La aparición de Michel Onfray en el panorama filosófico francés fue una brisa fresca que ayudó a quitarle el corset a la Zeigeist del postestructuralismo de las tres grandes figuras ( Michel Foucault, Jacques Derrida y Gilles Deleuze ). De alguna manera, su pensamiento abría una nueva manera de pensar, antiacadémica, ligada, en cierto sentido, a la tradición sartreana. Posicionado como un nietzscheano de izquierda, emparentado con los planteos de Georges Bataille , el programa filosófico de Onfray se constituía como una vuelta sobre el desarrollo de un ética como estética de la existencia, combinando elementos del pensamiento anarquista más radical, del dandismo, el hedonismo y el libertarismo.
Luis D. Fernández
La naturaleza exige, la cultura traspone.
Michel Onfray
¿Quién no ha escuchado hablar de la nueva superestrella francesa?, un niño terrible que, como Pierre Bourdieu en la sociología, se hizo desde abajo, desde una pobreza rural que el filósofo de muchos libros, fundador, además, de una Universidad Popular en Caen (2002), como el buen materialista que profesa ser —un hedonista que, a los veintiocho años, encaró un ataque al corazón con inquebrantable determinación filosófica— jamás soslaya ni disimula, sino que, por el contrario, pone en contexto, como en el prólogo a La razón del gourmet (1999), donde plantea, de una manera autobiográfica, la ecuación —hacer de la necesidad una virtud— que fundamenta su filosofía del gusto :
Recuerdo un domingo frío y lluvioso, tal vez en otoño, o en el rigor de los comienzos de invierno que nunca terminan con la humedad y las lloviznas. Mi padre trababa un pedazo de tierra, cuyo usufructo le había permitido su patrón, con el fin de convertirlo en un huerto para su propio uso… Durante toda la jornada, mi padre trabajó bajo la espesa llovizna, a fuerza de tozudez… Así pues, el huerto de mi padre. De allí, más tarde, saldrá lo necesario para completar el salario miserable de mi padre. Papas de cáscaras ásperas, zanahorias de aromas azucarados, ensaladas de colores intensos, que lloraban lágrimas de leche en las raíces, habichuelas verdes con arabescos barrocos, pepinillos erizados de picantes, como un monstruo prehistórico de cara patibularia, apios que aromatizaban poderosamente la ganga terrosa de la cual se extraían, repollos verdes con listones laberínticos, mis primeros objetos fractales, puerros de poderosos perfumes, con las raicillas rizadas como intimidades coquetas, cebolletas gráciles e indolentes en la brisa, perejil espumante en sus verdes profundos, tomillo fresco de fragancias aceitosas y provenzales, chalotes frescos que serían colgados en el garaje y secados como el ajo trenzado y colgado en el maderamen, acedera mordisqueada por las babosas y los caracoles, destinada a enervar los dientes y acidificar la boca, tomates mofletudos y culones, encarnados y frutados. También flores, en un pequeño sector que no avanza demasiado sobre la parte alimentaria del huerto, para mi madre: clavelinas, que siempre tienen el poder de emocionarme, o dalias de pitiminí. Y frutillas .
¿Cómo olvidar el clip en YouTube , donde el hedonista más militante de Francia, un polemista de espuelas ateas y de garras anarquistas, comparte con el público español que se dio cita a la ceremonia del Premio Cálamo —que Michel Onfray (1959) ganó por el mejor libro del año, Tratado de ateología (2006)— el dato sobre uno de sus abuelos, un español a quien nunca conoció? ¿Cómo dejar de subrayar que fue en la librería de la Universidad Popular Madres de Plaza de Mayo donde, en 2005, compré —¿un poco tarde?— La razón del gourmet , esa apetitosa colección de ensayos en la que, ante esta pregunta de Nietzsche en La gaya ciencia , ¿Existe una filosofía de la nutrición?, Onfray responde con una filosofía del gusto . Una filosofía que persigue devolverle a la boca, tras un ajuste de cuentas que busca la equidad dialogante de todos los sentidos —no sólo ni exclusivamente la visión y el oído, sentidos que la tradición idealista y espiritualista ha privilegiado— toda la capacidad ontológica, espistemológica, estética y política que la filosofía oficial le ha restado a la experiencia gastronómica. Epicentro del materialismo que defiende Onfray, en la experiencia gastronómica el placer hedonista, una obligación mutua , gira alrededor, en vez de a expensas, del placer del otro. Una filosofía del gusto que, desde la biografía personal, descansa, como psicología fundacional, sobre esta epifanía gastronómica: el sabor de una fresa fresca que el padre, tras cultivarla en la hortaliza familiar, le puso en la boca al niño. ¡Una explosión de sabor!—y también, por supuesto, ¡de saber!— que marcó para siempre la individualidad del filósofo normando, sucesor en estrellato del trío dinámico: Foucault, Derrida y Deleuze .
Como buen provocador, Onfray sale a la calle bien armado, lo que no quiere decir, claro está, que sea invulnerable. A pesar de las críticas que le han hecho especialistas en teología, en cuanto a la presencia de errores fácticos en Tratado de ateología , a pesar de que, en La vida eterna (2007), Fernando Savater despacha el tratado como una propuesta poco seria en términos filosóficos —por su parte, Onfray admira el trabajo político de Savater— nadie —¿sólo Daniel Gamper?, para quien el filósofo es de una ingenuidad enmohecida, galdosiana, preheideggeriana— que ande con los ojos abiertos, atento a los cambios termodinámicos del pensamiento y la cultura, subestima al prolífico filósofo de pensamiento fino y de prosa clara, quien, como otros filósofos franceses, suele vestirse de negro, un color que pinta a la perfección su hedonismo temperado. Pues el de Onfray es un materialismo predicado sobre un hedonismo ético —nada del vulgar hedonismo solipsista— perseguido como una estética existencial, una experiencia anclada en una psicología que a su vez descansa en esta sociología básica: gozar el cuerpo y la poeticidad de sus sentidos sin hacerle daño a nadie. De ahí también la política igualitaria que se desprende del gastrónomo. Hedonismo socializado, el materialismo de Onfray, cultivado, intersubjetivo, achispado, lleva en la cintura de ateo cínico (en un sentido filosófico) y de individualista libertario un racimo de libros —¿una ametralladora?— publicados en tres hileras de diez, más de veinte años como profesor de filosofía, una institución educacional gratuita, expresión de su pedagogía libertaria, para beneficio de los marginados interesados en filosofar, la cual ayuda a financiar con la venta de sus libros, y, como si fuera poco, nada más que cincuenta años de edad. ¿Centrado? ¿Prolífico? ¿Ambicioso? ¿Irreverente? ¿Insobornable? ¿Insaciable? ¿Bestial?
Onfray no se anda con paños tibios, lo mueve, paralelamente al disfrute ético y estético del cuerpo y sus sentidos, la certeza de estar del lado de la verdad filosófica: el materialismo.
Por eso el bibliómano existencial — ¿para qué sirve leer sin no se vive de una manera creativa?— se toma el papel de filósofo —un promotor de la materialidad para el disfrute de la vida estética, que es ncesariamente ética— en serio. De ahí el protagonismo del intelectual público que, alejado en Caen del reinado parisino, dialoga con los que el idealismo capitalista francés ha excluido de la cultura filosófica: el pueblo. Seguro de su verdad, Onfray está claro en una cosa: a la tradición hegemónica del idealismo griego, por la que se ha filtrado el cristianismo que viene subyugado al individuo, sujeto a ese poder mafioso, desde hace dos milenios, le ha llegado finalmente su hora. ¡ Cabrones! No más entelequias que no aguanten la sustancialidad del átomo, ¡ se acabó la mentira de los filósofos académicos que silencian la otra historia —el materialismo— del pensamiento occidental! Para Onfray, la única entelquia defendible radica en el individuo, donde empieza y termina todo lo que puede llegar a hacer el filósofo. Desde esa materialidad inmanente del cuerpo, Onfray apuesta a la gastronomía para que enardezca la materia. Sin cuerpo —una máquina deseante que es preciso educar— no hay filosofía. En este sentido, Voltaire se equivocó.
Desde la pluma de Onfray, ahora como arqueólogo del pensamiento enterrado por la tradición filosófica hegemónica, se levanta, como una ola progresivamente creciente, un hedonista determinado a dinamitar, con toda la voluptuosidad del cuerpo y la individualidad del alma, la patraña idealista que ha menospreciado el cuerpo en general, el gusto y el olfato en particular, como parte de una política milenariamente elitista. Con todo el peso de la tradición materialista que viene desenterrando a lo largo de más de dos décadas de pesquisa sistemática —a Sarkozy, en la entrevista que le hizo para las elecciones, le dijo que, a menudo, trabajaba quince horas diarias— riposta el filósofo de los sentidos achispados y de la escritura accesbile, un materialista de letra clara que, porque promueve la idea de que el cuerpo está para el disfrute intersubjetivo, se posiciona, como él mismo ha dicho, a la izquierda de Nietzsche, un filósofo al que admira y al que transfigura. A Onfray le interesa que la masa tenga acceso filosófico al placer ético de la materialidad estética: por eso, a diferencia del filósofo alemán interesado en el superhombre, comparte su filosofía —una propedéutica que garantiza esa felicidad— con el individuo de a pie que se da cita en la Universidad Popular para dialogar, como en la antigüedad, con el maestro.
Hedonimso zurdamente político: al filósofo materialista le toca liberar al hombre de carne y hueso en el aquí y el ahora de su piel, de sus sentidos y de su goce ético y estético, lo que no quita que en última lección sea menester admitir que no existe moral sin aristocratización de las relaciones y los sujetos que las viven . Lo que grita a voces es filósofo es sumamente importante: es posible reconciliar al hombre consigo mismo, sus sentidos y su cuerpo, su carnadura y su carne. Que esto es posible, por cierto, sin duda, pero que también ya es tiempo . ¿ Quién, entre nosostros, dice que no?
Como el que, al devorar a cabalidad la Historia de la filosofía occidental (1945) de Bertrand Russell —maestro de la claridad filosófica en la que se cagó Derrida, una cagada que le ha tocado limpiar a Onfray — no puede evitar notar, ¿sentir?, la homofilia subterránea que se cuece en la tradición idealista —¿una tradición enamorada del pensamiento masculinizante?, ¿un pensamiento anclado en sus cojones?, ¿una masculinidad que, como no admite su homosexualidad, se engaña con conceptos como el del alma asexuada?— Onfray reacciona ante la mentira del legado platónico que se ha venido cagando en el átomo, el cuerpo, los sentidos, las emociones, los afectos, desvelando, en Las sabidurías de la antigüedad. Contrahistoria de la filosofía, I (2007), todo lo que se pueda rescatar del materialismo occidental antiguo. Desde esa historia desenterrada, a calzón quitado, el filósofo seducido por la experiencia gastronómica de una fresa que le estalló de niño en la boca, apuesta por un materialismo centrado en la socialización del placer individual, un hedonismo igualitario en cuanto al disfrute racional y apasionado del cuerpo a través de los sentidos filosóficamente educados.
¡Buen provecho!
La necesidad de hacer vida a partir de la muerte, de nutrir la vitalidad de cadáveres adornados y aderezados, sitúa al cocinero en el epicentro trágico del acontecer. Su arte es heracliteano, pues está inscrito en una lógica del movimiento, del flujo, del perpetuo recomenzar.
Michel Onfray
Como en la poesía y en la música, en la filosofía del gusto prima —además de la moderación— la dimensión temporal. Heráclito manda en el fogón de Onfray: ¡atención!, no se vale todo. Tampoco se trata de pacifismos. Como el sujeto refinado que es, el hedonista hace de su individualidad una determinación estética en diálogo ético con los demás. Enemigo del glotón, el filósofo del buen gusto encara la entropía con dosis calibradas de alegría para el cuerpo entero. Ante el sentido trágico de la existencia, el filósofo se transfigura en gastrónomo. Moviéndose siempre en el dramatismo de lo efímero, el breve tiempo que dura el arte del cocinero —un plato— encara una tragedia mayor que la eventual putrefacción y defecación del alimento con el que trabaja: la muerte.
Centralizada alrededor del individuo, la filosofía del gusto está marcada por la caducidad de la materia. ¿Será por eso que el pensamiento de Onfray ha sido tildado de tener sabor y olor a sabiduría antigua? ¿Viene de esa vetustez la propuesta de la ética como una estética? ¿La metafísica de la física? ¿La filosofía como método para la felicidad, mucho más que para la verdad? ¿El antiacademismo? A la realidad efímera del plato, plantea el filósofo amante del champán y de las trufas, le corresponde un espacio que, como un diorama, acoja esa temporalidad como si fuera una obra de arte: el ritual de la buena mesa, metáfora de una sociabilidad que se puede expandir al ámbito de la sociedad, es donde se tramita el hedonismo más intenso de todos, pues el goce estimula todos los sentidos del cuerpo eflorescente , una irradiación de placer imposible para la poesía y la música. La sociabilidad que se lleva a cabo en el ritual gastronómico contiene dinámicas que una sociedad mejor debería agenciar, tales como la igualdad, la intersubjetividad y la búsqueda filosófica de la plenitud corporal: el placer individualmente socializado.
En la mesa se instaura una política que el filósofo del buen gusto endosa como ética del cuerpo marcado por el deseo y la entropía: la intersubjetividad armoniosa, el placer del gourmet como el goce del comensal, un contertulio en vez de una otredad. Hedonismo intersubjetivo, el deseo de uno se reconcilia con el deseo del otro. Intersubjetividad y cortesía: la mesa contiene el modelo de una sociedad postcristiana que, ante la entropía, socializa el placer para el goce de una corporalidad contractual y armoniosa. En vez de la culpa, el filósofo del buen gusto esencializa el placer; a pesar de la muerte, celebra la carne y la sabiduría de los sentidos en trámite activo y estético con el contexto. Por eso mismo, la filosofía del buen gusto no supone, tampoco el cocinero artista ni la sociabilidad de la mesa, una praxis insignificante, inferior a la de la poesía y la música, sino emblemática de una nueva corporalidad. Un cuerpo que Onfray, desde un materialismo milenario, reivindica, planteándolo como un proyecto social que empieza en la plenitud y celebración de la materia individual.
Inscrito en el flujo de lo que no se detiene en sus repeticiones cambiantes, desde la metáfora culinaria de la intersubjetividad armoniosa, de la reciprocidad estética, el filósofo del buen gusto encara la mesa y la vida como un drama barroco; en el que, en vez de Dios, nos salva, porque nos deleita los sentidos, la reconciliación hedonista del cuerpo y el deseo, de frente a la presencia inexorable de la muerte. ¡Consumisión: puñeta, consumisión! Como un Gaudí postmoderno, Onfray apuesta a la inmanencia de la materialidad gozosa: una sociabilidad que promete igualdad ontológica y participación contractual, pero que jamás nos salva de la entropía.
Para el filósofo del buen gusto, un Gaudí ateo a quien sólo lo salva la inmanencia del cuerpo vulnerable y finito, el estímulo educado y poético de los sentidos es vital: por eso la propuesta del filósofo es gastrocéntrica (y por necesidad, tácitamente excrementicia). Nada como el buen comer —¡una fresa fresca!— para achispar todos los sentidos: el gusto, el olfato, el tacto, la visión y el oído. Pero no sólo de pan vive el hombre: al filósofo del gusto también le compete el alcohol y los estimulantes como el té, el café y el chocolate, sustancias todas que le hablan al cuerpo en términos que el hedonista aprecia, siempre deseoso de experimentar el achispamiento voltaico de la materia, una intensidad que aviva los sentidos sin llegar a atolondrarlos con el exceso.
Para el achispamiento báquico, el filósofo del gusto lo apuesta todo al pináculo de los vinos: el champán. Sobre todo, porque en su teatralidad burbujeante —el anhelo de subir— el vino espumoso escenifica el drama barroco entre la materia y el cielo. Con el alcohol se disfruta pero no se abusa; al filósofo lo que le interesa es el estado de embriedad , una sensación a mitad de camino entre la sobriedad y la embriaguez . La embriedad potencia la capacidad de los sentidos para disfrutar las sapiencias producidas en las sinestesias del achispamiento etílico: nuevas correspondencias rimbaudianas donde, por cierto, las vocales están coloreadas, pero también son luminosas las músicas, sonoros los razonamientos, voluminosas las fragancias . De esta manera, el achispamiento báquico pone a la razón pura en su lugar, planteándole de frente que no es la única con dimensión de verdad. Un hedonista abierto a muchos saberes y sabores —¿pero no a todos?— el filósofo del gusto extrae del alcohol el conocimiento licuado de su milenaria cultura y brinda gustoso y en estado de embriedad por Baco: dios de la vida transfigurada . ¡Salud!
Como si quedara circunscrito al ámbito de la antigüedad griega, donde el vino era dios, el universo del filósofo del gusto no contempla estados de achispamiento psicotrópico que no sean etílicos, como si el conocimiento licuado de los alcoholes fuera la única química para satisfacer el deseo —una marca antropológica— de transfigurar la vida. Al filósofo del gusto no le llaman la atención los achispamientos secos: prefiere tomarse las hierbas a fumárselas. Al hedonista que se construye a sí mismo, no le interesan otras sustancias catárticas, como el opio le interesó a Baudelaire , la cocaína a Freud , el peyote a Bataille y el LSD a los poetas beat . Barroco y tradicionalmente mediterráneo, el filósofo del achispamiento se queda en el ámbito de los alcoholes a la hora de balancearse entre la sabiduría del achispamiento y el delirio de la embriaguez, quizás porque con el vino resulte más fácil calibrar ese punto intermedio que define el achispamiento idóneo. Quizás porque nada que lo acerque mucho al abismo antes de tiempo —¡con la muerte es suficiente!— le llame la atención al filósofo de la voluptuosidad armoniosa. Sea por la razón que sea, el hedonismo psicotrópico del filósofo del buen gusto, para nada místico, si bien es lúdico, perecería más premoderno que postmoderno, incluso, comparado con Bataille, más inclinado hacia Apolo que hacia Dionisio.
Igualmente barroca y mediterránea resulta, en la dieta del filósofo, la tradición carnívora grecorromana: ¿necesita el hedonista para endosar la materialidad que lo conforma, la ingestión de cadáveres animales? Por supuesto, diría el filósofo: de eso mismo se trata, de alimentarse de cadáveres embellecidos culinariamente para que, a su vez, produzcan vida y más cultura de la materialidad ética. ¿Diría el filósofo que Da Vinci se equivocó al cantarse vegetariano precisamente para evitar alimentar el cuerpo de cadáveres? ¿Pierde dimensión de goce el vegetariano cuando reniega de la corporalidad animal? Para nada vegetariano, ni tampoco defensor de la cultura de lo orgánico o ecológico, el filósofo del gusto ni ingiere sustancias psicotrópicas de los años sesenta, ni tampoco se sale del Mediterráneo carnívoro para comer.
Que hable el pobre Platón
No concibo la vida sin libros que leer y escribir, y tampoco lectura y escritura sin la vida que la acompaña.
Michel Onfray
Donde Alejo Carpentier habló del ángel maraquero como metáfora de las convergencias insólitas producidas en Latinoamérica, Onfray habla del ángel hedonista como metáfora del individuo que se crea a sí mismo: un ser bueno que disfruta intersubjetivamente de los sentidos sin hacerle daño a nadie. En vez de la construcción ideológica de uno mismo, el ángel hedonista habla de la poética. Pero no todos le creen: en varios casos, los lectores del filósofo que se animan a una lectura crítica interesante, plantean lo contrario; a saber, que a pesar de lo que dice, el ángel hedonista funciona como un cuerpo ideológico, ideologizado, en ocasiones, obnubilado, ciego ante la paradoja ideológica que teje su crítica, la cual termina haciéndole a sus enemigos, como Platón y el cristianismo, justo lo que el ángel hedonista critica: la reducción filosófica. Entre esas lecturas insumisas, la de Manuel Ruiz Zamora le hace justicia poética a Platón, a quien, según argumenta, Onfray reduce hasta la caricatura, toda vez que lo hace enemigo a ultranza del placer, del cuerpo y de la buena vida. En El banquete , Platón hace del placer de los sentidos y de la sapiencia de esas sinestesias, según Zamora, condición de posibilidad en el camino hacia la contemplación de la Belleza en sí . Lo único que exigía Platón, algo que respeta el ángel hedonista, era la moderación, la templanza en el estímulo de los sentidos. Visto así, el ángel hedonista violenta la individualidad de Platón, de la misma manera que, por ejemplo, la furia ideológica del barroco reducía el sujeto a una caricatura para uso político de la Iglesia. Para otros lectores, como Russell Blackford , la pasión —la línea de ataque— con la que escribe el ángel hedonista es filosóficamente contraproducente, toda vez que le quita espacio —cortesía filosófica— al análisis de los puntos fuertes del enemigo que critica; aunque esa pasión favorezca la lectura de los libros de Onfray , termina siendo unidimensional y en ocasiones especulativa, razón por la que Gustavo Santiago ha propuesto que en los libros del filósofo del gusto se busca en vez de un lector crítico, un aliado, crítica que, vista desde la metáfora de la mesa, parece más bien un elogio. Tampoco le parece a Luis D. Fernández muy oportuna la ferocidad crítica en sus últimos libros, como si la cruzada atea de Tratado de ateología estuviera convirtiéndose en una cruzada fanática contra las religiones; como si toda esa ferocidad testimoniara que el mejor momento del ángel hedonista —cuando su escritura, al exponer la virtud renacentista, exhibía un brillo y una lucidez argumentativa genial — ya pasó, razón por la cual arremete toscamente contra la religión, otorgándole así, paradójicamente, mayor importancia de la que tendría que otorgarle. Parecería que, según Fernández, el ángel hedonista estuviera en decadencia, lo que explicaría la fineza que ha perdido su escritura, o, igualmente desfavorable, que estuviera especializándose en la crítica a la religión, lo cual Fernández estima como una pérdida lamentable del pensador provocador y lúcido. Con la publicación de Las sabidurías de la antigüedad . Contradiscurso de la filosofía I (2007), parecería que el ángel hedonista se enfrentara a sus críticos, haciendo algunos ajustes necesarios: Propongo aquí volver a contar los grandes episodios de estas abundantes aventuras [filosóficas de la antigüedad], desde Leucipo hasta Jean- Francois Lyotard , el último de los muertos ilustres; es decir, más de veinticinco siglos de colores, luces, abigarramientos solares, vivos cromatismos, pensamientos generosos, sabidurías pródigas y existencialmente útiles. Todo lleva a creer que, inmutada, radiante y luminosa, esa filosofía de la incandescencia hedonista está disponible para nuevas aventuras .
LQSomos. Francisco Cabanillas, Julio, 2007
Bowling Green State University
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