lunes, 28 de diciembre de 2009

LAS 12 PRUEBAS DE LA INEXISTENCIA DE DIOS x Sebastián Fauré


Camaradas:

Hay dos maneras de estudiar y de intentar resolver el problema de la inexistencia de Dios.

La primera consiste en eliminar la hipótesis de Dios del campo de las conjeturas plausibles o necesarias para una explicación clara y precisa por la exposición de un sistema positivo del universo, de sus orígenes, de sus desarrollos sucesivos, de sus fines.

Esta exposición haría inútil la idea de Dios y destruirá por adelantado todo el edificio metafísico sobre el cual los filósofos espiritualistas y los teólogos lo hacen descansar.

Eso supuesto, en el estado actual de los conocimientos humanos, si uno se ciñe, como corresponde, a lo que es demostrado o demostrable, verificado o verificable, esta explicación falla, este sistema positivo del universo falla. Existen ciertamente hipótesis ingeniosas y que no chocan de ninguna manera con la razón; existen sistemas más o menos verosímiles, que se apoyan sobre una cantidad de constataciones y calan en la multiplicidad de observaciones con las cuales han edificado un carácter de probabilidad que impresiona. Así se puede atrevidamente sostener que estos sistemas y esas suposiciones soportan ventajosamente ser confrontados con las afirmaciones de los deístas; sin embargo, en verdad, no hay sobre este punto sino tesis que no poseen aún el valor de la certidumbre científica y cada uno, siendo libre, en fin de cuentas, para conceder la preferencia a tal sistema o a tal otro que le es opuesto, la solución del problema así planteada, aparece en el presente al menos, bajo la obligada reserva.

Los adeptos de todas las religiones toman tan seguramente la ventaja que les confiere el estudio del problema así planteado, que todos pretenden constantemente conducirlo a la precipitada posición; y si, aún sobre este terreno, el único sobre el cual pueden hacer todavía buen papel, no salen más que de paso -tanto monta- con los honores de las batallas, le es posible, sin embargo, perpetuar la duda en el espíritu de sus correligionarios; y para ellos este es el punto principal.

En este cuerpo a cuerpo en el que las dos tesis opuestas se agarran y se esfuerzan en derribarse, lo deístas reciben rudos golpes, pero ellos dan también; bien o mal se defienden y el resultado de este duelo aparece inseguro a los ojos de la multitud. Los creyentes, aun cuando han sido colocados en posición de vencidos, pueden gritar victoria.

No se recatan de hacerlo con esa impudicia que es la marca de los periódicos de su devoción, y esta comedia consigue mantener bajo el cayado del pastor a la inmensa mayoría del rebaño.

Es todo lo que desean esos “malos pastores”.








EL PROBLEMA SITUADO EN SUS TÉRMINOS PRECISOS



Sin embargo, camaradas, hay una segunda manera de estudiar y de intentar resolver el problema de la inexistencia de Dios.

Esta consiste en examinar la existencia de Dios que las religiones proponen a nuestra adoración.

Se encuentra un hombre sensato y reflexivo, que pueda admitir que existe este Dios del cual se nos ha dicho, como si no estuviera rodeado de ningún misterio, como si no se ignorara nada de él, como si se hubiese penetrado en su pensamiento, como si se hubiesen recibido todas sus confidencias: Él ha hecho esto, él hace aquello y aún eso y lo otro. Él ha dicho esto, él ha dicho aquello y aun eso. Él ha obrado y ha hablado con tal fin y por tal razón. Él quiere tal cosa, pero prohíbe tal otra; recompensará tales acciones y castigará aquellas otras. Él ha hecho esto, quiere eso porque es infinitamente sabio, infinitamente poderoso, infinitamente bueno.

En buena hora. He ahí un Dios que se da a conocer. Deja el imperio de lo inaccesible, disipa las nubes que le rodean, desciende de las cimas, conversa con los mortales, les confía su pensamiento, les revela su voluntad y la misión a algunos privilegiados de esparcir su doctrina, de propagarle para decirlo de una vez, de representarle aquí abajo con plenos poderes, de atar y desatar en el cielo y sobre la tierra.

Este Dios no es el Dios Fuerza, Inteligencia, Voluntad, Energía que como todo lo que es Energía, Voluntad, Inteligencia, Fuerza, puede ser sucesivamente, según las circunstancias y por, consiguiente indiferentemente bueno o malo, útil o perjudicial, justo o inicuo, misericordioso o cruel, este Dios es el dios en el que todo es perfección y cuya existencia no es ni puede ser compatible, puesto que es perfectamente justo, sabio, poderoso, bueno, misericordioso, más que con un estado de cosas del cual sería el autor por el cual se afirmaría su infinita Justicia, su infinita Sabiduría, su infinita Potencia, su infinita Bondad, y su infinita Misericordia.

Este Dios, le reconocéis; es el que se enseña, con el catecismo, a los niños, es el Dios vivo y personal, aquel al cual se levantan templos, aquél a quien se dirigen los ruegos, aquel en cuyo honor se cumplen sacrificios y a quien pretenden representar sobre la tierra los curas, todas las castas sacerdotales.

No es éste “Desconocido”, esta Fuerza enigmática, esta Potencia impenetrable, esta inteligencia incomprensible, esta Energía inconocible, este principio misterioso: Hipótesis a la cual, dentro de la impotencia en que nos encontramos de explicar el “cómo” y el “porqué“ de dios especulativo de los mate-físicos, es el dios que sus representantes nos han descrito profusamente, luminosamente detallado.

Es, lo repito, el dios de la religión, y puesto que estamos en Francia, el dios de esta religión que, desde hace 15 siglos, domina nuestra historia: la religión cristiana.

Es este dios que yo niego y es este solamente que yo quiero discutir y el que interesa estudiar, si queremos sacar de esta conferencia un provecho positivo, un resultado práctico.

Ese dios ¿Cuál es?

Puesto que sus representantes aquí abajo han tenido la amabilidad de pintárnoslo con gran lujo de detalles, aprovechemos esa gracia de sus fundados poderes; examinémosle de cerca; pasémosle la lupa: para discutirlo bien es necesario conocerlo bien.

Este Dios, es aquel que con gesto poderoso y fecundo, ha hecho todas las cosas de la nada; el que ha llamado a la nada a ser; el que, por su sola voluntad; ha cambiado la inercia por el movimiento; a la muerte universal por la vida universal: él es el creador.

Este Dios, es el que, realizado ese gesto de creación, lejos de entrar en su secular inactividad y de permanecer indiferente a la cosa creada se ocupa de su obra, se interesa en ella, interviene cuando lo juzga a propósito, la dirige; la administra, la gobierna: él es el gobernador o providencia.

Este Dios, es aquel que, Tribunal Supremo, hace comparecer a cada uno de nosotros después de su muerte, le juzga según los actos de su vida, establece la balanza de sus buenas y de sus malas acciones y pronuncia, en último extremo, sin apelación, la sentencia que hará de él, por todos los siglos venideros, el más feliz o el más desgraciado de los seres: él es justiciero o magistrado.

Se deduce de ello que éste Dios posee todos los atributos y que no los posee solamente en grado excepcional, los posee todos en grado infinito.

Así, no es solamente justo; él es la Justicia infinita; no es solamente bueno: es él la Bondad infinita; no es misericordioso: es él la Misericordia infinita; no es solamente poderoso: es él la Potencia infinita: no es solamente sabio: él es la Sabiduría infinita.

Una vez más aún: éste es el Dios que yo niego y del cual por doce pruebas diferentes (en rigor, con una sola bastaría), voy a demostrar la imposibilidad.




DIVISIÓN DEL TEMA



He ahí el orden dentro del cual yo presentaré mis argumentos.

Estos formarán tres grupos: el primero de éstos grupos se ocupará más particularmente del Dios-Creador. Contendrá seis argumentos. El segundo de estos grupos será dedicado más especialmente al Dios-Gobernador o Providencia: abarcará cuatro argumentos. En fin, el tercero y último de esos grupos se ocupará del Dios-Justiciero o Magistrado; comprenderá dos argumentos.

Luego: seis argumentos contra el Dios-Creador; cuatro argumentos contra el Dios-Gobernador; dos argumentos contra el Dios Justiciero. Esto hará doce pruebas de la inexistencia de Dios.

Siéndoos conocido el plan de mi demostración, podréis seguir más cómodamente y mejor el desarrollo.




PRIMERA SERIE DE ARGUMENTOS



PRIMER ARGUMENTO


EL GESTO CREADOR ES INADMISIBLE

¿Que se entiende por crear?

¿Qué es crear?

¿Es tomar los materiales esparcidos, separados, pero existentes, luego utilizando ciertos principios, experimentados, aplicando ciertas reglas conocidas, reunir, agrupar, asociar, ajustar estos materiales, con el fin de hacer de ellos algo?

No. Esto no es crear. Ejemplo: ¿Puede decirse de una casa que ella ha sido creada? No. Ha sido construida. ¿Puede decirse de un mueble que ha sido creado? No. Ha sido fabricado. ¿Puede decirse de un libro que ha sido creado? No. Ha sido compuesto, impreso.

Luego tomar estos materiales existentes y hacer de ellos algo, eso no es crear.

¿Qué es, pues crear?

Crear... Me encuentro, a fe mía, muy perplejo para explicar lo inexplicable, para definir lo indefinido. Sin embargo, voy a intentar hacerme comprender:

Crear, es sacar algo de nada. Es hacer con nada alguna cosa. Es llamar la nada a ser.

Eso supuesto, imagino que no se encuentra ni una sola persona dotada de razón que pueda concebir y admitir que de nada se pueda sacar algo, que con nada sea posible hacer alguna cosa.

Imaginad a un matemático, elegid el calculador más eminente, colocad detrás de él un enorme cuadro negro. Rogadle que trace sobre ese cuadro ceros y más ceros: podrá esforzarse en sumar, en multiplicar, en librarse todas las operaciones de las matemáticas, y no alcanzará jamás a extraer de la acumulación de esos ceros una unidad. Con nada, no se hace nada; con nada no se puede hacer nada. El famoso aforismo de Lucrecio ex nihilo nihil queda como la expresión de una verdad y de una evidencia manifiesta.

El gesto creador es un gesto imposible de admitir y es un absurdo.

Crear, es, pues, una expresión mística, religiosa, pudiendo poseer algún valor a los ojos de las personas a las cuales satisface creer lo que ellas no comprenden y a quienes la fe se impone tanto más cuanto menos comprenden; pero crear es una expresión vacía de sentido para un hombre enterado, atento, a los ojos de quien las palabras no tienen más valor que en la medida en que ellas representan una realidad o una posibilidad.

En consecuencia, la hipótesis de un Ser verdaderamente creador es una hipótesis que la razón rechaza.

El Ser creador no existe, no puede existir.
SEGUNDO ARGUMENTO


EL “ESPÍRITU PURO” NO PUEDE HABER DETERMINADO EL UNIVERSO

A los creyentes que, a despecho de toda razón, persisten en admitir la posibilidad de la creación, les diré que en todos los casos es imposible de atribuir esta creación a su Dios.

Su Dios es puro Espíritu. Y yo digo que el puro Espíritu: lo Inmaterial no puede haber determinado al Universo: lo material. He ahí porqué:

El puro Espíritu no es separado del Universo por una diferencia de grado, de cantidad, sino por una diferencia de naturaleza, de cualidad.

De manera que el Espíritu puro no es ni puede ser una ampliación del Universo del mismo modo que el Universo no puede ser una reducción del Espíritu puro. La diferencia aquí no es solamente una distinción, sino una oposición, oposición de naturaleza: esencial, fundamental, irreducible, absoluta.

Entre el Espíritu puro y el Universo, no hay únicamente un abismo más o menos grande y profundo que podría ser calmado o franqueado: hay un verdadero abismo, cuya profundidad y extensión, cualquiera que sea el esfuerzo intentado, nadie ni nada podría colmar ni franquear.

Y yo emplazo al filósofo más sutil, lo mismo que al matemático más consumado, a levantar un puente, es decir, a establecer una relación -la que sea- (y con mayor razón una relación tan directa y tan estrecha como la que liga la causa al efecto) entre el Espíritu puro y el Universo.

El Espíritu puro no admite ninguna aleación material, no comporta ni forma ni cuerpo, ni línea, ni materia, ni proporción, ni espacio, ni volumen, ni color, ni sonido, ni densidad.

Luego; en el Universo, todo, por el contrario, es forma, cuerpo, línea, materia, proporción, espacio, duración, profundidad, superficie, volumen, color, sonido, densidad.

¿Cómo admitir que esto ha sido determinado por aquello?

Es imposible.

Llegado a este punto de mi demostración, establezco sólidamente sobre los dos argumentos que preceden, la siguiente conclusión:

Hemos visto que la hipótesis de una potencia verdaderamente creadora es imposible. Hemos visto, en segundo lugar, que, aún cuando se persiste en creer en esta potencia, no se podría admitir que el Universo esencialmente material haya sido determinado por el Espíritu puro, esencialmente inmaterial.

Si, a pesar de todo, vosotros os obstináis, creyendo, en afirmar que es vuestro Dios quien ha creado el Universo, ha llegado la hora de pediros dónde, en la hipótesis de Dios, se encuentra la Materia; en el origen, o en el principio.

Y bien. De dos cosas una: o bien la Materia estaba fuera de Dios o bien ella estaba en Dios En el primer caso, si ella se hallaba fuera de Dios, es que Dios no ha tenido necesidad de crearla, puesto que ya existía; es que ella coexistía con Dios, es que era concomitante con él y, entonces, vuestro Dios no es creador.

En el segundo caso, es decir, si ella no estaba separado de Dios, ella estaba en Dios, y en este caso yo asumo: lº que Dios no es el Espíritu puro puesto que él tenía en sí una partícula de materia, y qué partícula: la totalidad de los Mundos materiales. 2º. Que Dios, conteniendo la materia en él, no ha tenido que crearla, puesto que ella existía; no ha tenido más que hacerla salir, y en este caso, la creación cesa de ser un acto de creación verdadero y se reduce a un acto de exteriorización.

En los dos casos, no hay creación.



TERCER ARGUMENTO


LO PERFECTO NO PUEDE PRODUCIR LO IMPERFECTO

Estoy convencido que si yo sometiese a un creyente esta cuestión: “¿Lo imperfecto puede producir lo perfecto?”, este creyente me respondería sin la menor vacilación y sin el menor temor de equivocarse: “Lo imperfecto no puede producir lo perfecto”.

En ese supuesto digo yo: “lo perfecto no puede producir lo imperfecto” y yo sostengo que mi posición posee la misma fuerza y la misma exactitud que la precedente, y por las mismas razones.

Hay más aún: entre lo perfecto y lo imperfecto no existe solamente una diferencia de grado, de cantidad, sino también una diferencia de cualidad, de naturaleza, una oposición esencial, fundamental, irreductible.

Hay mas todavía: entre lo perfecto y lo imperfecto no hay únicamente una diferencia más o menos profunda y amplia, sino un abismo tan vasto y tan profundo que nada podría franquearlo ni llenarlo.

Lo perfecto, es absoluto; lo imperfecto, es relativo: a los ojos de lo perfecto, que es todo, lo relativo, lo contingente, no es nada; a los ojos de lo perfecto, lo relativo es sin valor, no existe y no está al alcance de ningún matemático ni de filósofo alguno, establecer una relación -la que sea- entre lo relativo y lo absoluto; a fortiori, esa relación es imposible cuando se trata de una relación tan rigurosa y precisa como la que debe existir necesariamente entre Causa y Efecto.

Es, pues, imposible, que lo perfecto haya determinado lo imperfecto.

Por el contrario, existe una relación directa, fatal y en cierto modo matemática, entre la obra y el autor de ella: tanto vale la obra, tanto vale el obrero; tanto vale obrero, tanto vale la obra. Es por la obra que se reconoce al obrero, como es por el fruto que se reconoce al árbol.

Si yo examino una redacción mal hecha en la que abundan las faltas de francesas, en la que las frases son mal construidas, en la que el estilo es pobre y desaliñado, en la que las ideas son raras y banales, en la que los conocimientos son inexactos, no se me ocurrirá la idea de atribuir esa mala página de francés a un cincelador de frases, a uno de los maestros de la literatura.

Si yo dirijo la mirada sobre un dibujo mal hecho, en el que las líneas son mal trazadas, las reglas de la perspectiva y de la proporción violadas, no se me ocurrirá jamás atribuir ese esbozo rudimentario a un profesor, a un maestro, a un artista. Sin la menor vacilación, diré: la obra de un alumno, de un aprendiz, de un niño; y tengo la seguridad de no cometer error, tanto es verdad que la obra lleva la marca del obrero y que, por la obra, se puede apreciar al autor de ella.

Luego, la Naturaleza es hermosa; el Universo es magnífico y yo admiro apasionadamente, tanto como el primero, los esplendores, las magnificencias de las que nos ofrece constante espectáculo. Sin embargo, por entusiasta que yo sea de las bellezas de la Naturaleza y no importa el homenaje que yo le tribute, no puedo decir que el Universo es una obra, sin defecto, irreprochable, perfecta. Y nadie se atrevería a sostener tal opinión.

El Universo es una obra imperfecta.

En consecuencia, digo yo; hay siempre entre la obra y el autor de ella una relación rigurosa, estrecha, matemática; luego, el Universo es una obra imperfecta: el autor de esta obra, pues, no puede ser sino imperfecto.

Este silogismo conduce a poner en evidencia la imperfección del Dios de los creyentes y, por consiguiente, a negarlo.

Puedo todavía razonar de la manera siguiente:

O bien no es Dios quien es el autor del Universo (expreso así mi convicción).

O bien, si persistís en afirmar que es él autor, el Universo siendo una obra imperfecta, vuestro Dios es en sí mismo imperfecto.

Silogismo o dilema, la conclusión, el razonamiento resta lo mismo:

Lo perfecto no puede determinar lo imperfecto.



CUARTO ARGUMENTO


EL SER ETERNO, ACTIVO, NECESARIO, NO PUEDE EN MOMENTO ALGUNO, HABER ESTADO INACTIVO O INÚTIL

Si Dios existe, es eterno, activo y necesario.

Eterno? Lo es por definición. Es su razón de ser. No se le puede concebir encerrado en los límites del tiempo; no se le puede imaginar teniendo un principio o un fin. No puede aparecer ni desaparecer. Existe de siempre.

¿Activo? Lo es y no puede dejar de serlo, puesto que es su actividad la que lo ha engendrado todo, puesto que su actividad se ha afirmado, dicen los creyentes, por el acto más colosal, más majestuoso:

La Creación de los Mundos.

¿Necesario? Lo es y no puede dejar de serlo, puesto que sin él nada existiría, puesto que es el autor de todas las cosas; puesto que es el manantial inicial de donde todo brota; puesto que es la fuente única y primera de donde todo ha manado.

Puesto que, solo, bastándose a sí mismo, ha dependido de su única voluntad que toda sea y que nada no sea. Es él, pues: Eterno, Activo y Necesario.

Tengo la pretensión, y voy a demostrarlo, que si es Eterno, Activo y Necesario, debe ser eternamente activo y eternamente necesario; que consecuentemente, no ha podido, en momento alguno, ser inactivo o inútil; que, por consiguiente, en fin, no ha sido creado jamás.

Decir que Dios no es eternamente activo, es admitir que no siempre lo ha sido, que ha llegado a serlo, que ha empezado a ser activo, que antes de serlo, no lo era; y puesto que es por la Creación que se ha manifestado su actividad, eso es admitir, al mismo tiempo que, durante los millones y millones de siglos que, quizá, han precedido la acción creadora, Dios estaba inactivo.

Decir que Dios no es eternamente necesario, es admitir que no lo ha sido siempre, que ha llegado a serlo, que ha empezado a ser necesario, que antes de serlo no lo era, y puesto que es la creación que proclama y atestigua la necesidad de Dios, eso es admitir a la vez que, durante millones y millones de siglos que han precedido quizá a la acción creadora, Dios era inútil.

¡Dios inactivo y perezoso!

¡Dios inútil y superfluo!

¡Qué postura para el Ser esencialmente activo y esencialmente necesario!

Es preciso confesar, pues, que Dios es por todo tiempo Activo y en todo tiempo necesario.

Pero entonces, él no puede haber creado, puesto que la idea de creación implica, de manera absoluta, la idea de principio, de origen. Una cosa que empieza no puede haber existido en todo tiempo. Hubo necesariamente un tiempo en que, antes de ser, no era aún. Por corto o por largo que fuera ese tiempo que precede a la cosa creada, nada puede suprimirlo; de todas maneras, es.

De eso resulta que: o bien Dios no es eternamente Activo y eternamente Necesario y, en este caso, él ha llegado a serlo por la creación. Si no es así, le faltaba a Dios, antes de la creación, esos dos atributos: la actividad y la necesidad. Este Dios era incompleto; era un cacho de Dios, nada más; y él ha tenido necesidad de crear para llegar a ser activo y necesario, para completarse.

O bien Dios es eternamente activo y necesario y, en este caso, él ha creado eternamente, las creaciones eternas; El Universo no ha tenido principio nunca; existe de todo tiempo; es eterno como Dios; es el mismo Dios y se confunde con él.

Luego: en el primer caso Dios, antes de la creación, no era ni activo ni necesario, era incompleto, es decir, imperfecto y, pues, no existe; en el segundo caso, Dios siendo eternamente activo y eternamente necesario no ha podido llegarlo a ser; y entonces, no ha podido crear.

Si eso es así, el Universo no ha tenido principio. No ha sido creado.






QUINTO ARGUMENTO


EL SER INMUTABLE NO PUEDE HABER CREADO

Si Dios existe, es inmutable. No cambia, no puede cambiar. Mientras que en la Naturaleza, todo se modifica, se metamorfosea, se transforma, mientras que nada es perdurable y que todo se realiza. Dios, punto fijo, inmóvil en el tiempo y en el espacio, no está sujeto a modificación alguna, no conoce ni puede conocer cambio alguno.

Es hoy lo que era ayer; será mañana lo que es hoy. Que se mire a Dios en la lejanía de los siglos más remotos o en la de los siglos futuros, es constantemente idéntico a sí mismo.

Dios es inmutable.

Yo considero que, si él ha creado, no es inmutable, porque en este caso, ha cambiado dos veces. Determinarse a querer, es cambiar; resulta evidente que hay un cambio entre el ser que no quiere aun y el ser que quiere.

Si yo quiero hoy lo que no quería, lo que no pensaba hace 48 horas es que se ha producido en mí o en torno a mí una o varias circunstancias que me han determinado a querer. Este querer de nuevo constituye una modificación; no hay duda: es indiscutible.

Paralelamente: determinarse a obrar, u obrar, es modificar.

Además, es cierto que esta doble modificación: querer obrar, es tanto más considerable y acusada cuanto más se trata de una resolución más grave y de una acción más importante.

¿Dios ha creado, decís? Sea. Luego ha cambiado dos veces: la primera, cuando ha tomado la determinación de crear; la segunda, cuando poniendo en ejecución su determinación, ha cumplido el gesto creador.

Si ha cambiado dos veces no es inmutable. Y si no es inmutable, no es Dios. No existe.

El ser inmutable no puede haber creado.



SEXTO ARGUMENTO


DIOS NO PUEDE HABER CREADO SIN MOTIVO; ESO SUPUESTO, ES IMPOSIBLE DISCERNIR UNO SOLO

De cualquier lado que se examine, la creación resta inexplicable, enigmática, vacía de sentido.

Y salta a la vista que, si Dios ha creado es imposible admitir que haya cumplido este acto grandioso y del cual las consecuencias debían ser fatalmente proporcionales al acto mismo, por consiguiente, incalculables, sin haberse determinado a ello por una razón de primer orden.

Y bien. ¿Cuál será esta razón? ¿Por qué motivo Dios se ha podido determinar a crear? ¿Qué móvil le ha impulsado? ¿Qué deseo le ha tomado? ¿Qué propósito se ha formado? ¿Qué objeto ha perseguido? ¿Qué fin se ha propuesto?

Multiplicad, en este orden de ideas, las cuestiones y las cuestiones, dadle vueltas y más vueltas al problema; examinando bajo todos sus aspectos; examinadlo en todos los sentidos y yo os reto a resolverlo de otra manera que no sea por cuentos o por sutilidades.

Mirad: he aquí a un niño educado en la religión cristiana: su catecismo le afirma, sus maestros le enseñan que es Dios quien lo ha creado y lo ha puesto en el mundo. Suponed que él se hace esta pregunta: ¿Por qué Dios me ha creado y me ha puesto en el mundo? Y que quiera encontrar una respuesta seria y razonable. No podrá obtenerla. Suponed todavía que, confiando en la experiencia y en el saber de sus educadores, persuadido que por el carácter sagrado de que curas y pastores están revestidos por los conocimientos especiales que poseen y por las gracias particulares; convencido que por su cantidad, ellos están más cerca de Dios que él y mejor iniciados que él a las verdades reveladas, suponed que este niño tenga la curiosidad de pedir a sus maestros porqué Dios le ha creado y le ha puesto en el Mundo: yo afirmo que ellos no pueden dar a esta simple interrogación respuesta alguna satisfactoria, sensata.

En verdad, no la hay.

Apuremos más de cerca la cuestión, profundicemos el problema.

Por medio del pensamiento, examinemos a Dios antes de la creación. Tomémoslo en su sentido absoluto. Está solo. Se basta a sí mismo. Es perfectamente sabio, perfectamente feliz, perfectamente poderoso. Nada puede acrecentar su sabiduría; nada puede acrecentar su felicidad; nada puede fortificar su Potencia.

Este Dios no puede experimentar ningún deseo, puesto que su felicidad es infinita; no puede perseguir ningún objeto, puesto que nada le falta a su perfección; no puede formar ningún propósito, puesto que nada puede disminuir su potencia; no puede determinarse a querer, puesto que no experimenta necesidad alguna.

¡Vamos! ¡Filósofos profundos pensadores sutiles, teólogos, prestigiosos, responden a este niño que os interroga y decidle porqué Dios lo ha creado y lo ha puesto en el Mundo!

Estoy bien tranquilo: no podéis responder, al menos que no digáis: “Los designios de Dios son impenetrables”, y que no deis esta respuesta como suficiente.

Y prudentemente obraréis, absteniéndoos de dar respuesta, pues toda respuesta, os lo prevengo caritativamente sería la ruina de vuestro sistema el hundimiento de vuestro Dios.

La conclusión se impone, lógica implacable: Dios, si ha creado, ha creado sin motivo, sin saber porqué, sin objetivo.

Sabéis camaradas, ¿A dónde nos conducen forzosamente las consecuencias de tal conclusión?
Vais a verlo.

Lo que diferencia los actos de un hombre dotado de razón de los actos de un hombre atacado de demencia; lo que hace que uno sea responsable y el otro no lo sea, es que un hombre en sus cabales sabe siempre, en todos los casos puede saber, cuándo obra, cuáles son los móviles que le han impulsado, cuáles los motivos que le han determinado a obrar. Cuándo se trata de una acción importante y cuyas consecuencias pueden comprometer pesadamente su responsabilidad, basta que el hombre en posesión de razón de repliegue en sí mismo; se libre a un examen de conciencia serio, persistente e imparcial, basta que, por el recuerdo reconstituya el cuadro en el que los acontecimientos le han encerrado; en una palabra, que él reviva la hora transcurrida, para que llegue a discernir el mecanismo de los movimientos que la han hecho obrar.

No está siempre orgulloso de los móviles que le han impulsado. Enrojece a menudo de las razones que le han determinado a obrar. Pero esos motivos, sean nobles o viles, generosos o bajos, llega siempre a descubrirlos.

Un loco, al contrario, obra sin saber porqué. Su acto realizado, aun el más cargado en consecuencias, interrogadle, apremiadle con preguntas; insistid; acosadle: El pobre demente balbucirá algunas locuras y no le arrancareis a sus incoherencias.

Lo que diferencia los actos de un hombre sensato de los actos de un insensato, es que los actos del primero se explican, es que tienen una razón de ser, es que se distingue en ellos la causa y el objetivo, el origen y el fin, mientras que los actos de un hombre privado de razón no se explican, es incapaz él mismo de discernir la causa y el objetivo; no tiene razón de ser.

Y bien: Si Dios ha creado, sin objeto, sin motivo, ha obrado a la manera de un loco y la Creación aparece como un acto de demencia.


DOS OBJECIONES CAPITALES

Para acabar con el Dios de la Creación, me parece indispensable examinar dos objeciones.

Vosotros pensáis que aquí las objeciones abundan; también, cuando yo hablo de objeciones a estudiar, hablo de objeciones capitales, clásicas.

Estas dos objeciones tienen tanta más importancia, cuanto que, con el hábito de la discusión, se pueden condensar todas las otras en ellas.


PRIMERA OBJECIÓN

Se me dice:

“No tiene usted derecho a hablar de Dios como usted lo hace. Nos presenta usted un Dios caricatural, sistemáticamente empequeñecido a las proporciones que se digna acordarle su entendimiento. Ese Dios no es el nuestro. El nuestro usted no puede concebirlo, pues él le escapa, se excede de usted. Sepa usted que aquello que parecería fabuloso al hombre más poderoso, más potente, en fuerza y en energía, en sabiduría y en saber, para Dios no es más que un juego de niños. No olvide usted que la Humanidad no puede moverse en el mismo plan que la Divinidad. No pierda usted de vista que asimismo le es imposible al hombre comprender la firma de actuar de Dios, como le es imposible a los minerales imaginar las formas de actuar de los animales y a los animales comprender los modos de actuar de los hombres.

"Dios se eleva a alturas que usted no puede alcanzar: ocupa cimas que para usted son y serán siempre inaccesibles.

"Sepa usted que por extraordinaria que sea la magnificencia de una inteligencia humana, por grande que sea el esfuerzo realizado por esta inteligencia, cualquiera que sea la persistencia de este esfuerzo, jamás la inteligencia humana podrá elevarse hasta Dios. En fin, dése usted cuenta que, por vasto que él sea, el cerebro del hombre es finito y que, por consecuencia, no puede concebir lo infinito.

"Tenga usted, pues la lealtad y la modestia de confesar, que no le es a usted posible comprender ni explicar a Dios. Pero del hecho de usted no poder comprenderle, ni explicarle, no puede deducirse que tenga usted el derecho de negarlo”.

Y yo respondo a los deístas:

Señores, me dan ustedes consejos de lealtad a los cuales estoy dispuesto a ajustarme. Me recuerdan ustedes la legítima modestia que conviene al humilde mortal que yo soy. Me complace no apartarme de ella.

¿Dicen ustedes que Dios me excede, me escapa? Sea. Consiento en reconocerlo; asimismo afirmar que lo finito no puede concebir ni explicar deseo de oponerme a ella. Henos, pues, hasta ahora, completamente de acuerdo y espero que estarán ustedes contentos.

Solamente, señores, permitan que, a mi vez, les dé los mismos consejos de lealtad; soporten ustedes que, a mi vez, les aconseje la misma modestia. ¿No son ustedes hombres, como yo soy? ¿Dios no les escapa a ustedes, como se escapa a mí? ¿No les sobrepasa, como a mí me sobrepasa? ¿Tendrán ustedes la pretensión de moverse en el mismo plano que la divinidad? ¿Tendrá ustedes el atrevimiento de pensar y la tontería de decir que, de un aletazo, se han elevado ustedes a las cimas que Dios ocupa? ¿Serán ustedes presuntuosos hasta el punto de afirmar que su cerebro finito abarca lo infinito?

No les hago la injuria, señores, de creerlos atacados de tan extravagante vanidad.

Tengan pues, como yo, la lealtad y la modestia de confesar que si me es imposible comprender y explicar a Dios, ustedes de encuentran en la misma imposibilidad. Tengan la probidad de reconocer que, si bien yo no puedo negarle, por la imposibilidad en que me encuentro de concebirle y de explicarle, tampoco pueden ustedes afirmarlo, por las mismas razones que yo.

Y guárdense ustedes de creer que nos encontramos juntos en el mismo sitio. Son ustedes los primeros que han afirmado la existencia de Dios; por lo mismo deben ser ustedes los primeros que ponga fin a sus afirmaciones. ¿Acaso habría yo pensado en negar a Dios, si, cuando aún era un niño, no me hubiera obligado a creer en él? ¿Si, ya adulto, no lo hubiese oído afirmar constantemente en torno a mí? ¿Sí, ya hombre, mis miradas no hubiesen visto constantemente Iglesias y Templos elevados a Dios?

Son sus afirmaciones las que provocan y justifican mi negación.

Cesen ustedes de afirmar y yo cesaré de negar.


SEGUNDA OBJECIÓN

“NO HAY EFECTO SIN CAUSA”

La segunda objeción parece mucho más temible. Muchos la consideran aún sin replica. Ella es formulada por filósofos espiritualistas.

Esos señores nos dicen sentenciosamente: “No hay efecto sin causa; por lo tanto, el Universo es un efecto; este efecto tiene una causa a la que llamamos Dios”.

El argumento está bien presentado; parece bien construido; aparentemente bien armado.
Pero todo depende de comprobar si lo es verdaderamente.

Este razonamiento es lo que, en lógica, llamamos un silogismo. Un silogismo es un argumento compuesto de tres proposiciones: la mayor, la menor y la consecuencia, y comprende dos partes: las premisas, constituidas por las dos primeras proposiciones, y la conclusión, representada por la tercera.

Para que un silogismo sea inatacable, precisa: 1º, que la mayor y la menor sean exactas; 2º, que la tercera proposición resulte lógicamente de las dos primeras.

Si el silogismo de los filósofos espiritualistas reúne estas dos condiciones, es irrefutable y sólo me resta inclinarme; pero si le falta una sola de estas dos condiciones, él es nulo y sin valor, y el argumento se hunde por entero.

Para conocer el valor, examinemos las tres proposiciones que lo componen:

Primera proposición mayor:

''No hay efecto sin causa”.

Filósofos, tienen ustedes razón. No hay efecto sin causa; nada es tan exacto. No hay, no puede haber efecto sin causa. El efecto es la consecuencia, la prolongación, el finalizamiento de la causa: la idea de efecto llama necesariamente e inmediatamente la idea de la causa. Si fuese de otra manera, el efecto sin causa sería un efecto de nada, lo que sería absurdo.

Sobre esta primera proposición, pues, estamos de acuerdo.

Segunda proposición, menor:

“ El universo es un efecto”.¡Ah! Ante esto, pido tiempo para reflexionar y solicito explicaciones: ¿Sobre que se apoya una afirmación tan neta, tan tajante? ¿Cuál es el fenómeno o el conjunto de fenómenos, cuál es la constatación o el conjunto de constataciones que permite pronunciarse en un tono tan categórico?

Ante todo, ¿Conocemos suficientemente al Universo? ¿Lo hemos estudiado, escrutado, registrado, comprendido, para que nos sea permitido ser tan afirmativos? ¿Hemos penetrado en sus entrañas? ¿Hemos explorado los espacios inconmensurables? ¿Hemos descendido a las profundidades de los océanos? ¿Hemos escalado todas las alturas? ¿Conocemos todas las cosas que pertenecen al dominio del Universo? ¿Nos ha entregado él todos sus secretos? ¿Hemos arrancado todos los velos, penetrado todos los misterios, descubierto todos los enigmas? ¿Lo hemos visto todo, oído todo, palpado todo, sentido todo, todo observado, anotado todo? ¿No debemos ya aprender nada más? ¿No nos queda nada por descubrir?. En una palabra, ¿Estamos en condiciones de emitir sobre el Universo una opinión formal, un juicio definitivo, una sentencia indudable?

Nadie puede responder afirmativamente a todas estas cuestiones y sería profundamente digno de lástima el temerario, puede decirse el insensato, que osase pretender que conoce el Universo.

¡El Universo! Es decir, no solamente el ínfimo planeta que habitamos y sobre el cual se arrastran nuestros miserables huesos; no solamente esos millones de astros y de planetas que conocemos, que forman parte de nuestro sistema solar, y que vamos descubriendo a medida que pasa el tiempo; sino esos Mundos y esos Mundos de los que conocemos o adivinamos la existencia y cuyo número, cuya distancia y cuya extensión son incalculables.

Si yo dijese: “El Universo es una causa”, tengo la certidumbre que desencadenaría espontáneamente los gritos y las protestas de los creyentes; y no obstante, mi afirmación no sería más insensata que la suya.

Mi temeridad igualaría a su temeridad: he aquí todo.

Si me inclino sobre el Universo, si lo observo tanto como le permiten a un hombre de hoy los conocimientos adquiridos, constato un conjunto increíblemente complejo y tupido un enlazamiento inextricable y colosal de causas y de efectos que se determinan, se encadenan, se suceden, se alcanzan y se penetran. Percibo como el todo forma una cadena sin fin, cuyos anillos están indisolublemente ligados y constato que cada uno de estos anillos es a la vez causa y efecto: efecto de la causa que lo determina; causa del efecto que le sigue.

¿Quién puede decir: “He aquí el primer anillo, el anillo de Causa”? Y ¿Quién puede decir: “He aquí el último anillo: el anillo Efecto”?. Y ¿Quién puede decir: “Hay necesariamente una causa número primero, hay necesariamente un efecto número último...”?

La segunda proposición: “El Universo es un efecto”, está faltada, por lo tanto, de la condición indispensable: la exactitud.

En consecuencia, el famoso silogismo no vale nada.

Añado que, incluso en el caso en que esta segunda proposición fuese exacta, faltaría aún establecer, para que la conclusión fuese aceptable, que el Universo es el efecto de una Causa única, de una Causa primera, de la Causa de las Causas, de una Causa sin Causa, de la Causa eterna.

Espero sin impaciencia, sin inquietud esta demostración. Es de las que se han intentado muchas veces y que jamás han sido hechas. Es de las que puede decirse sin mucha temeridad que no estarán jamás establecidas seriamente, positivamente, científicamente.

Añado, en fin, que incluso en el caso en que todo el silogismo fuese irreprochable, sería más fácil volverlo contra la tesis del Dios Creador, a favor de mi demostración.

Ensayémoslo: ¿No hay efecto sin causa? Sea. ¿El universo es un efecto? De acuerdo. Así, pues ¿Este efecto tiene una causa y es esta causa lo que llamamos Dios? Una vez más, sea.

No se apresuren ustedes a triunfar, deístas, y escúchenme bien:

Si es evidente que no hay efecto sin causa, es también rigurosamente evidente que no hay causa sin efecto. No hay, no puede haber causa sin efecto. Quien dice causa, dice efecto; la idea de causa implica necesariamente y llama inmediatamente la idea de efecto; si fuese de otra manera, la causa sin efecto sería una causa de nada, lo que sería tan absurdo como un efecto de nada. Así, pues, queda bien entendido que no existen causas sin efectos.

Ustedes dicen que el Universo efecto, tiene por causa Dios. Conviene, pues, decir que la Causa-Dios, tiene por efecto el Universo.

Es imposible separar el efecto de la causa; pero es igualmente imposible separar la causa del efecto.

Afirman ustedes, en fin, que Dios-Causa es eterno. De ello saco en conclusión que el Universo-Efecto es igualmente eterno, pues a una causa eterna ineluctablemente corresponder un efecto eterno.

Si fuese de otra forma, es decir, si el Universo hubiese comenzado, durante los millares y los millares de siglos que, quizá, han precedido a la creación del Universo, Dios habría sido una causa sin efecto, lo que es imposible, una causa de nada, lo que sería absurdo.

En consecuencia, siendo Dios eterno, el Universo lo es también, y si el universo es eterno, es que no ha comenzado jamás, es que no ha sido jamás creado.




SEGUNDA SERIE DE ARGUMENTOS



PRIMER ARGUMENTO


EL GOBERNADOR NIEGA AL CREADOR

Hay quienes y forman legión a pesar de todo, se obstinan en creer. Concibo que, pese a todo, se pueda creer en la existencia de un creador perfecto; concibo que pueda creerse en la existencia de un gobernador necesario; pero me parece imposible que se pueda creer razonablemente en el uno y en el otro al mismo tiempo: esos dos Seres perfectos se excluyen categóricamente; afirmar al uno es negar al otro; proclamar la perfección del primero, es confesar la inutilidad del segundo; proclamar la necesidad del segundo, es negar la perfección del primero.

En otros términos, puede creer en la perfección del uno o en la necesidad del otro; pero es irrazonable creer en la perfección de los dos; precisa elegir.

Si el Universo creado por Dios ha sido una obra perfecta; si, en su conjunto y en sus menores detalles, esta obra hubiese carecido de defectos; si el mecanismo de esta gigantesca creación hubiese sido irreprochable; si tan y tan perfecta hubiese sido su organización que no hubiese debido temerse ningún desarreglo, ni una sola avería, en una palabra, si la obra hubiese sido digna de este obrero genial, de este artista incomparable, de este constructor fantástico que se llama Dios, la necesidad de un gobernador no se hubiese hecho sentir.

Una vez dado el primer empuje, puesta en movimiento la formidable máquina, hubiese bastado abandonarla a sí misma, sin temor de accidente posible.

¿Por qué este ingeniero, este mecánico, cuyo papel es el de vigilar la máquina, dirigirla, intervenir cuando es necesario y aportar a la máquina en movimiento los retoques necesarios y las reparaciones sucesivas? Este ingeniero habría sido inútil; este mecánico habría tenido objeto.

En este caso, no precisa un Gobernador.

Si el Gobernador existe, es que su presencia, su vigilancia, su intervención son indispensables.

La necesidad del Gobernador es como un insulto, un desafío lanzado al creador: su intervención atestigua la torpeza, la incapacidad, la impotencia del Creador.

El gobernador niega la perfección del Creador.



SEGUNDO ARGUMENTO


LA MULTIPLICIDAD DE LOS DIOSES DEMUESTRA QUE NO EXISTE NINGUNO

El Dios Gobernador es y debe ser poderoso y justo infinitamente poderoso e infinitamente justo.

Pretendo que la multiplicidad de las Religiones atestigua que está faltado de potencia y de justicia.

Abandonemos los dioses muertos, los cultos abolidos, las religiones apagadas. Estas se cuentan por millares y millares. No hablemos más que de las religiones vivas.

Según las estimaciones mejor fundadas hay, en el presente, ochocientas religiones que se disputan el imperio sobre mil seiscientos millones de conciencias que pueblan nuestro planeta. No es dudoso que cada una se imagina y proclama que sólo ella está en posesión del Dios verdadero, auténtico, indiscutible, único, y que los demás dioses son dioses de bromas, falsos dioses, dioses de contrabando y de pacotilla, que es obra pía el combatirlos y el aplastarlos.

Yo añado que, aunque sólo hubiera habido cien religiones, en lugar de ochocientas; aunque no hubiera habido más que diez, aunque únicamente hubiera habido dos, mi razonamiento tenía el mismo vigor.

¡Y bien! Afirmo que la multiplicidad de estos dioses atestigua que no existe ninguno, porque ella demuestra que Dios está faltado de potencia y de justicia.

Poderoso, habría podido hablar a todos con la misma facilidad que a uno solo. Poderoso, le habría bastado con mostrarse, con revelarse a todos sin más esfuerzo del que ha necesitado para revelarse a unos cuantos.

Un hombre el que sea no puede mostrarse, no puede hablar más que a un número limitado de hombres; sus cuerdas vocales tienen una potencia que no puede exceder de ciertos límites, ¡pero Dios!...

Dios puede hablar a todos no importa el número con la misma facilidad que a unos cuantos. Cuando se eleva, la voz de Dios puede y debe resonar en los cuatro puntos cardinales. El verbo divino no conoce ni distancia, ni espacio. Atraviesa los océanos, escala las cimas, flanquea los espacios sin la menor dificultad.

Ya que le satisfizo -la religión lo afirma- hablar a los hombres, revelarse a ellos, confiarles sus propósitos, indicarles su voluntad, hacerles conocer su Ley, habría podido hablar a todos sin más esfuerzo que el empleado hablando a un puñado de privilegiados.

No lo ha hecho, puesto que unos le niegan, otros lo ignoran, otros en fin, ponen este o este otro Dios a aquel otro de sus concurrentes.

En estas condiciones, ¿no es discreto pensar que no ha hablado a ninguno y que las múltiples revelaciones no son otra cosa que múltiples imposturas; mejor que, si ha hablado a algunos, es que no ha podido hablar a todos?

Si así fuese, yo le acuso de impotencia.

Y, si le acuso de impotencia, le acuso asimismo de injusticia.

¿Qué pensar, en efecto de ese Dios que se muestra a algunos y se esconde de los otros? ¿Qué pensar de ese Dios que dirige la palabra a los unos, y guarda silencio ante los otros?

No olvidéis que los representantes de ese Dios afirman que él es el Padre y que todos, con el mismo título y en el mismo grado, somos hijos bien amados de ese Padre que está en los cielos.

Y bien, ¿Qué pensáis de ese padre que, lleno de ternura para algunos privilegiados, les arranca, revelándose a ellos, a las angustias de la duda, a las torturas de la vacilación, mientras que, voluntariamente, condena a la inmensa mayoría de sus hijos a los tormentos de la incertidumbre? ¿Qué pensáis de ese padre que se muestra a una parte de sus hijos a los tormentos de la incertidumbre? ¿Qué pensáis de ese padre que se muestra a una parte de sus hijos en el resplandor deslumbrante de Su Majestad, mientras que para los otros, permanece rodeado de tinieblas? ¿Qué pensáis de ese padre que, exigiendo de sus hijos un culto, respetos, oraciones, llama a algunos elegidos a escuchar la palabra de Verdad, mientras que, de forma deliberada, niega a los otros este insigne favor?

Si estimáis que ese padre es justo y bueno, no os sorprendáis de que mi apreciación sea diferente.

La multiplicidad de las religiones proclama, pues que Dios está faltado de potencia y de justicia. Y Dios debe ser infinitamente poderoso e infinitamente justo, los creyentes lo afirman; si le falta uno de estos atributos: la potencia y la justicia, no es perfecto, si no es perfecto, no existe.

La multiplicidad de los Dioses demuestra, por lo tanto, que no existe ninguno.



TERCER ARGUMENTO


DIOS NO ES INFINITAMENTE BUENO; EL INFIERNO LO DEMUESTRA

El Dios Gobernador o Providencia es y debe ser infinitamente bueno, infinitamente misericordioso. La existencia del infierno prueba que no lo es.

Seguid bien mi razonamiento: Dios podía -puesto que es libre- no crearnos; él nos ha creado.

Dios podía -puesto que es todopoderoso- crearnos a todos buenos; ha creado a buenos y a malos.

Dios podía -puesto que es bueno- admitirnos a todos en su paraíso, después de nuestra muerte, contentándose con el tiempo de pruebas y tribulaciones que pasamos sobre la tierra.

Dios podía, en fin -puesto que es justo- no admitir en su paraíso más que a los buenos y negar su acceso a los perversos, pero aniquilar a estos a su muerte, en lugar de destinarlos al infierno.

Pues quien puede crear puede destruir; quien tiene el poder de dar la vida tiene el de aniquilar.

Veamos; vosotros no sois dioses. Vosotros no sois infinitamente buenos, infinitamente misericordiosos. Tengo, sin embargo, la certidumbre, sin que os atribuya cualidades que quizá no poseéis que, si estaba en vuestro poder, sin que ello os costase un esfuerzo penoso, sin que de ello resultase para vosotros ni perjuicio material, ni perjuicio moral, si, digo, estaba en vuestro poder, en las condiciones que acabo de indicar, de evitar a uno de vuestros hermanos en humanidad, una lágrima, un dolor, una prueba, tengo la certidumbre de que lo haríais. Y, sin embargo, vosotros no sois infinitamente buenos, ni infinitamente misericordiosos.

¿Seríais vosotros mejores y más misericordiosos que el Dios de los Cristianos?

Pues, en fin, el infierno existe. La Iglesia nos lo enseña; es la horrenda visión con ayuda de la cual se espanta a los niños, a los viejos y a los espíritus temerosos; es el espectro que instalan a la cabecera de los agonizantes, a la hora en que la proximidad de la muerte les quita toda energía, toda lucidez.

Pues bien: El Dios de los cristianos, Dios que dicen de piedad, de perdón, de indulgencia, de bondad, de misericordia, precipita a una parte de sus hijos -para siempre- en esa mansión poblada por las torturas más crueles, por los más indecibles suplicios.

¡Cuán bueno es! ¡Cuán misericordioso!

¿Conocéis esta frase de las Escrituras: “Habrá muchos llamados, pero muy pocos elegidos”? Esta frase significa, si no me engaño, que será ínfimo el número de los elegidos y considerable el número de los malditos. Esta afirmación es de una crueldad monstruosa que se ha intentado darle otro sentido.

Poco importa: el infierno existe y es evidente que habrá condenados -pocos o muchos- que en él sufrirán los más dolorosos tormentos.

Preguntémonos para qué y para quién pueden ser provechosos los tormentos de los malditos.

¿Para los elegidos? ¡Evidentemente no! Por definición, los elegidos serán los justos, los virtuosos, los fraternales, los compasivos, y no podemos suponer que su felicidad, ya inexpresable, fuese acrecentada por el espectáculo de sus hermanos torturados.

¿Sería provechoso para los mismos condenados? Tampoco, puesto que la Iglesia afirma que el suplicio de esos desgraciados no terminará jamás y que, en los millares y millares de siglos, sus tormentos serán intolerables como el primer día.

¿Entonces?...

Entonces, fuera de los elegidos y de los condenados, no hay más que Dios; no puede haber más que él.

¿Es para Dios, pues, para quien pueden ser provechosos los sufrimientos de los condenados? ¿Es, pues, él, este padre infinitamente bueno, infinitamente misericordioso, quien se complace sádicamente con los dolores a los que el voluntariamente condena a sus hijos?

¡Ah! Si es así, este Dios me parece el verdugo más feroz, el inquisidor más implacable que se pueda imaginar.

El infierno prueba que Dios no es ni bueno, ni misericordioso. La existencia de un Dios de bondad es incomprensible con la del Infierno.

O bien no hay Infierno, o bien Dios no es infinitamente bueno.



CUARTO ARGUMENTO


EL PROBLEMA DEL MAL

Es el problema del Mal el que me facilita mi cuarto y último argumento contra el Dios-Gobernador, al mismo tiempo que mi primer argumento contra el Dios-Justiciero.

Yo no digo: la existencia del mal, mal físico, mal moral, es incompatible con la existencia de un Dios infinitamente poderoso e infinitamente bueno.

Es conocido el razonamiento, aunque sólo sea por las múltiples refutaciones -siempre impotentes, por lo demás- que se le han opuesto.

Se le hace remontar a Epicuro. Tiene, pues ya más de veinte siglos de existencia; pero por viejo que sea, ha conservado todo su rigor.

Helo aquí:

El mal existe: todos los seres sensibles conocen el sufrimiento. Dios que lo sabe, no puede ignorarlo. Pues bien: de dos cosas una:

O bien Dios quisiera suprimir el mal, pero no ha podido.

O bien Dios podría suprimir el mal; pero no ha querido.

En el primer caso, Dios quisiera suprimir el mal; es bueno, se compadece de los dolores que nos abruman; de los males que padecemos. ¡Ah, si sólo dependiese de él! El mal sería destruido y la felicidad florecería sobre la tierra. Una vez más: él es bueno; pero no puede suprimir el mal; en este caso, no es todopoderoso.

En el segundo caso, Dios podría suprimir el mal. Bastaría quererlo, para que el mal fuese abolido; él es todopoderoso; pero no quiere suprimirlo; en este caso, no es infinitamente bueno.

Aquí Dios es poderoso, pero no es bueno; allá, Dios es bueno, pero no es poderoso.

Para que Dios sea, no basta con que posea una de estas dos perfecciones; potencia o bondad; es indispensable que posea las dos a la vez.

Este razonamiento jamás ha sido refutado.

Entendámonos: yo no digo que no se haya intentado jamás refutarlo; yo digo que no se ha conseguido jamás.

El ensayo de refutación más conocido es éste:

“Planta usted en términos completamente erróneos el problema del mal. Injustamente hace usted responsable de él a Dios. Si, es cierto, el mal existe y ello es innegable; pero es al hombre a quien hay que hacer de él responsable. Dios no ha querido que el hombre sea un autómata, una máquina, que él actúe fatalmente. Al crearlo, le ha dado la libertad; ha hecho de él un ser enteramente libre; de la libertad que le ha otorgado generosamente, Dios le ha dejado la facultad de hacer, en todas las circunstancias, el uso que quisiera; y, si place al hombre, en lugar de hacer de ella un uso juicioso y noble de este bien inestimable, hacer un uso odioso y criminal, no es a Dios a quien cabe acusar, porque sería injusto; de ello hay que acusar al hombre”.

He aquí la objeción, que resulta ya clásica.

¿Qué vale ella? Nada.

Me explicaré:

Distingamos primero el mal físico del mal moral.

El mal físico, es la enfermedad, el sufrimiento, el accidente, la vejez, con su cortejo de taras y de enfermedades; es la muerte, la pérdida cruel de los seres que amamos: criaturas que nacen y mueren algunos días después de su nacimiento sin haber conocido más que el sufrimiento; hay una multitud de seres humanos para los que la existencia no es más que una larga cadena de dolores y de aflicciones, de suerte que hubiera valido más que no hubiesen nacido; es, en el dominio de la naturaleza, los azotes, los cataclismos, los incendios, las sequías, las hambres, las inundaciones, las tempestades, toda esta suma de trágicas fatalidades que se cifran en el dolor y en la muerte.

¿Quién osaría decir que hay que hacer responsable al hombre de este mal físico?

¿Quién no comprende que, si Dios ha creado el Universo, si es él quien le ha dotado de las formidables leyes que le regulan y si el mal físico es el conjunto de las fatalidades que resultan del juego, normal de las fuerzas de la naturaleza; quién no comprende que el autor responsable de estas calamidades es, ciertamente, aquel que ha creado este Universo, aquel que lo gobierna?

Supongo que, sobre este punto no hay contestación posible.

Dios que gobierna el Universo es, pues, responsable del mal físico.

Esto solo bastaría y mi respuesta podría quedar reducida a esto.

Pero yo pretendo que el mal moral es imputable a Dios de la misma manera que el mal físico, puesto que, si existe, él ha presidido a la organización del mundo moral como a la del mundo físico y que, consecuentemente, el hombre, victima del mal moral como del mal físico, no es más responsable del uno que del otro.

Pero es preciso que me refiera a lo que tengo que decir sobre el mal moral en la tercera y última serie de mis argumentos.










TERCER GRUPO DE ARGUMENTOS



PRIMER ARGUMENTO


IRRESPONSABLE, EL HOMBRE NO PUEDE SER NI CASTIGADO NI RECOMPENSADO

¿Qué es lo que somos?

¿Hemos presidido las condiciones de nuestro nacimiento? ¿Hemos sido consultados sobre la simple cuestión de saber si nos gusta nacer? ¿Hemos sido llamados para fijar nuestros destinos? ¿Hemos tenido, en un solo punto, voz en el capítulo?

Si hubiésemos tenido voz en el capítulo, cada uno de nosotros se habría gratificado, desde la cuna, con todas las ventajas: salud, fuerza, belleza, inteligencia, valor, bondad, etc., etc. Cada uno habría sido el resumen de todas las perfecciones, una especie de dios en miniatura.

¿Qué es lo que somos?

¿Somos lo que hemos querido ser?

Incontestablemente, no.

En la hipótesis Dios somos, puesto que es él quien nos ha creado, lo que él ha querido que fuésemos.

Dios, puesto que él es libre, hubiera podido no crearnos.

Hubiera podido crearnos menos perversos, puesto que él es bueno.

Habría podido crearnos virtuosos, sanos, excelentes. Habría podido otorgarnos todos los dones físicos, intelectuales y morales, puesto que es todopoderoso.

Por tercera vez: ¿Qué es lo que somos?

Somos lo que Dios ha querido que fuésemos. Él nos ha creado como ha querido a su capricho.
No hay respuesta a esta interrogación: ¿Qué es lo que somos? Si se admite que Dios existe y que somos sus criaturas.

Es Dios el que nos ha dado nuestros sentidos, nuestras facultades, de compresión, nuestra sensibilidad, nuestros medios de percibir, de sentir, de razonar, de actuar. Él ha previsto, querido, determinado nuestras condiciones de vida: ha condicionado nuestras necesidades, nuestros deseos, nuestras pasiones, nuestros temores, nuestras esperanzas, nuestros odios, nuestros amores, nuestras aspiraciones. Toda la máquina humana corresponde a lo que él ha querido que fuese. Él ha concebido, organizado de la cabeza a los pies el medio en el cual vivimos; él ha preparado todas las circunstancias que, a cada instante, asaltarán nuestra voluntad y determinarán, nuestras acciones.

Ante este Dios formidablemente armado, el hombre es irresponsable.

Aquel que no está bajo ninguna dependencia, es absolutamente libre; aquel que está un poco bajo la dependencia de otro es un poco esclavo; sólo es libre por la diferencia; aquel que está muy supeditado a otros es muy esclavo; sólo es libre en lo que le resta de independiente; en fin, aquel que está por completo bajo la dependencia de otro, es por completo esclavo y no goza de ninguna libertad.

Si Dios existe, es en esta última postura, la de la esclavitud total, en la que se encuentra el hombre con respecto a Dios, y a su esclavitud es tanto más completa, cuanta mayor distancia haya entre el Amo y él.

Si Dios existe, sólo él sabe, puede, quiere, él solo es libre; el hombre no sabe nada, no quiere nada, no puede nada; su dependencia es absoluta.

Si Dios existe, él lo es todo; el hombre no es nada.

El hombre así mantenido en esclavitud, colocado bajo la dependencia plena y entera de Dios no puede tener ninguna responsabilidad.

Y, si es irresponsable no puede ser juzgado.

Todo juicio implica un castigo o una recompensa; y los actos de un ser irresponsable, carente de todo valor moral, no provienen de ningún juicio.

Los actos del irresponsable pueden ser útiles o perjudiciales; moralmente no son buenos ni malos, ni meritorios ni reprensibles; equitativamente no pueden ser recompensados ni castigados.

Erigiéndose en Justiciero, castigando o recompensado al hombre irresponsable Dios no es más que usurpador: se arroga un derecho arbitrario y usa de él en contra de toda justicia.

De lo que acabo de decir, saco en conclusión:

a) Que la responsabilidad del mal moral es imputable a Dios, como le es imputable la del mal físico.

b) Que Dios es un Justiciero indigno, porque irresponsable, el hombre no puede ser ni recompensado, ni castigado.



SEGUNDO ARGUMENTO


DIOS VIOLA LAS LEYES FUNDAMENTALES DE LA EQUIDAD

Admitamos, por un instante, que el hombre sea responsable y veremos, como en esta misma hipótesis, la divina Justicia viola las reglas más elementales de la equidad.

Si se admite que la práctica de la justicia no puede ser ejercida sin comportar una sanción y que el magistrado tiene por misión fijar esta sanción, existe una regla sobre la cual el sentimiento es y debe ser unánime: es que, del mismo que hay una escala de mérito y de culpabilidad, debe haber una escala de recompensas y de castigos.

Sentado este principio, el magistrado que mejor practicará la justicia, será aquel que proporcionará más exactamente la recompensa al mérito y el castigo a la culpabilidad; y el magistrado ideal, impecable, perfecto, será aquel que fijará una relación de un rigor matemático entre el acto y la sanción.

Pienso que esta regla elemental de justicia es aceptada por todos.

¡Y bien! Dios con el cielo y el infierno, desconoce esta regla y la viola.

Cualquiera que sea el mérito del hombre, es limitado (como el hombre mismo), y, sin embargo, la sanción de recompensa: el cielo, es sin límites, aunque sólo fuese por su carácter de perpetuidad.

Cualquiera que sea la culpabilidad del hombre, ella está limitada (como él mismo), y, sin embargo, la sanción de recompensa: el cielo, es sin límites, aunque solo fuese por su carácter de perpetuidad.

Hay, pues, desproporción entre el mérito y la recompensa, desproporción entre la falta y el castigo; desproporción en todas partes. Así pues, Dios viola las reglas fundamentales de la equidad.

Mi tesis está terminada; no me resta más que recapitular y extraer las conclusiones.




RECAPITULACIÓN



Camaradas:

Os prometí una demostración precisa, substancial, decisiva, de la inexistencia de Dios. Creo poder deciros que he cumplido mi promesa.

No perdáis de vista que no me he propuesto aportaros un sistema del Universo que hiciese inútil recurrir a la hipótesis de una Fuerza sobrenatural, de una Energía o de una Potencia extramundial, de un Principio superior o anterior al Universo. He tenido la lealtad, como debía tenerla, de deciros que, considerado de esta suerte, el problema no encuentra, en el estado actual de los conocimientos humanos, ninguna solución definitiva y que la sola actitud que conviene a los espíritus reflexivos y razonables, es la expectativa.

El Dios cuya imposibilidad he querido establecer, cuya imposibilidad he establecido, puedo decirlo ahora, es el Dios de las religiones, el Dios creador, Gobernador y Justiciero, el Dios infinitamente sabio, poderoso, justo y bueno, que los clérigos se alaban de representar sobre la tierra y que intentan imponer a nuestra veneración.

No hay, no puede haber equívoco. Es a este Dios al que yo niego: y, si se quiere discutir útilmente, en este Dios al que hay que defender contra mis ataques.

Todo debate sobre otro terreno será -de ello os prevengo, pues es precios que os pongáis en guardia contra las astucias del adversario-; todo debate en otro terreno será una diversión y será, además, la prueba que el Dios de las religiones no puede ser defendido ni justificado.

He probado que, como Creador, sería inadmisible, imperfecto, inexplicable; he establecido que, como gobernador, sería inútil, impotente, cruel, odioso, despótico; he demostrado que, como justiciero, sería un magistrado indigno, violador de las leyes esenciales de la más elemental equidad.




CONCLUSIÓN



Tal es, sin embargo, el Dios que desde, tiempos inmemoriales, se ha enseñado y que, en nuestros días todavía, se enseña a una multitud de niños en numerosas familias y escuelas. ¡Qué de crímenes han sido cometidos en su nombre!

¡Qué de odios, de guerras, de calamidades han sido desencadenadas furiosamente por sus representantes! Este Dios ¡De cuántos sufrimientos es origen! ¡Cuántos males todavía engendra!

Desde hace siglos, la Religión tiene curvada a la humanidad bajo el temor, incrustada en la superstición, postrada en la resignación.

¿No amanecerá, pues jamás el día en que, dejando de creer en la justicia eterna, en sus decretos imaginarios, en sus reparaciones problemáticas, los humanos trabajarán, con ardor incansable, por el advenimiento sobre la tierra de una Justicia inmediata, positiva y fraternal?

¿No sonará nunca la hora en que, fatigados de los consuelos y de las esperanzas falaces que les sugiere la creencia en un paraíso compensador, los humanos harán de nuestro planeta un Edén de abundancia, de paz y libertad, cuyas puertas estarán abiertas fraternalmente a todos?

Durante demasiado tiempo, el contrato social se ha inspirado en un Dios sin justicia; es ya hora de que se inspire en una justicia sin Dios. Durante demasiado tiempo, las relaciones entre las naciones y los individuos han derivado de un Dios sin filosofía; tiempo es ya de que procedan de una filosofía sin Dios. Desde hace siglos, monarcas, gobernantes, castas y cleros, conductores de pueblos, directores de conciencias, tratan a la humanidad como vil rebaño, bueno tan sólo para ser esquilado, devorado, arrojado a los mataderos.

Desde hace siglos, los desheredados soportan pasivamente la miseria y la servidumbre, gracias al espejismo engañoso del cielo y a la visión horrorífica del Infierno. Hay que poner fin a este odioso sortilegio, a este abominable engaño.

¡OH!, tú que me escuchas, abre los ojos, contempla, observa, comprende. El cielo del que sin cesar te hablan; el cielo con ayuda del cual se intenta insensibilizar tu miseria, anestesiar tu sufrimiento y ahogar la queja que, a pesar de todo, se exhala de tu pecho, es cielo irreal y desierto. Sólo tu infierno está poblado y es positivo.

Basta de lamentaciones: las lamentaciones son vanas.

Basta de posternaciones: las posternaciones son estériles.

Basta de rezos: los rezos son impotentes.
¡Yérguete, OH, hombre! Y, en pie, enardecido, rebelado, declara una guerra implacable al dios del que, durante tanto tiempo, se ha impuesto a tus hermanos y a ti mismo la embrutecedora veneración.

Libérate de este tirano imaginario y sacude el yugo de aquellos que pretenden ser sus agentes de negocios en la tierra.

Pero no olvides que, una vez hecho este primer gesto de liberación no habrás realizado más que una parte de la tarea que te incumbe.

No olvides que de nada te servirá romper las cadenas que los Dioses imaginarios, celestes, y eternos han forjado contra ti, si no rompes también aquellos que contra ti han forjado los Dioses pasajeros y positivos de la tierra.

Estos Dioses merodean en tu torno, buscando la forma de someterte por el hambre a servidumbre eterna. Estos Dioses no son más que hombres como tú.

Ricos y Gobernantes, estos Dioses de la tierra la han poblado de innumerables víctimas, de inexpresables tormentos.

Ojalá puedan los condenados de la tierra rebelarse al fin contra estos forajidos y fundar una Ciudad en la que semejantes monstruos no sean ya posibles.

Cuando hayas expulsado a los dioses del cielo y de la tierra; cuando te haya liberado de los Amos de arriba y de los Amos de abajo; cuando hayas realizado este noble gesto de liberación, entonces, y solamente entonces, OH, hermano mío, te habrás evadido de tu infierno y habrás conquistado tu cielo.

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