jueves, 31 de diciembre de 2009

MATERNIDAD LIBRE x Paul Robin


Paul Robin (1837-1912) fue uno de los fundadores de la mo­derna pedagogía francesa. Excluido de la Primera Internacio­nal por su apoyo a Bakunin, vivió exiliado en Suiza y Gran Bretaña. En Francia fundó y dirigió el Orfanato de Prévost, en Oise, en el cual 600 niños recibieron una educación libertaria entre 1880 y 1894. El presente artículo, bajo el título original de “Amor y maternidad libres”, fue publicado en La Protesta del 11 de abril de 1906, Buenos Aires.

E1 matrimonio se ha practicado en todas partes y siempre en condiciones absurdas, odiosas y opresivas, y ha tenido como lógica consecuencia, en la inmensa mayoría de casos, el true­que de las naturales y espontáneas alegrías del amor en durísi­ma esclavitud doble y recíproca. El hecho -aunque velado por las preocupaciones religiosas y legales y disimulado por el arte del fingimiento- ha sido patente y muchos pensadores se han dedicado a su estudio sin resultado positivo inmediato, hasta que por último se ha venido a parar a la única solución radical y eficaz: la libertad del amor.

Entre las obras en que se ha sostenido esta tesis, me com­plazco en citar en primer término el notabilísimo libro Ele­mentos de ciencia social, de un médico inglés, publicado en 1854 y traducido a varios idiomas, uno de cuyos capítulos se titula audazmente “La pobreza, su única causa, su único reme­dio”. La causa, según el autor, es el matrimonio; el remedio es... el amor estéril (el autor emplea una expresión más precisa que no me atrevo a reproducir). Este libro es voluminoso, com­pacto, atestado de hechos y de argumentos, y pertenece a la clase de los que no leen las gentes superficiales.

Otros han abordado una sola parte del problema, comba­tiendo el matrimonio legal, y reemplazándolo por la unión li­bre, especie de matrimonio que, en su concepto, ofrece probabilidades de duración y constancia iguales o superiores a las del consagrado por la autoridad. Paul Lecombe sostiene este pensamiento en su libro, ya viejo: El matrimonio libre.

Más atrevidas aún, haciendo propaganda por el hecho, muchas parejas declaran públicamente su unión libre y se abs­tienen de toda ceremonia o se limitan a ceremonias familiares. Como casos notables, citemos en Francia las uniones de las hijas de Eliseo Reclus; en Inglaterra, las de E. Lanchester y de E. Wardlaw Best. Pero en esas uniones, aunque despojadas de un detalle funesto, la sumisión a la Iglesia o al Estado, queda subsistente el mal fundamental, el germen de todos los sufri­mientos que hacen detestable al matrimonio.

No me detendré un solo instante en las objeciones de origen teológico presentadas contra el amor libre. El que apoya la ficción Dios va contra la realidad hombre, y como consecuen­cia, el que busca la felicidad humana ha de desechar la idea de un Dios cruel inventado por la imaginación aterrorizada de los primitivos, explotada por los hábiles y conservada por un sentimiento irreflexivo; idea sin utilidad práctica, antes al contra­rio, causa de la sobrepoblación y miseria consecutiva, de innu­merables y horribles matanzas que consigna la historia.

La única objeción seria es la de la situación de los hijos fuera de la pretendida protección legal, y a pesar de lo que digan los incapaces de someter el asunto al cálculo, lo cierto es que la objeción subsiste siempre, aun en una sociedad comu­nista, porque la respuesta que puede dársele es la misma en la hipótesis de aquella sociedad ideal que en la realidad de la so­ciedad presente: la libertad del amor presupone la libertad de la maternidad.

La mujer debe tener, no diré el derecho, no sé ya lo que significa esa palabra vieja y gastada por el abuso, sino más bien la ciencia y el poder de no ser madre sino cuando lo haya decidido después de madura reflexión. Creo haber sido el pri­mero en afirmar claramente esta solución única en el Congreso Feminista de París (abril de 1896) y en el segundo Congreso para Proteger y Aumentar la Población (diciembre de 1896).

He aquí resumida mi doctrina desde el punto de vista femenino:

Una joven no debe casarse ni despojarse de la escasa liber­tad que posee. Permanezca el más tiempo posible dueña de sí misma, escoja libremente sus compañeras y compañeros, y para que sea respetada su libertad sobre este punto, cuídese de res­petar la de los demás; absténgase de criticar los actos ajenos, empezando por sí misma la reforma de la pretendida “opinión pública”, que se mezcla siempre en lo que no le importa y es más tiránica que las mismas leyes positivas. Tenga la seguridad de que no desobedece ninguna ley nacional teniendo los aman­tes que le plazca: pero entienda que comete una gran falta con­tra la verdad moral si crea a la casualidad hijos cuya educación y sustento no estén asegurados.

La libertad de la maternidad es la condición indispensable de la libertad del amor, y la mujer no debe tener otros guías que la ciencia fisiológica y la prudencia sexual. Si después de más o menos numerosos experimentos, encuentra un compa­ñero con quien, en perfecta conformidad de cultura y de gus­tos, cree que podrá pasar una vida larga y dichosa, asóciese definitivamente con él, si le parece bien, sin quedarse en las vanas sanciones legales, y se dé la inmensa satisfacción de tener hijos que podrá criar y educar imponiéndoles únicamente su nombre.

Si el compañero amado, escogido definitivamente, realiza el ideal soñado, lo que rarísimamente ocurre en el matrimonio legal actual, no hay para qué someterse a la ley para concurrir con empeño y en compañía de la madre al sustento y a la edu­cación de los hijos queridos. Si los amantes se equivocan y la concordia se interrumpe por incompatibilidad manifestada más tarde, y sobreviene la separación, al amor no sucederá el odio, como ocurre hoy en día, pudiendo continuar la amistad, cuan­do no una pacífica indiferencia, en tanto que la honradez im­pulsará al hombre a contribuir al sostenimiento material de los frutos de su antiguo amor.

Si, a pesar de tantas precauciones, una mujer se uniese a un tunante, lo que apenas puede considerarse como posible, se separará de él llevándose sus hijos a su solo cargo y dirección, quedando en desgraciada situación indudablemente, pero sin aumentar su infortunio más con los tormentos artificiales que añaden las leyes opresivas.

Reconocida como mayor de edad, dueña natural de sus hi­jos, no permanecerá esclava de un tirano que pueda mortificar­la impunemente, robarle el fruto de su trabajo, su ahorro y el pan de sus hijos.

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