viernes, 25 de diciembre de 2009

Comentarios a la sociedad del espectáculo x Guy Debord


A la memoria de Gérard Lebovici, asesinado en París, el 5 de Marzo de 1984, en una asechanza que permanece en el misterio.

“Por muy críticas que sean la situación y las circunstancias en que os encontréis, no desesperéis. En las ocasiones en las que cabe temer de todo, es preciso no temer nada; cuando se está rodeado de todos los peligros, no hay que dejarse intimidar por ninguno; cuando se está sin ningún recurso, hay que contar con todos los recursos; cuando se ha sido sorprendido, hay que sorprender al enemigo”
Sun Tse, El arte de la guerra

I

Estos Comentarios no tardarán, sin duda, en ser conocidos por unas cincuenta o sesenta personas; lo cual ya es decir mucho en los tiempos que vivimos y tratándose de asuntos de tamaña gravedad. Pero también se debe a que en ciertos ambientes tengo fama de entendido. Además, hay que considerar que, de esa elite que se interesará por ellos, la mitad o poco menos se compone de gente que se dedica a defender el sistema de dominación espectacular, y la otra mitad, de gente que se obstina en hacer todo lo contrario. Así que, debiendo tener
en cuenta a unos lectores muy atentos e influyentes en distintos sentidos, obviamente no puedo hablar con entera libertad. Sobre todo debo cuidarme de no enseñar demasiado sin mirar a quien.

La desdicha de los tiempos me obligará, pues, a estrenar una vez más una nueva forma de escribir. Ciertos elementos se omitirán deliberadamente; el plan no debe quedar demasiado claro. Se podrá encontrar algún que otro engaño: es el sello de la época. Con tal de insertar acá y acullá algunas páginas más, puede que aparezca el sentido del conjunto: así se añadían a menudo cláusulas secretas a lo que ciertos tratados estipulaban abiertamente, y asimismo ocurre que ciertos agentes químicos revelan una parte desconocida de sus propiedades sólo cuando se hallan asociados a otros. Por otra parte, aún quedarán en esta obrita demasiadas cosas que serán, por desgracia, fáciles de comprender.

II

En 1967 demostré en un libro, La sociedad del espectáculo, lo que el espectáculo moderno era ya esencialmente: el dominio autocrático de la economía mercantil que había alcanzado un status de soberanía irresponsable y el conjunto de las nuevas técnicas de gobierno que acompañan ese dominio. Las revueltas de 1968, que en varios países se prolongaron a lo largo de los años siguientes, en ningún lugar derribaron la organización existente de la sociedad, de la que el espectáculo brota como espontáneamente; de modo que éste ha continuado reforzándose por doquier, es decir, expandiéndose por los extremos hacia todos lados, al mismo tiempo que aumentaba de densidad en el centro. Incluso ha aprendido algunos nuevos procedimientos defensivos, cosa que les suele suceder a los poderes atacados. Cuando inicié la crítica de la sociedad espectacular, se reparó sobre todo, dado el momento, en el contenido revolucionario que cabía descubrir en tal crítica y en el cual se veía, como es natural, el aspecto más molesto de la misma. En cuanto al propio tema, se me ha acusado a veces de habérmelo inventado de cabo a rabo, y en todo caso, de haberme excedido en mi apreciación de la profundidad y la unidad de dicho espectáculo y de su acción real. Debo admitir que quienes después han publicado libros sobre el mismo asunto han demostrado perfectamente que se podía decir menos. No les hacía falta más que reemplazar el conjunto y su movimiento por un solo detalle estático de la superficie del fenómeno; la originalidad de cada autor se complacía en escoger otro detalle distinto y, por ende, tanto menos inquietante. Ninguno de ellos quiso viciar la modestia científica de su interpretación personal mezclándola con temerarios juicios históricos.

Pero, en fin, la sociedad del espectáculo no por ello dejó de proseguir su marcha. Y va deprisa, puesto que en 1967 no tenía apenas más de cuarenta años, aunque muy bien aprovechados. Y por su propio movimiento, que nadie se tomaba ya la molestia de estudiar, demostraría luego con admirables proezas que su naturaleza efectiva era exactamente la que yo decía. Dejar eso bien sentado tiene algo más que un valor académico; pues es indispensable, sin duda, haber reconocido la unidad y la articulación de la fuerza operante que es el espectáculo para ser capaz de indagar, a partir de ahí, en qué direcciones esa fuerza, siendo lo que era, se ha podido desplazar. Son cuestiones de gran interés: se trata de las condiciones en las que necesariamente se ha de jugar de ahora en adelante el conflicto en la sociedad. Dado que el espectáculo es hoy en día indudablemente más poderoso de lo que era antes, ¿qué hace con ese poder suplementario? ¿Hasta dónde ha llegado que no hubiera llegado antes? ¿Cuáles son, en suma, sus líneas de operaciones en este momento? La vaga sensación de que se trata de una especie de invasión rápida, que obliga a la gente a llevar una vida muy diferente, está actualmente muy difundida; pero eso se experimenta más bien a la manera de una modificación inexplicada del clima o de otro equilibrio natural, modificación ante la cual la ignorancia sólo sabe que no tiene nada que decir. Y lo que es más, muchos la aceptan como una invasión civilizadora, a más de inevitable, e incluso sienten ansias de colaborar en ella. Prefieren no saber para qué sirve exactamente esa conquista ni adónde va.

Voy a mencionar algunas consecuencias prácticas, poco conocidas aún, que resultan de ese rápido despliegue del espectáculo durante los últimos veinte años. No me propongo entrar en polémicas, demasiado fáciles ya a estas alturas y demasiado inútiles, sobre ningún aspecto de la cuestión; ni tampoco me propongo convencer a nadie. Los presentes comentarios no tienen afán alguno de moralizar. No encaran lo que es deseable o simplemente preferible. Se limitan a observar lo que es.

III

Ahora que nadie puede razonablemente dudar de la existencia del espectáculo ni de su poderío, sí cabe dudar, por el contrario, de que sea razonable añadir algo más a una cuestión que la experiencia ha zanjado de modo tan draconiano. El diario Le Monde del 19 de septiembre de 1987 ilustraba felizmente la fórmula “De lo que existe, ya no es necesario hablar”, verdadera ley fundamental de estos tiempos espectaculares que, en este aspecto al menos, no han dejado atrasado a ningún país: “El que la sociedad contemporánea es una sociedad de espectáculo es cosa obvia. Pronto habrá que señalar a quien no quiera señalarse. Son incontables ya las obras que describen un fenómeno que ha acabado por caracterizar a las naciones industriales, sin perdonar a los países atrasados con respecto a su tiempo. Pero lo gracioso es que también los libros que analizan ese fenómeno, en general para deplorarlo, deben rendir tributo al espectáculo para darse a conocer.” Es cierto que esa crítica espectacular del espectáculo, que llegó tarde y que para colmo quiere “darse a conocer” en el mismo terreno, se limitará forzosamente a vanas generalidades o a lamentos hipócritas; y no menos vana parece esa sabiduría desencantada que hace el payaso en un periódico.

La vacua discusión sobre el espectáculo, es decir, sobre lo que hacen los propietarios del mundo, la organiza, pues, el espectáculo mismo: se insiste en los grandiosos medios del espectáculo, a fin de no decir nada acerca de su grandioso uso. A menudo se prefiere hablar, más que de espectáculo, de “medios de comunicación”. Con eso se pretende designar un simple instrumento, una especie de servicio público que administra con imparcial “profesionalidad” la nueva riqueza de la comunicación entre todos debida a los mass media; comunicación que ha accedido finalmente a la pureza unilateral, donde la decisión ya tomada se deja admirar tranquilamente. Lo que se comunica son órdenes; y no deja de ser muy armonioso que quienes las han impartido sean los mismos que dirán lo que opinan de ellas.

El poder del espectáculo, tan esencialmente unitario, centralizador por la fuerza misma de las cosas y perfectamente despótico en su espíritu, se indigna a menudo al ver que bajo su dominio se van constituyendo una política-espectáculo, una justicia-espectáculo, una medicina-espectáculo y otros no menos sorprendentes “excesos de los media”. El espectáculo, por tanto, no parece ser otra cosa que un exceso de los media, cuya naturaleza indiscutiblemente buena, puesto que sirven para comunicar, conduce a veces a excesos. Con bastante frecuencia los amos de la sociedad declaran que sus empleados mediáticos los atienden mal; más a menudo reprochan a la plebe de los espectadores su proclividad a entregarse a los placeres mediáticos sin recato alguno, casi bestialmente. Tras una multitud virtualmente infinita de supuestas divergencias mediáticas se disimula así lo que es, por el contrario, el resultado de una convergencia espectacular que se viene persiguiendo deliberadamente y con notable tenacidad. Así como la lógica de la mercancía prevalece sobre las diversas ambiciones rivales de todos los comerciantes, o como la lógica de la guerra domina siempre las frecuentes modificaciones del armamento, así la severa lógica del espectáculo domina por todas partes la creciente diversidad de las extravagancias mediáticas.

Dentro de todo lo que ha sucedido a lo largo de los últimos veinte años, el cambio más importante reside en la propia continuidad del espectáculo. Su importancia no es un resultado del perfeccionamiento de su instrumentación mediática, que había alcanzado ya antes un estadio de desarrollo muy avanzado, sino que consiste sencillamente en que la dominación espectacular ha logrado criar a una generación sometida a sus leyes. Las condiciones sobremanera novedosas en las que esa generación, en su conjunto, ha efectivamente vivido, constituyen un resumen exacto y suficiente de todo lo que el espectáculo está impidiendo a partir de ahora, y también de todo lo que permite.

IV

En el plano simplemente teórico, no tengo que añadir a lo que había formulado anteriormente más que un detalle, pero de mucho peso. En 1967 distinguí dos formas sucesivas y rivales del poder espectacular, la concentrada y la difusa. Una y otra planeaban por encima de la sociedad real, como su meta y su mentira. La primera, que colocaba en un primer plano la ideología resumida en torno a una personalidad dictatorial, había acompañado la contrarrevolución totalitaria, tanto la nazi como la estalinista. La otra, que incitaba a los asalariados a escoger libremente entre una gran variedad de mercancías nuevas que rivalizaban unas con otras, representaba aquella americanización del mundo que en algunos aspectos espantaba, pero también seducía a los países en donde se habían conservado durante más tiempo las condiciones de las democracias
burguesas de tipo tradicional. Desde entonces se ha venido constituyendo una tercera forma, por combinación equilibrada de las dos precedentes y sobre la base general del triunfo de la que se había mostrado más fuerte, la forma difusa. Se trata de lo espectacular integrado, que hoy tiende a imponerse en el mundo entero.

El lugar predominante que ocuparon Rusia y Alemania en la formación de lo espectacular concentrado y los Estados Unidos en la de lo espectacular difuso parece haber correspondido a Francia e Italia a la hora de instaurar lo espectacular integrado, debido al juego de una serie de factores históricos comunes: el papel importante de los partidos y sindicatos estalinistas en la vida política e intelectual, una débil tradición democrática, la prolongada monopolización del poder por un solo partido de gobierno, y la necesidad de acabar con una contestación revolucionaria que había aparecido por sorpresa.

Lo espectacular integrado se manifiesta a la vez como concentrado y difuso, y a partir de tan provechosa unificación ha sabido utilizar ambas cualidades más a lo grande. Su modo de aplicación anterior ha cambiado mucho. En cuanto al Iado concentrado, el centro dirigente ha pasado a estar oculto: no lo ocupa ya nunca un jefe conocido ni una ideología clara. Y en cuanto al Iado difuso, la influencia espectacular jamás había marcado hasta tal extremo la casi totalidad de las conductas y de los objetos que se producen socialmente. Pues el sentido final de lo espectacular integrado es que se ha integrado en la realidad misma a medida que hablaba de ella, y que la reconstruyó tal y como de ella hablaba. De manera que esa realidad ahora ya no permanece frente a lo espectacular como algo que le fuese ajeno. Cuando lo espectacular estaba concentrado, se le escapaba la mayor parte de la sociedad periférica; cuando estaba difuso, una parte muy pequeña; hoy en día, no se le escapa nada. El espectáculo se ha entremezclado con toda realidad, por efecto de irradiación. Como en teoría era fácil de prever, la experiencia práctica del cumplimiento desenfrenado de las voluntades de la razón mercantil demostraría rápidamente y sin excepción que el hacerse mundo la falsificación era también un hacerse falsificación el mundo. Excepto un legado todavía importante, pero destinado a menguar cada vez más, de libros y edificios antiguos, por lo demás con cada vez mayor frecuencia seleccionados y puestos en perspectiva según las conveniencias del espectáculo, no existe ya nada, ni en la cultura ni en la naturaleza, que no haya sido transformado y contaminado conforme a los medios y los intereses de la industria moderna. Incluso la genética se ha vuelto plenamente accesible a las fuerzas dominantes de la sociedad.

El gobierno del espectáculo, que ostenta actualmente todos los medios de falsificar el conjunto tanto de la producción como de la percepción, es dueño absoluto de los recuerdos, así como es dueño incontrolado de los proyectos que forjan el porvenir más lejano. Reina solo en todas partes; ejecuta sus juicios sumarios.

En tales condiciones, vemos desencadenarse repentinamente y con alegría carnavalesca una parodia del fin de la división del trabajo, que halla tanto mejor acogida en cuanto que coincide con el movimiento general de desaparición de toda competencia verdadera. Un financiero se pone a cantar, un abogado se mete a informante de la policía, un panadero expone sus preferencias literarias, un actor se mete a gobernar, un cocinero se lanza a filosofar sobre los momentos de cocción como hitos de la historia universal. Cada cual puede salir en el espectáculo para entregarse en público - a veces por haberse dedicado a ella en secreto - a una actividad enteramente distinta de la especialidad por la cual se había dado a conocer inicialmente. Allí donde la posesión de un “status mediático” ha adquirido una importancia infinitamente mayor que aquello que uno haya sido capaz de hacer realmente, es normal que tal status sea fácilmente transferible y que otorgue el derecho a brillar de igual modo en otro sitio cualquiera. Las más de las veces, esas partículas mediáticas aceleradas persiguen simplemente su carrera dentro de lo admirable que el reglamento garantiza. Pero también sucede que la transición mediática sirve de tapadera a múltiples empresas oficialmente independientes, pero en realidad secretamente vinculadas por diferentes redes ad hoc. De manera que a veces la división social del trabajo, así como la solidaridad por lo general previsible de su empleo, reaparecen bajo formas enteramente novedosas: hoy en día se puede, por ejemplo, publicar una novela para preparar un asesinato. Esos ejemplos pintorescos significan también que uno no puede ya fiarse de nadie en razón de su oficio.

Pero la mayor ambición de lo espectacular integrado sigue siendo que los agentes secretos se hagan revolucionarios y que los revolucionarios se hagan agentes secretos.

V

La sociedad modernizada hasta llegar al estadio de lo espectacular integrado se caracteriza por el efecto combinado de cinco rasgos principales: la innovación tecnológica incesante; la fusión de la economía y el Estado; el secreto generalizado; la falsedad sin res- puesta; un presente perpetuo.

El movimiento de innovación tecnológica viene de lejos y es constitutivo de la sociedad capitalista, a veces llamada industrial o posindustrial. Pero desde que inició su aceleración más reciente (inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial), viene reforzando la autoridad espectacular con mucha mayor eficacia, ya que de resultas de tanta innovación cada uno descubre que se halla enteramente entregado al conjunto de los especialistas, a sus cálculos y a sus juicios, satisfechos siempre, acerca de esos cálculos. La fusión de la economía y el Estado es la tendencia más manifiesta de este siglo; por lo menos se ha convertido en motor de su desarrollo económico más reciente. La alianza defensiva y ofensiva entre las dos potencias, la economía y el Estado, les ha asegurado los más pingües beneficios comunes en todos los ámbitos: cabe decir que una de ellas posee a la otra; es absurdo oponerlas o distinguir sus razones y sus sinrazones. Esa unión se ha mostrado asimismo muy favorable al desarrollo de la dominación espectacular, que desde su formación no había sido otra cosa que precisamente eso. Los tres últimos rasgos son los efectos directos de esa dominación en su estadio integrado.

El secreto generalizado está detrás del espectáculo, como complemento decisivo de lo que muestra y, si vamos al fondo de las cosas, como su operación más importante.

El solo hecho de no tener respuesta ha dado a la falsedad una cualidad enteramente nueva. En el mismo acto, lo verdadero ha dejado de existir en casi todas partes o, en el mejor de los casos, se ha visto reducido a la condición de una hipótesis que no puede demostrarse jamás. La falsedad sin respuesta ha logrado hacer desaparecer la opinión pública, que primero se vio incapaz de hacerse oír y luego, muy pronto, incluso de formarse siquiera. Lo cual trae obviamente consigo importantes consecuencias para la política, las ciencias aplicadas, la justicia y el conocimiento del arte.

La construcción de un presente en el cual la moda misma, desde la ropa hasta los cantantes, se ha inmovilizado, un presente que quiere olvidar el pasado y que ya no da la impresión de creer en un porvenir, se obtiene mediante el incesante tránsito circular de la información, que vuelve a cada instante sobre una lista muy sucinta de las mismas sandeces que se anuncian apasionadamente como noticias importantes; mientras que sólo raras veces se transmiten, como a tirones, las noticias verdaderamente importantes, relativas a lo que cambia efectivamente. Éstas se refieren siempre a la condena que este mundo parece haber dictado contra su propia existencia, las etapas de su autodestrucción programada.

VI

El primer designio de la dominación espectacular era hacer desaparecer el conocimiento histórico en general, empezando por casi toda la información y todos los comentarios razonables acerca del pasado más reciente. No hace falta explicar evidencia tan flagrante. El espectáculo organiza con maestría la ignorancia acerca de lo que está pasando, y acto seguido el olvido de cuanto a pesar de todo acaso se haya llegado a saber. Lo más importante es lo más oculto. A lo largo de los últimos veinte años, nada ha sido ocultado bajo tantas mentiras decretadas como la historia del mayo de 1968. Aun así se han podido sacar lecciones útiles de algunos estudios desengañados sobre aquellas jornadas y sus orígenes; pero eso es secreto de Estado.

En Francia, hace unos diez años, un presidente de la república, olvidado después pero que por entonces flotaba en la superficie del espectáculo, expresó ingenuamente la alegría que sentía al “saber que a partir de ahora viviremos en un mundo sin memoria, donde una imagen sigue a otra indefinidamente, como en la superficie del agua”. Eso es ciertamente cómodo para quien tiene la sartén por el mango y sabe cómo no soltarla. El fin de la historia ofrece un plácido reposo a todo poder presente. Le garantiza sin falta el éxito del conjunto de sus empresas, o cuando menos el ruido del éxito.

Un poder absoluto suprime la historia de modo tanto más radical cuanto más imperiosos sean los intereses o las obligaciones que lo impulsan a ello, y sobre todo en función de las mayores o menores facilidades prácticas de ejecución que encuentre. Ts\'in Shi-Huang-Ti mandó quemar los libros, pero no consiguió eliminarlos todos. En nuestro siglo, Stalin llevó más lejos
la realización de semejante proyecto, pero pese a las complicidades de toda clase que hallara allende las fronteras de su imperio, una vasta zona del mundo quedaba inaccesible a su policía, y ahí la gente se reía de sus imposturas. Lo espectacular integrado ha tenido mayor éxito, al emplear procedimientos sumamente novedosos y operando esta vez a escala mundial. Ya no está permitido reírse de la necesidad que se hace respetar en todas partes; y, en todo caso, ya no hay manera de dar a conocer que uno se está riendo de ella.

El dominio de la historia era lo memorable, la totalidad de los acontecimientos cuyas consecuencias se harían sentir durante largo tiempo. Era también, de modo indisociable, el conocimiento que había de durar y que ayudaría a comprender, al menos en parte, lo nuevo que iba a suceder: “Una adquisición para siempre”, dice Tucídides. De ahí que la historia fuera la medida de la verdadera novedad; y quien vende la novedad tiene todo el interés del mundo en hacer desaparecer el medio de medirla. Cuando lo importante se hace reconocer socialmente como lo que es instantáneo y lo seguirá siendo al instante siguiente, que es otro y el mismo, y que reemplazará cada vez a otra importancia instantánea, entonces cabe decir también que el medio utilizado garantiza una especie de eternidad a esa insignificancia que grita tanto.

La preciosa ventaja que el espectáculo ha obtenido de haber colocado fuera de la ley a la historia, de haber condenado ya a toda la historia reciente a pasar a la clandestinidad, y de haber logrado relegar al olvido, en general, el espíritu histórico de la sociedad, consiste, en primer lugar, en ocultar su propia historia: el movimiento mismo de su reciente conquista del mundo. Su poder parece ya familiar, como si hubiera estado ahí desde siempre. Todos los usurpadores han querido hacer olvidar que acababan de llegar.

VII

Con la destrucción de la historia, incluso el acontecimiento contemporáneo se pierde inmediatamente en una lejanía fabulosa, entre relatos imposibles de verificar, estadísticas incontrolables, explicaciones inverosímiles y argumentos insostenibles. A todas las necedades que se difunden de manera espectacular, no cabe más respuesta que alguna que otra rectificación o advertencia respetuosa por parte de otros colaboradores de los media; y aun ésas las escatiman, pues, dejando a un lado su ignorancia supina, su solidaridad de oficio y de corazón con la autoridad general del espectáculo y con la sociedad de la que es expresión los hace sentir que es un deber, e incluso un placer, no discrepar nunca de dicha autoridad, cuya majestad no se debe ofender. No hay que olvidar que todo personaje de los media tiene siempre un dueño, y a veces varios, tanto en razón del salario como de otras recompensas y gratificaciones; y que cada uno de ellos sabe que es reemplazable.

Todos los expertos pertenecen a los media y al Estado: por eso se los reconoce como expertos. Todo experto sirve a un dueño, puesto que cada una de las antiguas posibilidades de independencia ha quedado reducida a casi nada por las condiciones de organización de la sociedad presente. El experto que mejor sirve es, desde luego, el experto que miente. Quienes necesitan al experto son, por motivos distintos, el falsificador y el ignorante. Allí donde el individuo no reconoce ya nada por sí mismo, el experto lo tranquilizará terminantemente. Antes era normal que hubiera expertos en arte etrusco; y eran siempre competentes, ya que el arte etrusco no está en el mercado. Pero una época que encuentra rentable, por ejemplo, falsificar químicamente diversos vinos célebres, no logrará venderlos sino a condición de haber formado a unos expertos en vino que enseñen a las almas de cántaro a cobrarles afición a los nuevos aromas, que son más fáciles de reconocer. Cervantes observa que “debajo de mala capa suele haber buen bebedor”. Quien entiende de vinos ignora a menudo las reglas de la industria nuclear; pero la dominación espectacular cree que si algún experto ha conseguido tomarle el pelo a un buen catador de vinos en materia de industria nuclear, otro experto conseguirá fácilmente hacer lo mismo en materia de vinos. También es sabido, por ejemplo, que el experto en meteorología televisiva que anuncia las temperaturas o las lluvias previstas para las siguientes cuarenta y ocho horas debe hablar con mucha cautela, debido a la obligación de mantener los equilibrios económicos, turísticos y regionales, con tanta gente circulando tan a menudo por tantas carreteras, entre lugares igualmente desolados; de modo que se ve obligado a brillar más bien como animador.

Un aspecto de la desaparición de todo conocimiento histórico objetivo se manifiesta en el hecho de que cualquier reputación personal se ha vuelto maleable y rectificable a discreción por quienes controlan toda la información: la que se recibe y aquella otra, muy distinta, que se difunde; ellos tienen, pues, licencia ilimitada para falsificar. Y es que una evidencia histórica de la que en el espectáculo no se quiere saber nada ya no es evidencia. Allí donde nadie posee ya más renombre que el que se le ha otorgado como un favor por la benevolencia de una corte espectacular, cualquiera puede caer en desgracia en cualquier instante. La notoriedad antiespectacular se ha convertido en algo extremadamente raro. Yo mismo soy uno de los últimos seres vivos que la poseen y que jamás tuvieron otra. Pero eso se ha hecho también extraordinariamente sospechoso. La sociedad se ha proclamado oficialmente espectacular. Ser conocido al margen de las relaciones espectaculares, eso equivale ya a ser conocido como enemigo de la sociedad.

Está permitido cambiar de cabo a rabo el pasado de alguien, modificarlo, recreado al estilo de los procesos de Moscú, sin que ni siquiera haga falta cargar con el peso de un proceso. Se puede matar a menor coste. Los falsos testigos, torpes tal vez - pero ¿qué capacidad de percibir tal torpeza podría quedarles a los espectadores que serán testigos de las proezas de esos testigos falsos? -, y los documentos falsos, estupendos siempre, no les pueden faltar a quienes gobiernan lo espectacular integrado ni a sus amigos. Por consiguiente, no se puede ya creer nada acerca de nadie, excepto lo que uno haya comprobado directamente por sí mismo. Pero en realidad muchas veces ni hace falta levantar acusaciones falsas contra alguien. Desde que ellos controlan el mecanismo que rige la única verificación social que goza de un reconocimiento pleno y universal, ellos dicen lo que quieren. El movimiento de la demostración espectacular se confirma por el sencillo expediente de girar sobre sí mismo: volviendo y repitiéndose, afirmando una y otra vez lo mismo en el único terreno en donde reside hoy lo que puede afirmarse públicamente y ser creído, puesto que eso es lo único de lo cual todo el mundo será testigo. La autoridad espectacular puede asimismo negar lo que sea, una vez, tres veces, y decir que no hablará más de ello, y hablar de otra cosa, a sabiendas de que no ha de temer ya ninguna respuesta en su propio terreno, ni en otro tampoco. Es que ya no existe el ágora, la comunidad general, ni tan siquiera unas comunidades limitadas a organismos intermedios o instituciones autónomas, a los salones o a los cafés, a los trabajadores de una sola empresa; no queda sitio en donde el debate sobre las verdades que conciernen a quienes están ahí pueda librarse a la larga de la apabulIante presencia del discurso mediático y de las distintas fuerzas organizadas para aguardar su turno en tal discurso. No existe ya el juicio, con garantías de relativa independencia, de quienes constituían el mundo erudito; por ejemplo, de quienes antaño cifraban su orgullo en una capacidad de verificación que les permitía aproximarse a lo que se llamaba la historia imparcial de los hechos, o al menos creer que ésta merecía ser conocida. No queda ya ni verdad bibliográfica incontestable, y los resúmenes informatizados de los ficheros de las bibliotecas nacionales borrarán sus huellas con tanta mayor facilidad. Uno andaría descarriado si pensara en lo que fueron, en un pasado no muy lejano, los magistrados, los médicos, los historiadores, y en las imperiosas obligaciones a las que a menudo se sometían, dentro de los límites de sus incumbencias respectivas: Los hombres se parecen más a su tiempo que a su padre.

Aquello de lo que el espectáculo puede dejar de hablar durante tres días es como si no existiera. El espectáculo habla entonces de otra cosa, que a partir de ahí, en resumidas cuentas, existe. Como se ve, las consecuencias prácticas son inmensas.

Creíamos saber que la historia había hecho su aparición en Grecia, junto a la democracia. Se puede verificar que está desapareciendo del mundo junto a ella.

Con todo, hay que añadir a esta lista de triunfos del poder un resultado negativo para él: un Estado en cuya dirección se instala a la larga un gran déficit de conocimientos históricos ya no se deja conducir estratégicamente.

VIII

Cuando la sociedad que se proclama democrática ha llegado al estadio de lo espectacular integrado, parece que se la acepta en todas partes como realización de una frágil perfección. Así que ya no se la debe atacar porque es frágil; por lo demás, ya no es posible atacarla, porque es tan perfecta como jamás hubo otra. Es una sociedad frágil porque le cuesta dominar su peligrosa expansión tecnológica. Pero es una sociedad perfecta para gobernarla; la prueba es que todos cuantos aspiran a gobernar quieren gobernar precisamente esta sociedad, con los mismos procedimientos, y conservarla casi exactamente tal como está. Por primera vez
en la Europa contemporánea, ningún partido ni fragmento de partido intenta ya ni tan siquiera fingir que pretende cambiar algo importante. Nadie puede ya criticar la mercancía: ni en cuanto sistema general, ni tan sólo como baratija determinada que a los jefes de empresa les haya convenido lanzar al mercado en ese momento.

En todas partes donde reina el espectáculo, las únicas fuerzas organizadas son las que quieren el espectáculo. Ninguna de ellas puede ser ya, por tanto, enemiga de lo que existe ni transgredir la omertà que afecta a todo. Se ha acabado con aquella inquietante concepción, que había prevalecido durante más de doscientos años, según la cual una sociedad podía ser criticable y transformable, reformada o revolucionaria. Y eso no se ha conseguido gracias a la aparición de nuevos argumentos, sino simplemente porque los argumentos se han vuelto inútiles. Por tal resultado se medirá, más que la felicidad general, la fuerza formidable de las redes de la tiranía.

Jamás hubo censura más perfecta. Jamás la opinión de aquellos a quienes en algunos países se les hace creer todavía que siguen siendo ciudadanos libres ha estado menos autorizada a darse a conocer cuando se trata de decisiones que afectan a su vida real. Jamás estuvo permitido mentirles con tan perfecta impunidad. Se cree que el espectador lo ignora todo y no merece nada. Quien siempre mira para saber cómo continúa, no actuará jamás: así debe ser el espectador. Se oye mencionar frecuentemente la excepción de los Estados Unidos, donde Nixon acabó por sufrir un día las consecuencias de una serie de evasivas de una torpeza excesivamente cínica; pero esa excepción enteramente local, que obedecía a viejas causas históricas, ha dejado muy a las claras de ser cierta, pues hace poco Reagan ha podido hacer lo mismo impunemente. Todo lo que no se sanciona jamás está verdaderamente permitido. Hablar de escándalo sería, por tanto, un anacronismo. A un estadista italiano de primera fila que había oficiado a la vez en el ministerio y en el gobierno paralelo llamado P2, Potere Due, se le atribuye una frase que resume con la mayor profundidad posible el periodo en el cual ha entrado, poco después de Italia y los Estados Unidos, el mundo entero: “Había escándalos, pero ya no los hay.”

En EI 18 de Brumario de Luis Bonaparte, Marx describía el papel invasor del Estado en la Francia del segundo Imperio, que contaba por entonces con medio millón de funcionarios: “Así todo se convierte en objeto de la actividad gubernamental, desde el puente, la escuela y la propiedad comunal de un municipio rural cualquiera, hasta los ferrocarriles, las propiedades nacionales y las universidades provinciales.” La famosa cuestión de la financiación de los partidos políticos se planteaba ya en aquel entonces, pues Marx observa que “los partidos que luchan alternativamente por la supremacía veían en la toma de posesión de este enorme edificio el principal botín del vencedor”. Lo cual, sin embargo, suena un poco bucólico y, como se suele decir, desfasado, en tanto que las especulaciones del Estado de hoy se ocupan más bien de las ciudades satélite y las autopistas, la circulación subterránea y la producción de energía electronuclear, la exploración petrolera y los ordenadores, la administración de los bancos y los centros socioculturales, las modificaciones del “paisaje audiovisual” y las exportaciones clandestinas de armas, la promoción inmobiliaria y la industria farmacéutica, el sector agroalimentario y la administración de los hospitales, los créditos militares y los fondos secretos del departamento siempre creciente que administra los numerosos servicios de protección de la sociedad, Así y todo, Marx goza, por desgracia, de una demasiado prolongada actualidad cuando alude, en el mismo libro, a aquel gobierno “que no toma por la noche las decisiones que quiere ejecutar durante el día, sino que decide de día y ejecuta de noche.”

IX

Esta democracia tan perfecta fabrica ella misma su inconcebible enemigo, el terrorismo. En efecto, prefiere que se la juzgue por sus enemigos más que por sus resultados. La historia del terrorismo la escribe el Estado; por tanto, es educativa. Las poblaciones espectadoras no pueden, por cierto, saberlo todo acerca del terrorismo, pero siempre pueden saber lo bastante como para dejarse persuadir de que, en comparación con ese terrorismo, todo lo demás les habrá de parecer más bien aceptable o, en todo caso, más racional y más democrático.

La modernización de la represión ha acabado por introducir, primero en la experiencia piloto de Italia, bajo el nombre de “arrepentidos”, a unos acusadores profesionales jurados; o sea lo que, con ocasión de su primera aparición en el siglo XVII, tras las revueltas de la Fronda, se llamaba “testigos patentados”. Ese progreso espectacular de la Justicia ha llenado las cárceles italianas de miles de condenados que expían una guerra civil que no tuvo lugar, una especie de vasta insurrección armada que por casualidad nunca vio llegar su hora, un golpismo tejido de la materia de los sueños.

Cabe observar que la interpretación de los misterios del terrorismo parece haber introducido una simetría entre opiniones contradictorias, como si se tratara de dos escuelas filosóficas que profesan unas construcciones metafísicas enteramente antagónicas. Algunos no quieren ver en el terrorismo nada más que evidentes manipulaciones de los servicios secretos; otros, por el contrario, juzgan que lo único que se les debe reprochar a los terroristas es su falta total de sentido histórico. Con una pizca de lógica histórica no se tardaría en concluir que no hay nada de contradictorio en suponer que unas personas que carecen de todo sentido histórico también pueden ser manipuladas, y aun con mayor facilidad que otras. Asimismo es más fácil convertir en “arrepentido” a alguien a quien se puede demostrar que se sabía de antemano todo lo que él creía estar haciendo libremente. Un efecto inevitable de las formas de organización clandestinas de tipo militar es que basta con infiltrar a poca gente en ciertos puntos de la red para hacer actuar - y caer - a muchos. En esas cuestiones de valoración de las luchas armadas, la crítica debe analizar de vez en cuando alguna de esas operaciones en particular, sin dejarse distraer por la semejanza general que acaso revistan todas ellas. Por lo demás, por probabilidad lógica habría que contar con que los servicios de protección del Estado piensen en aprovechar todas las ventajas que encuentran en el terreno del espectáculo, que justamente para eso se ha venido organizando desde hace tiempo; lo asombroso, lo que suena a falso es, por el contrario, que les cueste tanto darse cuenta de eso.

En este ámbito, el interés de la justicia represiva consiste actualmente, sin duda, en generalizar lo más deprisa que se pueda. En esa clase de mercancía lo importante es el embalaje o la etiqueta: el código de barras. Todos los enemigos de la democracia espectacular son iguales, como iguales son todas las democracias espectaculares. Así no puede haber ya derecho de asilo para los terroristas, e incluso cuando no se les reprocha haberlo sido, estaban seguramente a punto de convertirse en terroristas, y la extradición se impone. En noviembre de 1978, respecto al caso de Gabor Winter, un joven obrero tipógrafo a quien el gobierno de la República Federal Alemana acusaba principalmente de haber redactado algunas octavillas revolucionarias, la señorita Nicole Pradain, representante del ministerio público ante la sala de lo criminal del tribunal de apelaciones de París, demostró rápidamente que no se podía alegar “motivaciones políticas”, que el convenio franco-alemán del 29 de noviembre de 1951 contemplaba como única justificación para denegar la extradición: “Gabor Winter no es un delincuente político sino un delincuente social. Rechaza las constricciones sociales. Un verdadero delincuente político no alberga sentimientos de rechazo hacia la sociedad. Ataca las estructuras políticas y no las estructuras sociales, como hace Gabor Winter.” La noción de un delito político respetable no fue reconocida en Europa sino a partir del momento en que la burguesía atacó con éxito las estructuras sociales anteriormente vigentes. La calidad de delito político era indisociable de las diversas intenciones de la crítica social. Eso valía para Blanqui, Varlin y Durruti. Ahora se finge una voluntad de conservar, como un lujo nada costoso, un delito puramente político que sin duda nadie tendrá ya ocasión de cometer, puesto que el tema ya no interesa a nadie, exceptuando a los propios profesionales de la política, cuyos delitos no se persiguen casi nunca ni tampoco se llaman ya delitos políticos. Todos los delitos y todos los crímenes son, efectivamente, sociales. Pero de todos los crímenes sociales ninguno debe considerarse peor que la impertinente pretensión de querer todavía cambiar algo en esta sociedad, que cree que hasta ahora ha sido demasiado paciente y demasiado buena, pero que no quiere que se la siga criticando.

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