema de un invencible prestigio, se irguió el Amante, símbolo de las caricias, tierra prometida de la Sensualidad. Lucifer olímpico, hijo de la Belleza, extendió a la carne torturada de la Mujer sus brazos de redentor. Fue Paris, fue el trovador florido, bohemio sentimental que mariposeaba alre­dedor de las ceñudas torres, prisión de la Castellana. Fue Macías, colgado de una almena. Fue Abelardo, mutilado, arran­cando a las fibras de Eloísa, la sublime encendida, un grito anárquico de rebelión amorosa que desarraigó la Edad Media.



Ella, la Querida, se incorporó llamada por la sirena del Deseo. Entregó la boca... Heroína de su ternura, desafió a su señor. Se ofreció a la muerte. Selló el Amor Libre con la sangre de su Calvario sensual, y se llamó Francesca: pagana enardeci­da que abandonó, sonriendo, las delicias cristianas de la Resu­rrección en los nimbos azulados, para enroscarse, convulsa, al cuerpo de su Paolo. ¡Estrella relampagueante de los círculos tenebrosos, rival vencedora de Beatriz en la epopeya apocalíptica del genio místico a quien donó la Gloria! ¡Luz del Infierno que hace palidecer el Paraíso!



La lucha del Marido y del Amante no ha cesado jamás. Enemigos infatigables, dejan en la historia de la mujer un ras­tro de sangre y de odio que se prolonga a través de los siglos...



¡Si el Marido fue ayudado por la Religión, el Amante ha tenido de su parte el genio oculto del paganismo que no pudo morir y que convirtió la concupiscencia grosera de la Escritura en el divino pecado de los poetas! ¡El porvenir es del Amante, que triunfará con la Anarquía!



– El marido es un atavismo...



En nada se revela el hombre tan irreconciliablemente primi­tivo como en los celos... El enemigo de la mujer es el Antropoi­de. ¡Nosotros, los feministas, debemos apuñalar al monstruo interior, al Mâle Originel!



– ¡La Anarquía sin amor libre no es Anarquía! ¡Hay que pensar en el Amor con más fuerza que en la cuestión económi­ca! Tiempo tenemos de ocuparnos de la raquítica tierra. Acu­damos a lo que más urge...



¡La Naturaleza es variable, caprichosa, mujer! El Amor vive de deseos y muere de saciedad, dice la gran sentencia. La mujer es fatalmente voluble como el hombre. Es hija del hombre. ¡El Amor no perdona a sus elegidos!



Optemos: la mujer inerte, la montevideana sin alma, sin cuerpo, sin virtud siquiera dentro del mismo punto de vista convencional; sin abnegación, que nada hace vibrar, que pre­sencia, impasible, instalada en un palco, los más grandes so­llozos que atraviesan la historia afectiva de la humanidad y que revientan en la música; que mira sin comprender todos los torcedores, todas las angustias dramáticas del corazón es­trujado; que no siente a Manón, que no comprende a Fausto, que denomina la pasión: cosas de los libros; que se vende es­túpidamente contenta, prostituta a plazo largo, como diría Tolstoi, a la codicia de un burgués, con el cual sostiene una amistad de lecho imperturbable; que se apareja por una iner­cia del instinto, hembra salvaje, reproductora inconsciente, cuya cohabitación, como diría Nordau, no será nunca un epi­sodio en el proceso vital de la humanidad; o bien, la amante y todas sus torturas.



Nosotros, los que hemos sido cien veces crucificados, martirizados, destrozados, no vacilamos. No damos nuestra quemante angustia por la plétora de satisfacción de los bur­gueses; no damos el tósigo de las traiciones que nos corroen, por la fidelidad jurídica de sus marmotas conyugales.



Día vendrá en que, domado el atavismo sentimental, las mujeres puedan ser libres sin que nosotros seamos infelices. La Anarquía nos hará griegos... Safo, Aspasia, Bylitis, renacerán para nosotros en la Ciudad Futura.



Arrancados de la educación cristiana, nos acostumbrare­mos a mirar en el amor una cosa fugaz, como todo lo que vive.



Nuevos moldes, nuevas armonías, nuevos entrelazamientos, nuevas formas busca con turbulento afán el genio afiebrado de la Naturaleza en los anhelos de Hombre y de la Mujer por la sensación intensa que agota la repetición del mismo beso, el frotamiento de la misma sensualidad.



Que la Vida, poema de palpitación y de fuerza, no nazca pobremente de la inercia del contacto matrimonial, amanerada, trivial, burguesa, artificial casi, denigrada, marcada en la fren­te por el bostezo sacrílego que la engendró en los hastíos. ¡Que surja estremecida, eléctrica -desgarrón de la carne-, de la vi­bración extrema de los abrazos tempestuosos, de la fecunda­ción inspirada, violenta, del rayo del espermatozoide precipi­tado con vértigo!



¡El Amor Libre es un canto a la Especie!



Cuando la libertaria desplegó ante el público, con arrogan­cia inaudita, su veleidad caprichosa, los sórdidos burgueses lanzaron un grito de triunfo. Sonrisas de feliz ironía florecie­ron en todos los labios. ¡Me creyeron vendido, pisoteado por mi heroína que los vengaba, inocua ilusión!



Yo dije a la volcánica Favorita, en el albor de nuestras cari­cias, que sólo aceptaba en sus abrazos la más espontánea co­munión del sexo; que su menor sacrificio en aras de la fideli­dad ofendería en mí al orgulloso, al anárquico. Le sugerí con imperio que se rindiese a su naturaleza, a la Naturaleza. ¡En mis brazos, en brazos de otro, no ha cesado un momento de ser mi bandera!

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