jueves, 31 de diciembre de 2009

EL AMOR ENTRE ANARCOINDIVIDUALISTAS x Emile Armand


Antes de exponer el punto de vista individualista-anarquista frente a la cuestión “sexual”, es necesario ponerse de acuerdo sobre la expresión libertad. Se sabe que la libertad no podría ser un fin, ya que no hay libertad absoluta; como tampoco hay ver­dad general, prácticamente hablando; no existen sino libertades particulares, individuales. No es posible escapar a ciertas con­tingencias. No se puede ser libre, por ejemplo, de no respirar, de no asimilarse y desasimilarse... La Libertad, como la Verdad, la Pureza, la Bondad, la Igualdad, etc., no es más que una abstrac­ción. Luego, una abstracción no puede ser un objetivo.



Considerada, al contrario, desde un punto de vista particu­lar, dejando de ser una abstracción, tornándose una vía, un medio, la libertad se comprende.



En este sentido, se reclama la libertad de pensar, es decir, de poder, sin ningún obstáculo exterior, expresar de palabra o por escrito los pensamientos de la forma que se presenten ante el espíritu.



Vida intelectual, vida artística, vida económica, vida sexual: los individualistas reclaman para ellas la libertad de manifes­tarse plenamente, según los individuos, a tenor de la libertad de los individuos, fuera de las concepciones legalistas y de los prejuicios de orden religioso o civil. Reclaman para ellas, con­sideradas cual inmensos ríos, por donde se vierte la actividad humana, que puedan resbalar sin ningún obstáculo; sin que las esclusas del “moralismo” y del tradicionalismo atormenten o enloden su caudal. Mejor que éstos son las libertades con sus errores impetuosos, con sus nerviosos sobresaltos, con sus impulsivos malos efectos de retroceso. Entre la vida al aire li­bre y la vida de bodega, elegimos la vida al aire libre.



Los individualistas han rendido un merecido servicio a los que quieren conquistar la libre discusión de las cuestiones sexua­les, extendiendo las nociones de libertad sexual y de amor libre, sin que por ello creyeran haber descubierto el amor libre: desde tiempos inmemoriales, el coito ha sido practicado extramoralmente y extralegalmente; hubo esposas que tuvie­ron amantes y maridos que tuvieron queridas.



Los individualistas no quieren codificar el amor en un sen­tido o en otro. Tratan la cuestión sexual como un capítulo de historia natural. Después de haber demostrado que el amor era tan analizable como cualquier otra facultad humana, reivindi­can para cada uno la absoluta facultad de adherirse a la ten­dencia amorosa que pueda responder mejor a su temperamen­to, favorecer su desarrollo y corresponder a sus aspiraciones.



Así, pues, los constituyentes de una pareja dada pueden permanecer unidos toda su vida a la costumbre monógama, como una puede practicar la unicidad y la otra la pluralidad. Puede suceder que, después de cierto tiempo, la unidad en amor aparezca preferible a la pluralidad, y viceversa. La existencia de experiencias amorosas simultáneas puede comprenderse tan­to mejor cuanto que de experiencia a experiencia los grados de sensación morales, afectivas o voluptuosas, varían a veces has­ta el punto en que puede deducirse que ninguna se parece a las que la precedieron o se siguen paralelamente. Son solamente cuestiones individuales, y nada más. Tal es el punto de vista individualista.



El amor libre comprende -y la libertad sexual implica- una serie de variedades adaptables a los diversos temperamentos amorosos o afectivos: constantes, volátiles, tiernos, apasiona­dos, voluptuosos, etc. Y reviste una multitud de formas, va­riando desde la monogamia simple a la pluralidad simultánea: parejas pasajeras o duraderas; hogares de más de dos, poligínicos-poliándricos; uniones únicas o plurales, ignorando la cohabitación; afecciones centrales basadas sobre afinidades de orden más bien sentimental o intelectual, en torno de las cuales gravitan amistades, relaciones de un carácter más sen­sual, más voluptuoso, más caprichoso; no miran los grados de parentesco y admiten muy bien que un lazo sexual pueda unir también parientes muy cercanos; lo que importa es que cada cual encuentre en ello su parte; y, como la voluptuosidad y la ternura son aspectos de la alegría del vivir, que todos vivan con plenitud su vida sexual o sentimental, haciendo dichoso a otro en torno suyo. El individualista no desea otra cosa.



Hay gente que no acierta a comprender cómo un hombre llegado a edad madura pueda enamorarse de una joven. O, recíprocamente, que una joven pueda enamorarse de un hom­bre llegado al otoño de su vida. Es un prejuicio. Hay años en los que el otoño es tan bello que hace reflorecer los árboles. Así es también con ciertos seres humanos, que poseen un tempera­mento amoroso hasta la penúltima aurora de su existencia, la cual no cede a su primera juventud ni la espontaneidad ni la frescura. Un ser llegado a su otoño puede poseer dones natura­les que engendren la seducción; por ejemplo, ser atrayente de­bido a un pasado aventurero y fuera de lo ordinario.



Los que han experimentado y sentido mucho en el dominio de la sensualidad sexual están, indudablemente, más califica­dos para iniciar a los jóvenes porque, generalmente, proceden con una delicadeza y una suavidad que ignora la fogosidad de la adolescencia.



Por otra parte, las necesidades sexuales son más imperiosas en ciertos períodos de la vida individual que en otros: existen estadios de la existencia personal durante los cuales la ternura y el arraigo son de un más alto valor que el de la pura satisfac­ción sensual. La observación de todos estos matices es la que constituye el amor libre aplicado, la práctica de la libertad sexual. Como todas las fases de la vida individualista, el amor libre, la libertad sexual, son una experiencia de la que cada uno extrae las conclusiones que mejor convienen a su propia emancipación.



No he llegado a las ideas que expongo sin haber reflexiona­do larga y profundamente. Ni la pareja ni la familia me pare­cen aptos, bien convencido estoy, para desarrollar la concep­ción anarquista de la vida. La familia es un Estado en pequeño hasta cuando los padres son anarquistas; con mucha más ra­zón cuando no lo es más que uno de ellos, y cuando los chicos se ven sometidos a un contrato muy parecido al social, un con-trato impuesto. No niego que la cuestión es ardua y delicada en exceso; pero admitidas las mejores condiciones, la convi­vencia constante en un mismo medio familiar crea en la criatu­ra una disposición de hábito, una adquisición de costumbres, la práctica de una cierta rutina ética cuyos residuos conserva por mucho tiempo y que salen al paso de su formación autóno­ma. Bien raro es el medio familiar en que al niño no se lo haga doblegarse a la mentalidad media, o hacer como que se doblega, que es aún peor.



Lo mismo ocurre con la pareja que ignora “los amores late­rales”, cuyos constituyentes terminan por compenetrarse en la manera de ver las cosas, de sentir, hasta en las manías de uno y otro. Aquí su individualidad desaparece, su personalidad se anonada, se quedan sin iniciativa propia.



Yo no niego -nadie ha habido que lo niegue- que la monogamia no convenga a ciertos -pongamos muchos- tem­peramentos. Mas basándome en el estudio profundo que de estas cuestiones tengo hecho, me reservo proclamar que la monogamia o la monoandria empobrecen la personalidad sen­timental, estrechan el horizonte analítico y el campo de adqui­sición de la unidad humana.



Oigo decir que la monogamia es superior a otra forma cual­quiera de unión sexual. Diferente, sí; superior, no. La historia nos muestra que los pueblos no monógamos en nada ceden, en cuanto a literatura o ciencia se refiere, a los monógamos. Los griegos eran disolutos, incestuosos, homosexuales, enaltecían la cortesana. Veamos la obra artística y filosófica que realiza­ron. Comparemos la producción arquitectónica y científica de los árabes polígamos con la ignorancia y la tosquedad de los cristianos monógamos de la misma época.



Además, no es cierto como se presume que la monogamia o la monoandria sean naturales. Son artificiales, por el con­trario. En donde quiera que sea, si el arquismo no interviene (el arquismo, es decir, la ley y la policía) ni impone su severi­dad, hay impulso a la promiscuidad sexual. Representémonos las bacanales, saturnales, florales de la Antigüedad -fiestas carnavalescas medioevales, kermesses flamencas, clubs eróti­cos del siglo de los enciclopedistas-, verbenas contemporá­neas. Reacciones que pueden o no gustarme, pero reacciones al fin.



Los sentimientos se hallan sujetos a enfermedades, al igual que todas las facultades o funciones, lesionadas o desgastadas. La indigestión es una enfermedad de la función nutritiva, lle­vada al exceso. El cansancio es el “surmenage” producido por el ejercicio. La tisis pulmonar es la enfermedad del pulmón le­sionado. El sacrificio es la ampliación de la abnegación. El odio es, a menudo, una enfermedad del amor. Los celos, otra.



El nacionalismo, el chauvinismo o la patriotería, la belico­sidad, la explotación y la dominación se encuentran en ger­men en los celos, en el acopio, en el exclusivismo amoroso, en la fidelidad conyugal. La moralidad sexual aprovecha siem­pre a los partidos retrógrados, al conservadorismo social. Moralismo y autoritarismo están enlazados uno a otro como la hiedra al roble.



En una novela utópica de M. Georges Delbruck, En el país de la armonía, uno de los personajes, una mujer, define los celos en términos lapidarios: “Para el hombre, afirma ella, el don de la mujer implica la posesión de dicha mujer, el derecho de dominarla, de apalear su libertad, la monopolización de su amor, la interdicción de amar a otro; el amor sirve de pretexto al hombre para legitimar su necesidad de dominio; esta falta de concepción del amor está de tal forma anclada entre los civilizados que no dudan en pagar con su libertad la posibili­dad de destruir la libertad de la mujer que pretenden amar”. Este cuadro es exacto, pero se aplica tanto a la mujer como al hombre. Los celos de la mujer son tan monopolizadores como los del hombre.



El amor tal y como lo entienden los celosos es, por consi­guiente, una categoría del arquismo. Es una monopolización de los órganos sexuales, palpables, de la piel y del sentimiento de un humano en provecho de otro, exclusivamente. El estatis­mo es la monopolización de la vida y de la actividad de los habitantes de toda una comarca en provecho de los que la ad­ministran. El patriotismo es la monopolización en provecho de la existencia del Estado, de las fuerzas vivas humanas, de todo un conjunto territorial. El capitalismo es la monopolización a beneficio de un pequeño número de privilegiados, en cuya posesión se encuentran las máquinas y los géneros necesarios a la vida, de todas las energías y facultades productoras del resto de los hombres.



La monopolización estatista, religiosa, patriótica, capitalis­ta, etc., está en germen en los celos, pues es evidente que éstos han precedido las dominaciones política, religiosa, capitalista.



A los celosos convencidos que afirman que los celos son una función del amor, los individualistas recordarán que, en su sentido más elevado, el amor puede también consistir en que­rer, por encima de todo, la dicha de quien se ama, en querer hallar alegría en la realización al máximo de la personalidad del objeto amado. Este razonamiento, este pensamiento, en quienes lo alimentan, termina casi siempre por curar los “celos sentimentales”.



En amor, como en todo lo demás, sólo es la abundancia lo que aniquila los celos y la envidia. De la misma forma que la satisfacción intelectual se deriva de la abundancia cultural pues­ta a la disposición del individuo; del mismo modo que aplacar el hambre se deduce de la abundancia de alimento puesto a la disposición del individuo..., la eliminación de los celos depen­de de la “abundancia” sensual y sentimental que pueda reinar en el medio en donde el individuo se desenvuelve.



¿Y de qué forma se aderezará esta abundancia para que nadie sea dejado a un lado, puesto aparte, “sufra”, por así decirlo? He aquí la cuestión que ha de resolverse. En su Teoría Universal de la Asociación, Fourier lo tenía resuelto constitu­yendo el matrimonio de tal forma “que cada uno de los hom­bres pueda tener todas las mujeres y cada una de las mujeres todos los hombres”.



Ése es el remedio para los celos, el exclusivismo sentimental o la apropiación sexual, remedio que yo resumiré en esta fór­mula tomada a Platón: “Todos a todas, todas a todos”. ¿Podrá este remedio conciliarse con los principios del individualismo anarquista, convenir a individualistas?



Mi respuesta es que conviene ciertamente a los individualistas prestos, para tomar una expresión de Stirner, perder algo de su libertad para que se afirme su individualidad. ¿Qué persiguen asociándose, en el dominio sentimental sexual, un número dado de individualistas? ¿Será aumentar, mantener o reducir más y más el sufrimiento? Si lo que persiguen es este último fin, si es en la desaparición del sufrimiento donde se afirma su individuali­dad de asociados, en la esfera que nos ocupa, el amor perderá gradualmente su carácter pasional para llegar a ser una simple manifestación de compañerismo; el monopolio, la arbitrariedad, el reparo a darse desaparecerán cada día más, haciéndose cada vez más raros. Ésa es la camaradería amorosa.



¿Qué se entiende por camaradería amorosa? Una concep­ción de asociación voluntaria englobando las manifestaciones amorosas, los gestos pasionales o voluptuosos. Es una comprensión más completa del compañerismo que la sola camara­dería intelectual o económica. Nosotros no decimos que la camaradería amorosa es una forma más elevada, más noble, más pura; decimos simplemente que es una forma más com­pleta de compañerismo. Toda camaradería que comprende tres, dígase lo que se quiera, es más completa que la que sólo com­prende dos.



Practicar la camaradería amorosa quiere decir para mí ser un camarada más íntimo, más completo, más próximo. Y por el mero hecho de estar ligado por la práctica de la camaradería amorosa con el que es tu compañero, tu compañera, tú serás para mí -su compañera o su compañero- una o un camarada más cercano, más alter ego, más querido. Entiendo, además, que esto significa servirme de la atracción sexual como de una palanca de compañerismo más amplia, más acentuada. Tam­poco he dicho nunca que esta ética estuviese al alcance de to­das las mentalidades.



Se nos dice que es necesario indicar a qué puerto ha de ir a parar el individuo que se lanza al océano de la diversidad de las formas de vida sentimental o sexual; el medio anarquista individualista al que yo pertenezco sustenta otro punto de vis­ta. Pensamos nosotros que es a posteriori y no a priori, según la experiencia, la comparación, el examen personal, que el individualista debe decidirse por una forma de vida sexual antes que por otra. Nuestra iniciativa y criterio existen para que nos sirvamos de ellos sin dejarnos disminuir por la diversidad o pluralidad de las experiencias. La tentativa, el ensayo, la aventura no nos da miedo. Embarcarse lleva consigo riesgos que conviene calcular; hay que mirar bien de frente antes de tomar el barco. Una vez sobre el mar, ya veremos bien por dónde empuja el viento; lo esencial es que fijemos los ojos en la brújula a fin de quedar con la completa lucidez, aptos siem­pre a “faire le point”. Calcular dónde estamos. Consideramos la vida como una experiencia, y la experiencia por la expe­riencia queremos.

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