lunes, 30 de julio de 2012

Plataformismo anarquista: Intentos vanos de anarquizar la burocracia x Periódico Anarquista El Amanecer*

Dentro de lo que se conoce comúnmente como anarquismo existen diversas corrientes, esto corresponde a un hecho más que esclarecido, casi en su totalidad comparten visiones acerca de la practica y defensa de la libertad individual y colectiva, el rechazo de cualquier forma de dominación y control, al igual de los mecanismos en los cuales se sostiene el engranaje social a lo largo de la historia. Uno de estos corresponde a la praxis política-partidista, la cual es percibida con un desprecio total, a excepción de una postura que de anarquismo solo tiene el nombre: el plataformismo anarquista.
 

Es de suma importancia reconocer que el periodo histórico donde nace el plataformismo, corresponde a un momento en el cual la revolución rusa, ilusiona a un segmento de supuestos “anarquistas” (la misma que encarcela, tortura, y asesina a los ácratas), en este escenario donde un nace la propuesta de conformar un tipo de organización la cual entre en el juego de los partidos políticos, es decir que cuente con una estratificación, división de las tareas, militantes, un programa de acción, un comité ejecutivo, etc. Este tipo de organización hace fácil la tarea de percatarse el porqué el plataformismo en si contiene los mismos añejos vicios, de los grupos de izquierda y en general de todos los segmentos que intentan ostentar cuotas de poder. La posición de las tendencias plataformistas con respecto al problema social apunta a la caracterización de este como un cuestión de naturaleza política, lo que en si contrasta con lo afirmado por los anarquista a lo largo de la historia quienes afirman que el aspecto donde surgen las dificultades, corresponde a una arista de carácter social, lo que no descarta que el problema es impulsado a través del ámbito político, sin embargo este es una consecuencia de la estructura de la sociedad.
 
El plataformismo se dirige en contra de las hojas, no de la raíz. Con respecto a la orgánica plataformista. Uno de los puntos postulados por el plataformismo que más se asemeja con los partidos políticos convencionales (y uno de los más despreciables) es la idea del desprecio y marginación del individuo como concepto y ser autónomo. En lo relacionado con el ámbito conceptual, remplaza la figura del individuo por la del militante, siguiendo la misma línea que los demás partidos, es este punto donde se crea una brecha con respecto a otras tendencias anarquistas, al adoptar el lenguaje tradicional de la política partidista y por consiguiente las lógicas de relación. El militante vive de la organización, sin esta el no puede existir, es un extensión de esta, el individuo es antagonista a este concepto, corresponde a un espacio y un ser autónomo. En lo que respecta a la figura del militante este se ve sujeto, a lo que se comprende como la “responsabilidad colectiva”, es decir toda la organización es responsable de los actos cada uno de los militantes, como también los militantes son responsables de la actividad de la organización, nuevamente la figura del individuo y su responsabilidad son desechados, por un militante cual se convierte en un instrumento de la organización, además de emplear una lógica de control. Uno de los puntos del plataformismo que lo diferencia más de las demás líneas de la anarquismos (si es que el plataformismo puede ser tomado como una de estas) es la idea de un comité ejecutivo, este tendría la misión de dictar la dirección ideológica y orgánica a los militantes de “base” (quienes solo deben aceptarlas o de lo contrario abandonar la organización), sin embargo es iluso pensar que un comité ejecutivo se puede sostener por si mismo, estos necesitan una serie de mecanismo en los cuales respaldarse, lo que de una forma u otra desencadenarían en una burocracia. El comité ejecutivo es el que plantea, impone e imparte las tareas, nuevamente el poder se centraliza ya no en torno a una clase social, sino en la dirigencia. Las bases solo son un instrumento para llevara a cabo las ideas de un comité central. Los anarquistas se oponen a la materialización del poder, a la concentración del mismo, a las elites. Nuevamente el plataformismo muestra su cara reformar el concepto de anarquía a un espacio donde se gestan e impulsan las relaciones de poder. Con respecto al rol de vanguardia admitida. El plataformismo dentro de sus postulados acepta la idea de una “vanguardia revolucionaria”, la cual dirija a las “masa”. Nuevamente un concepto del leninismo se cuela dentro de la organización y planteamientos de la plataforma (no olvidemos que esta vanguardia esta sujeta al comité ejecutivo). La concepción de direccional los deseos de las “masas”, bajo las ideas y acciones de una minoría, históricamente ha representado la perpetuidad de estas minorías.La cualidad de una vanguardia corresponde a la comprensión de los procesos de creación de conciencia dentro de las “masas”, sin embargo en el transcurso de este proceso es la vanguardia activa la cual se expresa en su representación, sin embargo ¿como una vanguardia pretende conocer las necesidades de las masas?, ¿en qué instante los procesos de creación de conciencia terminan?Se habla de que la razón de acción de una “vanguardia activa” corresponde a ser la “conciencia del proletariado” ¿Cuál es esta conciencia? Las tendencias plataformistas y de síntesis en general, atribuyen en si una figura idealizada de las cosas, es atribuir cualidades a cosas o sujetos según las propias necesidades de la organización.

Nuevamente nos asaltan preguntas relacionadas acerca del grado de conciencia del proletariado que puede ser percibida por el organismo de la “vanguardia activa”. Es bastante fácil deslumbrar esta interrogante. En simples palabras la vanguardia solo acepta las condiciones aptas para su subsistencia y funcionamiento conforme a la idealización del individuo esperado. Dentro del “manifiesto comunista libertario” existe un fragmento el cual nos llamo la atención, el cual recoge la metodología de control-partidista en la que se basa la plataforma, este corresponde a: “defender la revolución de los sectores contrarrevolucionarios, contra los indecisos, e incluso contra ciertas categorías sociales explotadas atrasadas (como ciertos sectores campesinos, por ejemplo)”. Nuevamente el motor de la plataforma se hace presente: el control. La actividad revolucionaria dispara en contra de todos los frentes desde los sectores “contrarrevolucionarios”(donde se encuentran los anarquistas que rechazan su modelo de organización, como a la vez el de acción) hasta las “categorías sociales atrasadas” (entendiendo a estas como los grupos que no sirven a la revolución).
 
El planteamiento de la plataforma no es muy distinto al usado por Robespierre, en el periodo del terror durante la revolución francesa y la metodología de los bolcheviques (nuevamente se cuela en leninismo). Se acaba con todo disidente, e inclusive contra los “indecisos”, táctica militarista-Estatal en sí. La materialización del poder se presenta otra vez con una intención de crear una paranoia, de consolidar el control de un grupo que podría ser mayoritario o su supuesta voz: la vanguardia activa. El plataformismo no es más que el resultado de un anarquismo viciado con una orgánica marxista y conceptos de acción leninistas, por lo que no es sorprendente asimilara a esta con métodos de control entre sus adherentes. El plataformismo no es más que un vago intento por reformar el anarquismo (no la anarquía, entendemos que esta es irreformable) para hacerla digerible a un sistema en el cual se basa en la consolidación y una supuesta perpetuidad del poder y la dominación.

 Visible en la pagina web del Periódico Anarquista El Amanecer de Chile aquí.

viernes, 27 de julio de 2012

Individuo, Sociedad y Estado x Emma Goldman

Las mentes de los hombres están confusas, cada fundamento de nuestra civilización parece estar tambaleándose. Las personas están perdiendo su fe en las instituciones existentes y los más inteligentes están comprendiendo que el capitalismo industrial está fracasando en cada uno de los propósitos que se supone que defiende.

El mundo ha perdido el tino. El parlamentarismo y la democracia están en declive. La salvación se busca en el fascismo y otras formas de gobiernos “fuertes”.

El enfrentamiento entre ideas opuestas, que está teniendo lugar en el mundo, implica problemas sociales que demandan una urgente solución. El bienestar del individuo y el destino de la sociedad humana dependen de la correcta respuesta dada a estas cuestiones. La crisis, el desempleo, la guerra, el desarme, las relaciones internacionales, etc., están entre esos problemas.
El Estado, el gobierno con sus funciones y poderes, es el tema de interés de todo pensador. Los desarrollos políticos en todos los países civilizados han colocado estas cuestiones en cada hogar. ¿Tendremos un gobierno fuerte? ¿Es la democracia y el parlamentarismo el gobierno preferido, o es el fascismo de un tipo o de otro, la dictadura –monárquica, burguesa o proletaria– la solución de todos los males y dificultades que asedian a la actual sociedad?

En otros términos, ¿podremos curar los males de la democracia por medio de más democracia, o cortaremos el nudo gordiano del gobierno popular con la espada de la dictadura? Mi respuesta es que ni una ni otra. Estoy en contra de la dictadura y el fascismo, como de igual modo me opongo a los regímenes parlamentarios y de las denominadas democracias políticas.

El nazismo correctamente ha sido denominado como un ataque a la civilización. Esta caracterización se aplica con igual fuerza a cada forma de dictadura; de hecho, a cualquier modo de autoridad represiva y coercitiva. Pero, ¿qué es la civilización en estricto sentido? Todo progreso es, en esencia, una ampliación de las libertades del individuo con la correspondiente reducción de la autoridad ejercida sobre él por fuerzas externas.

Esto es tan cierto en el reino físico como en las esferas políticas y económicas. En el mundo físico, el hombre ha progresado hasta el grado de dominar las fuerzas de la naturaleza y hacerlas útiles para el mismo. El hombre primitivo dio el primer paso en el camino del progreso en el momento en que produjo el primer fuego y así triunfó sobre las oscuridades, cuando encadenó el viento o encauzó el agua.
¿Cuál es el papel que la autoridad o el gobierno jugó en el esfuerzo humano por mejorar, en los inventos y en los descubrimientos? Ninguno, o al menos, ninguno que fuera útil. Siempre ha sido el individuo quien ha logrado cada milagro en esta esfera, normalmente a pesar de las prohibiciones, persecuciones e interferencias de la autoridad, humana y divina.

De igual modo, en la esfera política, el camino del progreso se ha basado en un distanciamiento cada vez más de la autoridad del jefe tribal o del clan, del príncipe y rey, del gobierno, del Estado. Económicamente, el progreso ha significado un mayor bienestar de cada vez más personas. Culturalmente, ha supuesto la consecuencia de todos los otros logros: mayor independencia política, mental y física.

Considerado desde este ángulo, el problema de las relaciones humanas con el Estado asume una significación completamente diferente. No es cuestión de si la dictadura es preferible a la democracia, o si el fascismo italiano es superior al hitlerismo. Una cuestión más amplia y vital se plantea: ¿el gobierno político, el Estado, es beneficioso para la humanidad? y ¿cómo afecta al individuo el modelo social?
El individuo es la verdadera realidad de la vida. Un universo en sí mismo no existe para el Estado, ni para esa abstracción denominada “sociedad”, o para la “nación”, que sólo es una reunión de individuos. El hombre, el individuo, siempre ha sido, y necesariamente es, la única fuente y fuerza motora de la evolución y el progreso. La civilización ha sido una continua lucha de individuos o grupos de individuos en contra del Estado e, incluso, en contra de la “sociedad”, esto es, en contra de la mayoría dominada e hipnotizada por el Estado y el culto al Estado. Las más grandes batallas del ser humano han sido emprendidas contra los obstáculos impuestos al hombre y los impedimentos artificiales impuestos para paralizar su crecimiento y desarrollo.

El pensamiento humano siempre ha sido falseado por la tradición, la costumbre y una pervertida falsa educación, en interés de aquellos que mantienen el poder y disfrutan de privilegios; en otras palabras, por el Estado y la clase gobernante. Este conflicto constante ha sido la historia de la humanidad.
El individualismo puede describirse como la conciencia del individuo acerca de lo que él es y cómo vive. Es inherente a todo ser humano y es la clave del crecimiento. El Estado y las instituciones sociales vienen y van, pero el individualismo permanece y persiste. Es expresión de toda esencia de la individualidad; el sentido de la dignidad e independencia es el suelo en donde germina. La individualidad no es un elemento impersonal y mecánico que el Estado trata como un “individuo”. El individuo no es meramente el resultado de la herencia y el entorno, de la causa y efecto. Es eso y mucho más, algo más. El hombre vivo no puede ser definido; es el origen de toda la vida y valores; no es una parte de esto o de aquello; es el todo, un todo individual, creciente, cambiante, siempre un todo constante.

La individualidad no debe ser confundida con las diversas formas y conceptos del individualismo; y mucho menos con el “individualismo a ultranza” el cual sólo es intento enmascarado para reprimir y frustrar al individuo y su individualidad. El denominado individualismo es el laissez faire social y económico: la explotación de las masas por las clases altas mediante la superchería legal, la degradación espiritual y el adoctrinamiento sistemático de los espíritus serviles, a través del proceso conocido como “educación”. Este corrupto y perverso “individualismo” es la camisa de fuerza de la individualidad. Ha convertido la existencia en una carrera degradante por las apariencias, por las posesiones, por el prestigio social y la supremacía. Su máxima sabiduría es “Que al último se lo lleve el diablo”.

Este “individualismo a ultranza” inevitablemente ha conllevado la mayor esclavitud moderna, las más extremas distinciones de clases, conduciendo a millones de personas hasta la miseria. El “individualismo a ultranza” simplemente ha supuesto el pleno “individualismo” para los amos, mientras que el pueblo está regimentado dentro de la casta de los esclavos para servir a un puñado de egoístas “superhombres”. Norteamérica es tal vez el mejor ejemplo de este tipo de individualismo, en cuyo nombre se defienden la tiranía política y la opresión social, los cuales se consideran como virtudes; mientras cada aspiración e intento de un hombre por alcanzar la libertad y oportunidad social para vivir es denunciado como “antiamericano” y satanizado en nombre de ese mismo individualismo.
Hubo un tiempo cuando el Estado era desconocido. En su condición natural, el hombre existía sin Estado o gobierno organizado. Las personas vivían como familias en pequeñas comunidades; araban la tierra y practicaban las artes y artesanías. El individuo, y posteriormente la familia, era la unidad de la vida social en donde cada uno era libre e igual a su vecino. La sociedad humana no era entonces un Estado sino una asociación; una asociación voluntaria para la mutua protección y beneficios. Los miembros más viejos y con más experiencia eran los guías y consejeros del pueblo. Ayudaban a gestionar los problemas vitales, y no a dirigir y dominar al individuo.

El gobierno político y el Estado se desarrollaron muy posteriormente, surgiendo del deseo de los más fuertes para beneficiarse de los más débiles, de unos pocos sobre los demás. El Estado, eclesiástico y secular, servía para dar una apariencia de legalidad y corrección de las maldades hechas por unos pocos a los demás. Esta apariencia de corrección era necesaria para un más fácil gobierno de las personas, ya que ningún gobierno puede existir sin el consenso de las personas, consenso abierto, tácito o asumido. El constitucionalismo y la democracia son las formas modernas de este consenso; el consenso se inocula y adoctrina a través de la denominada “educación “, en el hogar, en la iglesia y en cada fase de la vida.

Este consenso es la creencia en la autoridad, necesario para el Estado. En su base se encuentra la doctrina de que el hombre es tan malvado, tan vicioso, tan incompetente como para reconocer lo que es bueno para él. Sobre ésta, se levanta todo gobierno y opresión. Dios y el Estado existen y son apoyados por este dogma.

El Estado no es nada más que un nombre. Es una abstracción. Como otros conceptos similares –nación, raza, humanidad– no tiene una realidad orgánica. El considerar al Estado como un organismo sólo demuestra una tendencia enfermiza a convertir las palabras en fetiches.
El Estado es el término para la maquinaria legislativa y administrativa en donde algunos realizan sus tejemanejes. No hay nada sagrado, santo o misterioso en torno de ello. El Estado no tiene más conciencia o misión moral que una compañía comercial que explota una mina de carbón o gestiona un ferrocarril.

El Estado no tiene más existencia que los dioses o los diablos. Son igualmente el reflejo y la creación del hombre, para el hombre, el individuo es la única realidad. El Estado es sólo la sombra del hombre, la sombra de su ininteligibilidad, de su ignorancia y sus miedos.

La vida empieza y termina en el ser humano, el individuo. Sin él no existe raza, ni humanidad, ni Estado. No, ni incluso la “sociedad” es posible sin el ser humano. Es el individuo quien vive, respira y sufre. Su desarrollo, su crecimiento, ha sido una continua lucha contra los fetiches de su propia creación, y en concreto contra el “Estado”.

En los primeros momentos, las autoridades religiosas moldearon la vida política a imagen de la Iglesia. La autoridad del Estado, el “derecho” de los gobernantes, procede del cielo; el poder, como las creencias, era divino. Los filósofos han escrito gruesos volúmenes para demostrar la santidad del Estado; algunos incluso lo han revestido con la infalibilidad y los atributos divinos. Alguien han mantenido la insensata noción de que el Estado es un “superhombre”, la suprema realidad, “lo absoluto”.

El cuestionar se condenó como una blasfemia. La servidumbre era la más alta virtud. Mediante tales preceptos y adiestramientos, ciertas cosas llegaron a ser consideradas como manifiestas, como sagrada su verdad, debido a su constante y persistente reiteración.

Todo progreso se ha encaminado esencialmente hacia el desenmascarar la “divinidad” y “misterio”, la presunta santidad, la eterna “verdad”; ha sido la gradual eliminación de lo abstracto y la sustitución en su lugar de lo real, lo concreto. En resumen, de los hechos frente a la fantasía, del saber frente a la ignorancia, de la luz frente a la oscuridad.

Esta lenta y ardua liberación del individuo no fue alcanzada con la ayuda del Estado. Al contrario, fue en un continuo conflicto, una lucha a vida o muerte con el Estado, para conquistar el más pequeño vestigio de independencia y libertad.

Ha costado a la humanidad mucho tiempo y sangre defender esos pequeños logros frente a los reyes, zares y gobiernos.

La gran figura heroica de este largo Gólgota ha sido el Ser Humano. Siempre ha sido el individuo, a menudo solo e individualmente, en otras ocasiones juntos y cooperando con otros de su tipo, quien ha luchado y derramado sangre en la vieja batalla contra la represión y la opresión, contra los poderes que lo esclavizan y lo degradan.

Más aún, y lo que es más significativo: fue el hombre, el individuo, cuya alma se rebeló primero contra las injusticias y la degradación; fue el individuo quien primero concibió la idea de resistencia frente a las condiciones bajo las que buscaba algo de calor. En resumen, siempre ha sido el individuo quien ha sido el progenitor del pensamiento liberador así como de su puesta en práctica.

Esto se refiere no sólo a la lucha política, sino a todos los aspectos de la vida humana y sus luchas, en todas las épocas y lugar. Siempre ha sido el individuo, el hombre de fuerte pensamiento y deseo de libertad, quien ha pavimentado el camino de cada avance humano, de cada paso hacia delante a favor de un mundo más libre y mejor; en ciencia, en filosofía y en el arte, así como en la industria, cuyos genios han rozado la cima, concibiendo los “imposibles”, visualizando su realización e imbuyendo a otros con su entusiasmo para trabajar y lograrlo. Hablando socialmente, siempre han sido los profetas, los videntes, los idealistas, quienes han soñado un mundo más de acuerdo con los deseos de sus corazones y quienes han servido, como la luz del faro en el camino, para alcanzar logros mayores.
El Estado, todo gobierno, independiente de su forma, carácter o color, sea absoluto o constitucional, monárquico o republicano, fascista, nazi o bolchevique es, por propia naturaleza, conservador, estático e intolerante al cambio, rechazándolo. Cualquier cambio experimentado siempre ha sido el resultado de la presión ejercida sobre él, fuerte presión para obligar a los poderes gobernantes a asumirlo pacíficamente o de otra forma, generalmente “de otra forma”, esto es, a través de la revolución. Es más, el conservadurismo inherente del gobierno, de la autoridad de cualquier tipo, inevitablemente se transforma en reacción. Por dos razones: primero, porque está en la naturaleza del gobierno no sólo retener el poder que posee, sino igualmente ampliarlo y perpetuarlo, nacional como internacionalmente.

Cuanto más fuerte es la autoridad, mayor es el Estado y su poder, y menos puede tolerar a una autoridad similar o poder político a su vera. La psicología del gobierno exige que esta influencia y prestigio crezca constantemente, tanto dentro como fuera, y explotará cualquier oportunidad para incrementarlo. Esta tendencia está motivada por los intereses financieros y económicos que están detrás del gobierno, a los cuales representa y se sirven de él. La fundamental raison d’être (razón de ser) de cualquier gobierno que, a propósito, ante lo cual antiguamente los historiadores de manera intencionada cerraron sus ojos, se ha hecho tan obvio en la actualidad que incluso los estudiosos no lo pueden ignorar.

El otro factor, que obliga a los gobiernos a ser cada vez más conservadores y reaccionarios, es su inherente desconfianza frente al individuo y el temor a la individualidad. Nuestro contexto político y social no puede permitirse el lujo de tolerar al individuo y su constante demanda de innovación. Por lo tanto, para su “autodefensa”, el Estado reprime, persigue, castiga e incluso priva al individuo de su vida. Es ayudado en esta labor por diversas instituciones creadas para preservar el orden existente. Recurre a cualquier forma de violencia y fuerza, y sus tentativas son apoyadas por la “indignación moral” de la mayoría frente al herético, el disidente social y el rebelde político; la mayoría durante siglos ha sido instruida en el culto al Estado, adiestrada en la disciplina y la obediencia y dominada por el temor a la autoridad en el hogar, la escuela, la iglesia y la prensa.

El más fuerte baluarte de la autoridad es la uniformidad; la menor divergencia frente a ella, es el mayor crimen. La generalización de la mecanización de la vida moderna ha multiplicado por mil la uniformidad. Está presente en cualquier lugar, en los hábitos, en los gustos, en el vestir, en el pensamiento y en las ideas. La mayor estupidez concentrada es la “opinión pública”. Pocos tienen el coraje de enfrentarse a ella. Quien se niega a someterse rápidamente es etiquetado como “raro” o “diferente” y desacreditado como un elemento perturbado en el confortable estancamiento de la vida moderna.

Tal vez más que la autoridad constituida, sea la uniformidad social y la igualdad lo que más atormenta al individuo. Su misma “singularidad”, “separación” y “diferenciación” lo convierte en un extraño, no sólo en su lugar de nacimiento sino incluso en su propio hogar. En ocasiones, más que los propios extranjeros quienes generalmente aceptan lo establecido.

En el verdadero sentido, el terruño de uno, con sus tradiciones, las primeras impresiones, reminiscencia y otras cosas añoradas, no es suficiente como para hacer a los seres humanos susceptibles de sentirse en el hogar. Una cierta atmósfera de “pertenencia”, la conciencia de ser “uno” con las personas y el medio, es más esencial para que uno se sienta en casa. Esto se basa en una buena relación con nuestra familia, el más pequeño círculo local, así como el aspecto más amplio de la vida y actividad, comúnmente denominado como nuestro país. El individuo cuya visión abarque todo el mundo a menudo no suele sentirse en ningún lugar tan desprotegido y tan desvinculado a su entorno como en su tierra natal.

En los tiempos anteriores a la guerra, el individuo podía al menos escapar al aburrimiento nacional y familiar. El mundo entero estaba abierto a sus anhelos y sus demandas. Actualmente, el mundo se ha convertido en una prisión y la vida continuamente confinada solitariamente. Especialmente esto es cierto con el advenimiento de las dictaduras, tanto de derechas como de izquierdas.

Friedrich Nietzsche denominó al Estado como un frío monstruo. ¿Cómo habría llamado a la bestia horrorosa en su forma de dictadura moderna? No es que el gobierno alguna vez hubiera permitido muchas oportunidades al individuo; pero los adalides de la ideología del nuevo Estado incluso no llegan ni a conceder esto. “El individuo no es nada”, declaran, “es la colectividad lo que cuenta”. Nada más que la completa rendición del individuo podrá satisfacer el insaciable apetito de la nueva deidad.
Aunque parezca extraño, los más ruidosos defensores de este nuevo credo los encontraremos entre la intelectualidad británica y norteamericana. Ahora están entusiasmados con la “dictadura del proletariado”. Sólo en teoría, está claro. En la práctica, prefieren todavía las pocas libertades de sus respectivos países. Han acudido a Rusia en cortas visitas o como mercaderes de la “revolución”, aunque se sienten más seguros y cómodos en su casa.

Tal vez no sólo sea falta de coraje lo que mantiene a estos buenos británicos y norteamericanos en sus tierras nativas antes que en el venidero milenio1. De manera subconsciente, tal vez se pueda apreciar un sentimiento que demuestra que la individualidad sigue siendo el hecho más fundamental de toda asociación humana, reprimido y perseguido aunque nunca derrotado, y a la larga, vencedor.
El “genio humano”, que es lo mismo pero con otro nombre, que la personalidad y la individualidad, ha abierto un camino a través de todas las cavernas dogmáticas, a través de las gruesas paredes de la tradición y la costumbre, desafiando todos los tabúes, dejando la autoridad en la nada, haciendo frente a las injurias y al patíbulo; en última instancia, para ser bendecido como profeta y mártir por las generaciones venideras. Pero si no fuera por el “genio humano”, que es la cualidad inherente y persistente de la individualidad, seguiríamos vagando por los primitivos bosques.
Peter Kropotkin ha demostrado qué maravillosos resultados se han alcanzado por medio de esta única fuerza de la individualidad cuando ha sido fortalecida por medio de la cooperación con otras individualidades. La teoría unilateral e inadecuada de Darwin de la lucha por la existencia recibió su complementación biológica y sociológica por parte del gran científico y pensador anarquista. En su profundo trabajo, El apoyo mutuo, Kropotkin demuestra que en el reino animal, de igual forma que en la sociedad humana, la cooperación –como oposición a los conflictos y enfrentamientos intestinos– ha trabajado por la supervivencia y evolución de las especies. Ha demostrado que sólo el apoyo mutuo y la voluntaria cooperación –y no el omnipotente y devastador Estado– pueden crear las bases para la libertad individual y una vida en asociación.

En la actualidad, el individuo es la marioneta de los zelotes de la dictadura y de los igualmente obsesionados zelotes del “individualismo a ultranza”. La excusa de los primeros es que buscan un nuevo objetivo. Los últimos, nunca han pretendido nada nuevo. De hecho, el “individualismo a ultranza” no ha aprendido nada ni ha olvidado nada. Bajo su guía, la burda lucha por la existencia física todavía está vigente. Aunque pueda parecer extraño, y absolutamente absurdo, la lucha por la supervivencia física campa a sus anchas aunque su necesidad ha desaparecido completamente. De hecho, la lucha continúa aparentemente, ya que no es necesaria. ¿La denominada sobreproducción no lo prueba? ¿No es la crisis económica mundial una elocuente demostración de que la lucha por la existencia es mantenida por la ceguera del “individualismo a ultranza” a riesgo de su propia destrucción?
Una de las dementes características de esta lucha es la completa negación de la relación del productor con las cosas que él produce. El trabajador medio no tiene un estrecho vínculo con la industria en donde está empleado, y es un extraño a los procesos de producción en los cuales es una parte mecánica. Como otro engranaje de la máquina, es reemplazable en cualquier momento por otro similar despersonalizado ser humano.

El proletario intelectual, aunque tontamente se concibe como un agente libre, no está mucho mejor. Él, igualmente, tiene pocas opciones o autoorientación, en sus particulares materias de la misma manera que sus hermanos que trabajan con sus manos. Las consideraciones materiales y el deseo de un mayor prestigio social suelen ser los factores decisivos en la vocación de un intelectual. Junto a esto, está la tendencia a seguir los pasos de la tradición familiar, convertirse en doctores, legisladores, profesores, ingenieros, etc. Seguir la corriente requiere menos esfuerzo y personalidad. En consecuencia, casi todos estamos fuera de lugar en el presente esquema de las cosas. Las masas siguen trabajando cansinamente, en parte porque sus sentidos han sido embotados por la mortal rutina del trabajo, y porque deben ganarse la vida. Esto es pertinente con mayor fuerza aún a la estructura política actual. No existe espacio en este contexto para la libre elección, para el pensamiento y actividad independiente. Sólo hay lugar para votar y para los contribuyentes títeres.
Los intereses del Estado y los del individuo difieren fundamentalmente y son antagónicos. El Estado y las instituciones políticas y económicas que soporta, pueden existir sólo modelando al individuo según sus propios propósitos; adiestrándolo para que respete “la ley y el orden”; enseñándole obediencia, sumisión y fe incondicional en la sabiduría y justicia del gobierno; y, sobre todo, leal servicio y completo autosacrificio cuando lo manda el Estado, como en la guerra. El Estado se impone a sí mismo y sus intereses por encima, incluso, de las reivindicaciones de la religión y de Dios. Castiga los escrúpulos religiosos o de conciencia de la individualidad, ya que no existe individualidad sin libertad, y libertad es la mayor amenaza de la autoridad.

La lucha del individuo contra estas tremendas desigualdades es lo más difícil –también, en ocasiones, peligroso para la vida y el propio cuerpo– ya que no es la verdad o la falsedad lo que sirve como criterio de la oposición que tendrá que hacer frente. No es la validez o utilidad de su pensamiento o actividad lo que despierta contra él las fuerzas del Estado y de la “opinión pública”. La persecución del innovador y del que protesta generalmente está inspirada por el temor de una parte de la autoridad constituida al sentir su incapacidad cuestionada y su poder minado.
La verdadera liberación del hombre, individual y colectiva, reposa en su emancipación de la autoridad y de la creencia en ella. Toda la evolución humana ha sido una lucha en esa dirección y con ese objetivo. No son los inventos y mecanismos los que constituyen el desarrollo. La habilidad de viajar a una velocidad de cien millas por hora no es una evidencia de un ser civilizado. La verdadera civilización será medida por el individuo, la unidad de toda vida social; por su individualidad y hasta qué punto es libre para desarrollarse y expandirse sin el estorbo de la invasora y coercitiva autoridad.
Socialmente hablando, el criterio de la civilización y la cultura es el grado de libertad y oportunidad económica que disfruta el individuo; de unidad social e internacional, y de cooperación sin restricciones por leyes hechas por el hombre y demás obstáculos artificiales; por la ausencia de castas privilegiadas y por la realidad de la libertad y dignidad humanas; en pocas palabras, por la verdadera emancipación del individuo.

El absolutismo político se ha abolido porque los hombres han comprendido con el paso del tiempo que el poder absoluto es dañino y destructivo. Lo mismo es cierto con todo poder, ya sea el poder de los privilegios, del dinero, del sacerdote, del político o de la denominada democracia. En sus consecuencias sobre la individualidad, importa poco cuál es el carácter particular de la coacción, ya sea negra como el fascismo, amarilla como el nazismo o con pretensión de roja como el bolchevismo. Es el poder lo que corrompe y degrada tanto al amo como al esclavo, y da lo mismo si el poder es ejercido por un autócrata, por un parlamento o por los soviets. Más pernicioso que el poder de un dictador es el de una clase; lo más terrible: la tiranía de la mayoría.

El largo devenir de la historia ha enseñado al hombre que la división y los conflictos internos significa la muerte, y que la unidad y la cooperación lo hace avanzar en su causa, multiplica sus fuerzas y amplía su bienestar. El sentido del gobierno siempre ha operado en contra de la aplicación social de esta lección vital, salvo cuando sirve al Estado y los ayuda en sus particulares intereses. Éste es el antiprogresivo y antisocial sentido del Estado y de sus castas privilegiadas que están detrás de él, el cual ha sido responsable de la amarga lucha entre los hombres. El individuo y los amplios grupos de individuos han comenzado a ver debajo del orden establecido de las cosas. No por mucho tiempo seguirán cegados como en el pasado, por el deslumbre y el oropel de la idea del Estado, y por las “bendiciones” del “individualismo a ultranza”. El hombre está extendiendo su mano para alcanzar las más amplias relaciones humanas que sólo la libertad puede otorgar. La verdadera libertad no es un mero trozo de papel denominado “constitución”, “derecho legal” o “ley”. No es una abstracción derivada de la irrealidad llamada “el Estado”. No es el aspecto negativo de ser liberado de algo, ya que con tal libertad uno puede morirse de hambre. La libertad real, la libertad verdadera, es positiva: es la libertad a algo; es la libertad de ser, de hacer; en resumen, es la libertad de la real y activa oportunidad.
Este tipo de libertad no es obsequio: es el derecho natural del hombre, de cada ser humano. No puede otorgarse; no puede ser encadenada por medio de ninguna ley o gobierno. Su necesidad, su anhelo, es inherente al individuo. La desobediencia a cualquier forma de coerción es su instintiva expresión. La rebelión y la revolución son el intento más o menos consciente de alcanzarla. Estas manifestaciones, individual y social, son las expresiones fundamentales de los valores humanos. Debido a que esos valores deben ser alimentados, la comunidad debe comprender que su mayor y más duradero recurso es la unidad, el individuo.

En la religión, como en la política, las personas hablan de abstracciones y creen que se trata de realidades. Sin embargo, cuando van a lo real y concreto, la mayoría de las personas parecen perder su fogosidad. Tal vez puede ser porque la realidad únicamente puede ser demasiado práctica, demasiado fría, como para entusiasmar al alma humana. Sólo puede encender el entusiasmo las cosas no triviales, excepcionales. En otros términos, el Ideal es la chispa que prende la imaginación y el corazón de los hombres. Se necesita cierto ideal para despertar al hombre de la inercia y rutina de su existencia, y convertir al sumiso esclavo en una figura heroica.

La discrepancia vendrá, por supuesto, del objetor marxista quien es más marxista que el propio Marx. Para ellos, el hombre es un mero títere en manos de ese omnipotente metafísico llamado determinismo económico o, más vulgarmente, la lucha de clases. La voluntad humana, individual o colectiva, su vida psíquica y orientación mental no cuenta para nada para nuestro marxista y no afecta a su concepción de la historia.

Ningún estudioso inteligente puede negar la importancia de los factores económicos en el crecimiento social y desarrollo de la humanidad. Pero sólo un estrecho y deliberado dogmatismo puede persistir en mantener ciego al importante papel jugado por una idea concebida por la imaginación y las aspiraciones del individuo.

Sería vano e improductivo intentar determinar un factor como contrario a otro en la experiencia humana. Ningún factor en solitario, en el complejo individuo o en la conducta social, puede ser designado como el factor decisivo. Sabemos muy poco, y nunca se sabrá lo suficiente, de la psicología humana como para sopesar y medir los valores relativos de este o de ese otro factor como determinantes de la conducta del hombre. Dar lugar a tales dogmas en su connotación social no es más que fanatismo; tal vez, incluso, tiene su utilidad, pues sus diversos intentos sólo probarán la persistencia de la conducta humana, refutando a los marxistas.

Afortunadamente, algunos marxistas han comenzado a ver que no todo es correcto en el credo marxista. Después de todo, Marx era un humano –demasiado humano– y, por tanto, de ninguna manera infalible. La aplicación práctica del determinismo económico en Rusia ha ayudado a aclarar las mentes de los más inteligentes marxistas. Esto puede apreciarse en la evaluación de los principios marxistas entre las filas socialistas, e incluso comunistas, en algunos países europeos. Poco a poco han apreciado que sus teorías habían pasado por alto el elemento humano, den Menschen, como lo expresó un periódico socialista. Aunque es importante el factor económico, no es suficiente. La renovación de la humanidad necesita de la inspiración y de la vivificadora fuerza de un ideal.
Tal ideal yo lo hallo en el anarquismo. Está claro, no estoy hablando de las mentiras populares vertidas por los adoradores del Estado y de la autoridad. Me refiero a la filosofía de un nuevo orden social basado en la liberación de las energías del individuo y en la libre asociación de los individuos liberados.

De todas las teorías sociales, el anarquismo es la única que proclama firmemente que la sociedad existe para el hombre, y no el hombre para la sociedad. El único legítimo propósito de la sociedad es servir a las necesidades e incrementar las aspiraciones del individuo. Sólo haciendo esto, está justificada su existencia y puede ser una ayuda para el progreso y la cultura.

Los partidos políticos y los hombres que luchan salvajemente por el poder me menospreciarán como a alguien completamente desconectada de nuestro tiempo. Tranquilamente asumo la acusación. Me reconforta la seguridad que su histeria no tiene un carácter perdurable. Sus hosannas son cantos momentáneos.

El hombre anhela la liberación frente a toda autoridad, y el poder nunca será más suave, a pesar de sus cantos altisonantes. La búsqueda de la libertad de cualquier grillete es eterna; debe y seguirá siéndolo.

Nota:
1 La expresión milenio venidero debe entenderse dentro de la tradición milenarista de salvación venidera.

domingo, 8 de julio de 2012

COMUNISMO: ELEMENTOS PARA LA REFLEXIÓN[1] x La Insecurité Sociale (1985)

Queréis suprimir el trabajo asalariado, pero ¿qué queréis poner en su lugar? ¿Qué proponéis? Se nos dice. ¿Podemos contentarnos con responder que la abolición del trabajo asalariado no puede concebirse más que como un movimiento social, un proceso de emancipación y liberación que convulsiona el conjunto de nuestra vida? ¡Eso significa un cambio total en las relaciones sociales! O sea, en una palabra: el comunismo. Entonces, el comunismo, suponiendo que sea algo diferente a la imagen del Gulag ligada a los partidos o a los estados autodenominados comunistas, ¿qué es?

Se puede uno contentar con encogerse de hombros y pensar que quienes no pueden o no quieren comprender actualmente se verán de todas formas bajo la presión de las condiciones objetivas. Se puede considerar que quienes preguntan “y entonces ¿qué proponéis?” no son más que corderos en busca de nuevos pastores. Esto puede ser cierto para algunos individuos, pero la explicación es, en todo caso, insuficiente. Impide ir más lejos. Se podría uno preguntar si tales cuestiones tenían sentido en el pasado o, al menos, si tenían el mismo que hoy en día. Se dudaría, antes de responder afirmativamente: todas estas cuestiones son típicas de un mundo que no tiene nada que ofrecer. Antes se ofrecían alternativas en ruptura o en continuidad con el modelo social imperante. Y tales alternativas aparecían en algunos detalles de la vida cotidiana. Existía, en cierta medida, una cultura proletaria que se representaba en particulares formas de vestir, comer y relacionarse... Existía un medio en el que circulaban ideas revolucionarias de expropiación de los patronos y propietarios. Actualmente el capitalismo ha invadido todos los aspectos de la vida. Ha sabido crear la ilusión de que todos compartimos una misma existencia, con algunas diferencias cuantitativas. Su dominación sobre la sociedad no se ha realizado tanto por la coerción física, como por la aceptación de un modelo (la relación mercantil), considerada como natural y/o necesaria, aunque sea un mal necesario. Tal dominación implica que los hombres no perciban sus condiciones reales de existencia sino como vinculadas a la adoración de una abstracción –el dinero–, que se apropia y da forma a la actividad humana en todos sus aspectos en función de las necesidades que tiene el capital de acumularse y de realizarse a través de la venta de mercancías. Mucho más que los dioses o los tiranos del pasado, el capital no tiene en cuenta nada ni a nadie. Los seres humanos, sus relaciones, como los medios que utilizan para vivir, llegan a ser determinados por este elemento único: el dinero, cuya mayor o menor cantidad permite comparar y representar tanto el producto de la actividad de un hombre como su honor o su cuerpo, tanto la piel de un animal como un paisaje o un bosque; todo, absolutamente todo, puede tener su equivalente monetario y ser de este modo cuantificable, mensurable. Esta sumisión a la mercancía hace que nada tenga valor en sí. Y este movimiento de mistificación ha alcanzado su máximo nivel con el capital plenamente desarrollado.

Se podría llegar a la conclusión de que el proletariado se haya totalmente integrado en el capitalismo por este movimiento, excluyendo toda perspectiva revolucionaria. Se podría, también, considerar que la desposesión de los seres en relación a la propia vida no es sino una etapa hacia el abandono de toda sociedad fragmentada en clases. En un caso el diluvio, en otro... el purgatorio seguido del paraíso terrestre. La realidad es bastante más compleja y se burla de los profetas.

Plantear la cuestión “¿qué es lo que proponéis?” puede a un tiempo expresar un embrión de rebeldía (en la medida que, considerar que podría existir un mundo más humano representa ya una cierta ruptura) y la dificultad de ir más allá. Qué más natural, por tanto, que preguntar a quienes expresan ya esta ruptura -y teorizándola, a menudo, colectivamente-qué es lo que piensan... o, en el lenguaje dominante, qué es lo que proponen. Es aquí donde radica la trampa: esperar de otros un modo de empleo (en lenguaje político, un programa) para reemplazar pasivamente un mundo por otro. Esa cuestión no puede tener sentido más que si significa: “Siento este mundo como algo inhumano y no veo más que con dificultad la posibilidad de otra forma de vida”.

Vale, muy bonito todo eso, ¿y el Comunismo?


Las definiciones que se pueden dar del comunismo son múltiples, incluso sin tener en cuenta la dictadura estatal que conforma la realidad de los países del este o de “las naciones liberadas” del tercer mundo y el programa de los partidos y grupúsculos que se arrogan esa etiqueta.

Si para muchas personas esa triste realidad evoca el término comunismo, es debido -entre otras razones-a que es más fácil concebir la transición de un sistema de explotación a otro, que a una sociedad que suprima la explotación. En cuanto al planteamiento de un largo periodo de incrustación del comunismo en el capitalismo durante el cual el primero se consolidaría en detrimento del segundo, es un absurdo. Es esta absurda idea la que se proponen realizar los diversos “socialismos”, especies de modo de producción mal definido, cuyos defensores no han podido nunca exponer sobre qué relaciones sociales se basa, si no es en el mero reemplazo de la propiedad privada por la propiedad estatal y de la “anarquía” del mercado por la planificación –conservando las bases del capitalismo: trabajo asalariado y mercancía.

El comunismo, tal como nosotros lo entendemos, es ante todo la tendencia a la comunidad humana que bajo diferentes formas se ha caracterizado por la búsqueda de un mundo donde no existiese ni ley, ni propiedad, ni Estado, ni discriminación que separe, ni riqueza que distinga, ni poder que oprima.

El comunismo no es una política. No es un programa que se trataría de oponer a otros programas y de hacer triunfar por la fuerza de su argumentación o por la violencia de las armas. Quienes se adscriben al comunismo no ambicionan la conquista del Estado y la sustitución del poder injusto y perverso de la burguesía por el suyo, justo y responsable. El triunfo de lo político, con el Estado, no es nuestro propósito. Es la clase capitalista quien lo ha realizado, a nuestro entender. El Estado no es, ante todo, los ministerios, los palacios presidenciales... es el ejercicio del poder político por una parte de la sociedad sobre el resto. Más allá de las diferentes formas de organización del poder, de la intensidad de la opresión sufrida, la política es la división social entre dominantes y dominados, la división de los hombres entre dueños del poder y sujetos al mismo. La revolución comunista, si tiene lugar, será la eliminación y no la consumación de esta tendencia. Así las nociones de democracia y dictadura, referidas a las formas jurídicas del poder estatal tal y como fueron formalizadas por la filosofía de la ilustración, dejarán de tener sentido. La dictadura, como la democracia, proviene de la exigencia de mantener la cohesión social, ya sea mediante la coerción, ya sea por la idealización, en una sociedad cuyo movimiento rompe los lazos tradicionales y personales entre los grupos y los individuos. El comunismo representa, por contra, la manifestación de otras relaciones, de una comunidad humana. La revolución comunista no puede ser desde sus primeros pasos, más que el acto fundador de esa comunidad. Creer que deberá reconstruir, despótica o democráticamente, una comunidad ficticia, es fundarla en su origen sobre la negación de su propia dinámica. Todos los subterfugios, a este propósito, no cambian nada: los himnos a la Política, el culto al Estado, no son ni el comunismo ni el camino desviado (!) que puede conducir a él.

El comunismo no es, tampoco, un tipo de organización económica o una nueva distribución de la propiedad. La comunidad comunista no se instaurará sobre la propiedad “común” pues el concepto de propiedad significa acaparamiento, posesión de unos en detrimento de otros. La circulación de los bienes no podrá efectuarse según las modalidades del intercambio: un bien por otro. En una sociedad en la que nadie está excluido no puede sino ignorarse el intercambio, la compra y la venta: el dinero. Habrá utilización colectiva o individual de lo que produce la comunidad. La lógica del compartir sustituirá a la lógica del intercambio. Los seres humanos se asociarán para llevar a cabo tal o cual acción, compartir tal placer o cual emoción, y responder a una u otra necesidad de la comunidad, sin que tal agrupamiento adopte la forma de Estado –la dominación de unos sobre otros–, o de empresas que emplean a trabajadores asalariados y que cuantifican en dinero su producción. No se podrá hablar, en una sociedad así, de “leyes económicas”, leyes que son actualmente la expresión de la dominación de las relaciones mercantiles.

Con la abolición del Estado, del dinero y de la mercancía, existirá un control consciente de los seres humanos sobre su propia actividad a través de las relaciones e interacciones existentes entre ellos y entre ellos y el resto de la naturaleza. El comunismo será una sociedad donde la primera riqueza resida en las relaciones humanas; donde el conjunto de los seres humanos tenga la posibilidad de querer realmente lo que hacen, el tiempo y el espacio en que viven y que dependen de ellos mismos. Supone también la libre asociación entre mujeres, hombres y niños, más allá de los roles de dependencia y sumisión recíproca. Asimismo, el comunismo comporta la toma de conciencia en torno al hecho de que la escasez o la miseria no dependen de una escasa acumulación de medios, de cosas y de objetos, sino que proviene de una organización social fundada sobre el acaparamiento por parte de algunos en detrimento de los demás.

Todo lo cual implica que en el comunismo, la tendencia a la comunidad humana no es el producto exclusivo de las contradicciones del capitalismo. Desde nuestro punto de vista, este no tiene más que una contradicción insuperable: la especie humana. Se puede pensar que el capitalismo ha desarrollado las bases que permiten o favorecen el advenimiento del comunismo (desarrollo de las fuerzas productivas, homogeneización de las condiciones de explotación...).

Pero este es un juicio a posteriori. Si los modos de producción anteriores no han conducido al comunismo, no es posible afirmar que fuera algo ineluctable. El modo de producción capitalista, de todas formas, no ha ofrecido ninguna novedad.

La dominación del capitalismo presentándose como la culminación de la historia de la humanidad, ha producido explicaciones del pasado en las que las relaciones entre los hombres están entendidas siempre bajo el signo de la conquista del pastel cuyas partes no son siempre suficientemente grandes para todos. Esta presuposición de la escasez como fenómeno invariante, al cual se enfrentaría la especie humana desde sus orígenes, hace abstracción de las relaciones concretas entre los hombres ya sea que reposen sobre la cooperación o la explotación. Tal suposición escamotea que la oposición entre necesidades y escasez es, de hecho, la expresión de condiciones sociales en las que los seres humanos se hallan divididos entre explotadores y explotados. Así, la escasez produciría la violencia humana, siendo ésta felizmente canalizada por el desarrollo de la economía. La competencia entre los hombres producida por este desarrollo crearían una vía de salida a esa violencia, convirtiéndose en un factor beneficioso ya que el desarrollo de las fuerzas productivas permite colmar la escasez original, permitiendo a los hombres disponer cada vez de más objetos, de más cosas. El Capital habrá, así, creado una elevada productividad que permitirá a los hombres acabar con la división social en clases ya que el crecimiento de los recursos de los cuales la humanidad dispone actualmente, no “necesitaría” ya la apropiación por unos hombres en detrimento de otros.

Pero si “fuerzas productivas” y “relaciones de producción” no pueden desarrollarse de forma armoniosa (sin crisis, guerras...), ambas expresan las mismas relaciones entre los hombres que determinan lo que debe ser producido y los medios para producirlo. El capitalismo, al ser un sistema social en el que existe una generalización y extensión de las relaciones mercantiles, implica que la búsqueda de la valorización del dinero haga abstracción de todo lo que le concierne con el único fin de convertirlo en mercancía. Todos los medios que permiten ahorrar tiempo y reducir los inconvenientes e indeterminaciones en la realización del producto con el fin de asegurar su intercambiabilidad, son adoptados para dar forma a un proceso continuado de producción de mercancías. La búsqueda de medios que aseguren la vitalidad del mercado se orienta, de un lado, en el sentido de introducir en los hombres nuevas “necesidades” y hacerles sufrir nuevas “penurias” y “carencias” y, de otro, a reducir sus capacidades de iniciativa y a mutilar sus facultades intelectuales y corporales. De la manufactura al maquinismo industrial, de la automatización a la informática y la robótica, se vislumbra cómo los hombres son más superfluos, reduciéndolos a un conjunto de gestos predeterminados sobre los que no tienen ningún poder, llegando a hacer incluso superfluas las relaciones entre ellos, tan ocupados como están en vigilar y controlar unos procesos que se les escapan completamente.

El desarrollo de las fuerzas productivas expresa la dominación de la mercancía en su movimiento de reducción de la actividad humana a puro gasto de energía. No es pues la comunidad, la realización de los hombres, la felicidad, lo que puede traer consigo, sino únicamente mercancías.

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A través de los diferentes modos de organización social, la tendencia al comunismo se ha definido por su vocabulario correspondiente. Así, en la sociedad feudal pudo tomar el disfraz y el lenguaje religioso. Actualmente, definir el comunismo como un mundo sin estas dos, fronteras, dinero... viene a ser como decir que el comunismo... no es el capitalismo. Las definiciones no son más que el reflejo del mundo en que vivimos. Más allá de este reflejo, existe una especie de invariancia del comunismo. No la invariancia de un programa o de una organización de cualquier tipo; sino la permanente aspiración de los seres humanos a asociarse, a comunicarse entre ellos y a relacionarse con un entorno concebido no como un objeto que la actividad humana debe someter, sino como algo complementario. Es la vieja aspiración de la igualdad, del compartir y de la comunidad la que estaba presente en el mito de la edad de oro, en las rebeliones de los esclavos de la antigüedad y las de los campesinos de la edad media. Una tendencia que vuelve a manifestarse en algunos proyectos de los utopistas, y después, en el empeño de las luchas proletarias por sobrepasar sus objetivos inmediatos.

Decir esto no significa afirmar que toda la historia de la especie humana sea una evolución “programada” hacia el comunismo. La historia no tiene sentido, ni siquiera una total irreversibilidad. Lo que se ha hecho posible hace cientos o millones de años no ha quedado totalmente abolido. La “historia” no es un Moloch devorador de lo posible que condene el devenir humano a su despojamiento inevitable e irremediable. Significa, simplemente, que si la revolución comunista tiene lugar, no podrá sino abordar las cosas en su raíz. El hombre no puede llegar a ser realmente humano más que si descubre y realiza sus potencialidades: y no puede llevar a cabo tal descubrimiento y realización sin hacer la revolución.

Sobre la dominación de la mercancía


En las sociedades tradicionales, cualquiera que fuese la condición de sus miembros, la jerarquía, las directrices y las normas que separan a los seres humanos en dominantes y dominados estaban contrapesadas por todo un conjunto de derechos, de obligaciones que se transgredían regularmente a través de prácticas sociales (fiestas...). Además, las relaciones de dependencia y autoridad que aglutinaban a los hombres eran fundamentalmente relaciones personales. La opresión era real, pero transparente. Por el contrario, a partir del momento en que las relaciones mercantiles se generalizan y el carácter de la mercancía se extiende a la compraventa de la fuerza de trabajo por medio del salario (extensión que permitió y acompañó el establecimiento de relaciones de producción capitalista), no es la relación entre personas lo determinante sino la producción de mercancías.

Con la dominación capitalista las relaciones humanas ya no parecen depender de los hombres sino que son realizadas y determinadas por un símbolo. Puesto que pueden ser representadas, transformadas por el dinero, todas las actividades humanas se convierten en un conjunto de objetos sometidos a leyes independientes de la voluntad humana. Las relaciones personales pasan por cosas producidas y por la relación entre las mercancías.

En la sociedad capitalista, cualquier bien es producido para la venta, para la obtención de beneficio. No puede, por tanto, existir más que como mercancía definida por su valor. De este modo, los millones de diferentes tipos de objetos producidos por la actividad humana son reducidos a un denominador común –el valor mercantil– medido por una escala común: el dinero. Es esto lo que les permite establecer unas relaciones de equivalencia e intercambio y estar totalmente dominados por el mercado.

El dinero se convierte, así, en la abstracción universal a través de la cual todo debe pasar, y los hombres se ven emplazados, las más de las veces, a considerarse competidores potenciales que compensan la ausencia de relaciones en el fetichismo que confieren a las mercancías. Mediante la proliferación de objetos que no tienen otra utilidad que la de producir dinero y que son prótesis que reemplazan a la actividad humana, la mercancía y el afán de posesión se presentan como expresiones de la personalidad. A las necesidades humanas el capital responde con la proliferación de satisfacciones ficticias: al individuo que aspira a “reencontrar” la naturaleza, el capital se la ofrece funcional y mecanizada; a quien se abruma bajo el peso de las imposiciones cotidianas, le procura esparcimiento; a quien busca llenar su vacío refugiándose en el amor, le sumerge en un erotismo de pacotilla. Nunca ninguna sociedad ha unificado tantos seres humanos ni ha alcanzado un grado tal de interdependencia de la actividad de unos y otros; y, sin embargo, ninguna forma de sociedad les ha hecho tan indiferentes a unos de otros, ni tan hostiles ya que los vínculos que los unen –el mercado, la competencia– les separa.

La lógica de la dominación de la mercancía es, asimismo, un sistema de despilfarro y destrucción generalizada: los bienes son producidos para que no duren o para que induzcan nuevas ventas, los recursos naturales son saqueados, las fuentes alimenticias, desnaturalizadas; el “excedente” de los productos agrícolas de una parte del mundo se destruye mientras se propaga la penuria; la economía de guerra, generalizada...

La lógica interna del capitalismo es tal que los bienes producidos no se pueden considerar al margen del proceso mercantil. Las mercancías no son bienes “neutros” (valor de uso), lo cual bastaría para eliminar su sumisión al dinero (valor de cambio). El intercambio mercantil y el uso no son más que dos aspectos de una misma relación social. El capitalismo ha fusionado producción, venta y uso dentro de una totalidad coherente. Antes se nos privará de lo que puede parecer lógicamente fundamental que del último cachivache que nos hará estar “al día”.

A través del consumo, se realiza un proceso de diferenciación en relación a quienes no compran tal producto y de identificación respecto a quienes lo compran, cuya utilización supone que nos hace vivir momentos que no vivimos y que nos permite establecer relaciones de las que carecemos. Lo que importa es la apariencia de las ventajas ofrecidas y no importa que no sean más que aparentes.

Se ha llegado a un punto en el que se calcula y determina la degradación necesaria de los objetos. Es necesario no saturar el mercado con objetos que duren demasiado, puesto que representan dinero inmovilizado. Cuanta mayor sea la rapidez con que opere un capital, con mayor rapidez adquirirá la forma de dinero para volver a convertirse en mercancía concreta, todo lo cual se traduce en una mayor rentabilidad. Cada vez se reinvierte en mayor proporción merced al beneficio obtenido en la operación anterior. Por ello, todo debe circular con rapidez.

En consecuencia, las mercancías arrojadas al mercado forman un conjunto extremadamente jerarquizado. No existe una o varias mercancías para una necesidad, sino que existen una multitud con la misma marca o con marcas rivales. Tal diversidad pretende responder a la variedad de las necesidades de la gente: “¡el cliente debe tener donde elegir!”. De hecho no existe más que la elección que le permiten sus posibilidades financieras y su función social. Numerosas mercancías responden a una misma necesidad; pero se distinguen por la calidad y el precio. Diferentes productos pueden corresponder a utilizaciones distintas; sólo que tal utilización no está al alcance de los mismos individuos. Como ocurre con la producción, tales usos están determinados socialmente.

Con el fin de enmascarar la alienación del ser humano, rebajado a la categoría de productor y después consumidor, el capitalismo debe mantener la ilusión de la separación entre producción y consumo. La separación entre producción y consumo aparece así como una división natural entre dos esferas bien diferenciadas de la vida social. Pero nada es más falso. Primero, porque la frontera entre lo que se llama tiempo de producción y tiempo de consumo no es fija. ¿En qué categoría se inscribiría la cocina, y otro tipo de actividades? En segundo lugar porque todo acto de producción es, también, necesariamente un acto de consumo. No se hace sino transformar la materia de una cierta manera y con una cierta finalidad. Al mismo tiempo que se destruyen o, si se prefiere, que se consumen ciertas cosas, se obtienen o, si se prefiere, se producen otras. El consumo es productivo y la producción consumidora.

Los conceptos de producción y consumo no son neutros. El uso capitalista del concepto de producción oculta la inserción del ser humano en su medio, en el conjunto de la naturaleza. Una gallina se convierte en una fábrica de huevos. Todo se traduce a términos de dominación y utilización. El hombre productor –que se tiene por consciente y dueño de sí mismo– va a la conquista de la naturaleza: pretendiendo ser su propio amo, del mismo modo que es dueño de los objetos a los que deforma, no cesa, sin embargo, de ser él mismo un objeto, su propio objeto.

Aspectos de la abolición de la mercancía


El comunismo, al ser la creación de nuevas relaciones entre los hombres que determinaría una forma completamente distinta de la actividad humana, ha de comportar una concepción de la producción que no sería, simplemente, lo que es hoy, pero sin el dinero. Si se puede, a falta de otro término mejor, hablar aún de producción para expresar el proceso por el cual una parte de la actividad humana se consagraría a la reproducción de la existencia y donde se expresarían las facultades de creación, innovación y transformación, la desaparición de la explotación y la abolición del dinero significarían que tal producción no implicaría ya el sometimiento de los hombres a su realización ya que serían estos quienes determinasen los fines, medios y condiciones de toda producción. Sería, pues, una expresión de su humanidad que no despojaría a los hombres de sus otras dimensiones (amor, juego, sueño...). En el seno de un orden social comunitario, los productores no intercambiarían sus productos: igualmente, la actividad humana incorporada a esos productos no aparecería ya como su valor, como si fuera una cantidad real poseída por ellos. Esos bienes no se caracterizarían ya por tener un valor y no podrían ser tasados ni intercambiados (en función de ese valor, cualquiera que sea la forma de medirlo), ni, por tal razón, vendidos. No tendrían otra finalidad que la satisfacción de las necesidades y deseos humanos tales como se dieran en ese momento.

Con la eliminación de la producción mercantil, desaparecería la dominación del producto sobre el productor. El hombre reencontraría el vínculo con lo que hace. Con la desaparición del dinero, los bienes serían libres y gratuitos. No se trataría de disponer de una cierta cantidad de dinero para tener derecho a obtener una cosa cualquiera. Una sociedad comunista no sería, por tanto, una mera extensión de nuestra sociedad de “consumo”. No sería un inmenso supermercado donde seres pasivos no tendrían más que servirse a voluntad. No existiría una depredación de los recursos sin preocupación por el porvenir y la persecución de una serie de cachivaches inútiles que nos hacen la ilusión de estimular la invención y nos cautivan por la novedad.

Si del presente montón de detritus se decide salvar uno o dos objetos útiles y bien hechos, la actividad humana será a la vez más simple y enriquecedora. De esta forma se disiparían numerosas consecuencias de la producción que están ligadas a las “necesidades” de la rentabilidad y de la competitividad: disminución de la importancia de la actividad humana en la fabricación de productos, despilfarro, polución, división internacional del trabajo.

El comunismo no es una apropiación del valor de los productores, sino la negación del valor. El hecho de que un producto haya sido realizado por una persona u otra no entrañará ninguna persistencia del derecho de propiedad, aunque sea “descentralizado”. La actividad productiva no estaría ya ligada a la noción de posesión, sino a la creatividad individual y colectiva, a la conciencia de satisfacer las necesidades humanas a un tiempo en tanto que individuos y en tanto que comunidad.

Con el reemplazo del intercambio por la puesta en común, los bienes dejarán de tener un valor económico y se convertirán simplemente en objetos físicos de los que los seres humanos podrían disponer para satisfacer cualquier necesidad. En esto, los objetos se diferenciarán fundamentalmente de los que (aún teniendo la misma apariencia) había creado y desarrollado el capitalismo. No se tratará simplemente de apropiarse de los bienes del pasado, sino de repensarlos, a veces de reemplazarlos, en función del gozo y no del beneficio. A este cambio de finalidad corresponderá un cambio igualmente profundo del proceso productivo, pues un cuestionamiento de la tecnología tendrá que incluir, también, el cuestionamiento de la utilización de las “adquisiciones” legadas por el capitalismo, un redescubrimiento de técnicas anteriormente abandonadas porque no eran rentables y una innovación que no someta al hombre a la máquina.

Esta nueva organización de la actividad productiva no impedirá la necesidad de hacer una estimación de las necesidades y posibilidades de la comunidad en un momento dado. Sólo que aquéllas no estarían reducidas a un denominador común medido según una unidad universal. Es en tanto que cantidades físicas que serán contadas y tendrán sentido para los hombres. Pero se hace necesario no reconducir el comunismo a meros problemas de contabilidad. Hacerlo así, supondría sustituir la perspectiva de la comunidad humana por la de un ideal tecnocrático que mantendría el trabajo en tanto que actividad social exterior a los hombres. En el pasado, los comunistas han expuesto la idea de que la distribución de los productos podría ser regulada por la puesta en circulación de bonos de trabajo que correspondiesen a un tiempo social medio de trabajo efectuado teniendo en cuenta las deducciones destinadas a los fondos colectivos. De hecho, la existencia de un patrón común que mida producto y trabajo no puede corresponder a una abolición real del salario y del intercambio ni del valor.

Además, sería necesario –para su total “equidad”– hacer intervenir variables (por otra parte perfectamente arbitrarias) en función de la dureza del trabajo, de su interés... Se recaería, así, en un “cálculo económico” que necesita una “unidad de valor” ya sea expresada en dinero o, directamente, en tiempo de trabajo. El comunismo, en tanto que sociedad sin dinero no necesitaría, por contra, ninguna unidad universal de medida, sino que estaría calculada en función de su naturaleza. La atracción de un objeto u otro provendrá, entonces, de él mismo y no de un valor concedido más o menos arbitrariamente. Su producción, como su utilización estarán determinadas en función de lo que significarán para los hombres y la naturaleza.

Con la desaparición del valor mercantil se opera, también, la desaparición de la separación del ser humano en productor y consumidor. Para el comunista, consumir no se opondrá a producir puesto que no habrá antagonismo entre ocuparse de sí mismo y ocuparse de los otros. La producción se transformará en actividad creadora. El grupo o el individuo se expresará a través de lo que haga. A menos que no sea por imposición de la naturaleza, los hombres no tendrán ya necesidad de atribularse sin cesar, al no estar ya acosados por la necesidad de producir mercancías. El “consumidor” no podrá reprochar al “productor” la imperfección de lo que hace en nombre del dinero que le dé a cambio, sino simplemente podrá criticarlo como copartícipe del producto. Lo que se pondrá en cuestión será su obra común.

                                         

RELACIONES ENTRE LOS HOMBRES

 

Contra la deshumanización


El capitalismo es el reino de las separaciones que compartimentan nuestra vida. El usuario, el productor (“productivo” o “improductivo”), el asalariado con o sin trabajo, todos ellos pierden, dominados, el sentido de la vida. Desposeídos de todo y de sí mismos, los individuos llevan una vida parcelizada (tiempo de trabajo/tiempo de ocio), especializada (orientación profesional, estatutos definidos y limitados), esparcida (tiempo pasado en los transportes para los desplazamientos provocados por las divisiones geográficas del hábitat y del trabajo, así como de las gestiones necesarias para gestionar la propia miseria). Esta existencia en migajas nos encadena a nuestra situación de usuario, de consumidor. Nos conduce a una situación de relaciones de dependencia o de indiferencia en relación a los demás. Las diferencias de edad, sexo, aptitud, conocimiento, inclinación intelectual o afectiva, apariencia física, etc. todas estas diversidades que podrían dar motivo a una constelación de relaciones y de interdependencias enriquecedoras, todo esto queda reconvertido en un sistema de autoridad y de obediencia, de superioridad y de inferioridad, de derechos y deberes, de privilegios y de privaciones. Esta jerarquización de signos de diferenciación no se manifiesta sólo en las relaciones sociales: también repercute en el interior de cada individuo en lo que se refiere a la aprehensión de los fenómenos naturales, sociales o íntimos. No es sólo y únicamente el modo de actuar en común y de comunicarse el que está jerarquizado; también lo está el modo de comprender, y la propia sensibilidad de cada uno en la organización del inmenso material diversificado proporcionado por los sentidos, la memoria, los pensamientos, los valores, las pasiones...

En conexión con los otros condicionamientos sociales, la educación también coopera en mantener la existencia dispersa y jerarquizada. Es por este motivo que el hombre vive su vida escindida: durante los primeros años de su vida, por la “educación”; luego, por el trabajo (como si el aprendizaje, la búsqueda del saber, la curiosidad hacia nuevas formas de conocer, no pudieran sucederse durante todo el transcurso de la vida). Esta separación entre la vida productiva, por un lado, y la educación, por el otro, no es el fruto de una necesidad humana. No encuentra, en modo alguno, su razón de ser en la creciente importancia del “saber” que debe ser tragado. En lo que se refiere al saber, la escuela no es otra cosa sino un simulacro.

La escuela es el lugar donde uno aprende a leer y a escribir, pero, sobretodo, donde uno aprende a soportar el aburrimiento, a respetar a la autoridad, a triunfar en contra de los compañeros, a disimular y a mentir. Lo que interesa es que el niño aprenda a leer porque hay que saber leer y no porque esto satisface su curiosidad o su amor por los libros. El resultado paradójico es que si la escuela ha reducido el analfabetismo, de modo simultáneo ha ahogado el gusto y la verdadera capacidad de leer en la mayoría de las personas.

La escuela es el aprendizaje de la sumisión y de la renuncia. En primer lugar, se necesita más tiempo para domar al alumno que para enseñarle cualquier cosa. Las estructuras de control, evaluaciones, disciplina, fichaje... se hinchan a un ritmo vertiginoso y alucinante, totalmente independiente del trabajo efectuado. Luego, la poca enseñanza impartida se sitúa bajo el signo de la autoanulación y de la permanente retrogradación: todo resultado obtenido es inmediatamente desvalorizado, cuando no es absolutamente anulado. Lo que se ha enseñado, no es nada; lo importante es lo que todavía no se ha enseñado, a falta de lo cual, uno no podrá hacer nada en la vida. Por consiguiente, lo importante es que no se alcance nada, que la rueda de lo condicionado vaya girando sin parar. El mañana queda suprimido y será sustituido por el aburrido y repetitivo hoy. Es por este motivo, que la distribución del tiempo de los escolares está calcado del de los trabajadores. La sumisión hay que trabajarla, aprenderla... La escuela no es sino otra cosa que el purgatorio que prepara el infierno... Nunca la gente ha “aprendido” tantas cosas, para poder ignorar hasta tal punto su propia vida.

Hoy en día, estamos sumergidos por la masa de las informaciones que nos inundan, la institución escolar, los periódicos, la televisión. En esta acumulación de saber-mercancía, todo se puede intercambiar y todo es indistinto. Es un saber muerto e incapaz de comprender la vida porque su naturaleza más profunda consiste en haberse desgajado de la experiencia de lo vivido.

Fundamentalmente, lo que ha hecho mantener las sociedades de clases hasta nuestros días es la adhesión más o menos afirmada de los explotados hacia la moral y las representaciones que expresan su renuncia en relación a una vida sobre la que no tienen ningún tipo de dominio, es decir su sumisión hacia la dominación y explotación que los propios dominados soportan. Sólo se podrá cuestionar esta sumisión cuando emerjan representaciones de la actividad humana que expresen el rechazo de los roles estereotipados en los que, hasta el momento presente, se ha venido representando de manera fija y enlodada, esta misma actividad. Este estado de pasividad es, hablando con propiedad, un auténtico estado de deshumanización, de desposesión, pero que no significa, en modo alguno, total sumisión o adhesión al capitalismo. Su dominio sobre la vida no hace otra cosa sino ahogar lo humano, el amor, la creatividad, la iniciativa. Las tentativas para protegerse de esta dominación se sueldan, por consiguiente, y a menudo, en un encerrarse en la mentira.

En los restos de una familia reducida a su más simple expresión (los padres, los hijos, la tele) domina la hipocresía. Las relaciones entre padres e hijos alcanzan a menudo el fondo de la degradación, cuando las apariencias descansan sólo en la posesión en común de un cierto número de mercancías. Entonces se presenta como amor lo que sólo es seguridad económica, afectiva o sexual.

También es para resistir a la destrucción de la vida personal por el capitalismo, por lo que los individuos aspiran a la propiedad. Incluso si ésta representa una garantía irrisoria contra la violencia del mundo y de los “demás”. La propiedad moderna no impide que el ruido pase a través de las paredes de los pisos mal insonorizados; ni evita la contaminación provocada por las exigencias del mercado; ni el paro que echa por el suelo las previsiones económicas a partir de las cuales se firmaron las letras de la compra del coche o de la casa; ni las expropiaciones; ni el aburrimiento... Si la noción de propiedad cubre una realidad, también sirve para enmascarar la realidad del mundo. La propiedad es el producto de las relaciones humanas que son las relaciones de fuerza que descansan sobre la violencia y la expropiación. La generalización del dinero ha enmascarado esta violencia abierta al permitir a quien lo posee el disponer de un poder social sin necesidad de utilizar directamente la fuerza. De esta manera es posible expresar la distancia (real o supuesta) entre unos y otros. De esta manera se puede saber, cuando está en litigio, quién es el que dispone verdaderamente de la mercancía y quién es el que no dispone de ella. Hasta el siglo XIX, un cierto número de reglas y disposiciones limitaba todavía el poder del poseedor, el cual no podía, en una sociedad rural, disponer sino de la primera siega de un prado, dejando para los otros los pastoreos posteriores. Con la generalización de las relaciones mercantiles, la costumbre local ya no es vigente. Sólo permanecen, en zonas rurales marginales, algunas costumbres como el derecho al paso, la conducción del agua, etc. La mercancía y el capital necesitan un conjunto de reglas válidas con independencia del carácter particular de cada situación. En el mundo burgués, todo el mundo es libre propietario: el campesino, de sus campos; el patrón, de su fábrica; el obrero, de su fuerza de trabajo... La propiedad esconde las relaciones de explotación.

A favor de una Comunidad humana


El comunismo significa el fin de las separaciones que compartimentan nuestra vida. En él, los seres humanos ya no pueden definirse por más tiempo como simples usuarios. La aspiración humana hacia el comunismo significa que ya no se trata de continuar siendo ni consumidor (de bienes, de relaciones), ni productores de mercancías, sino de transformar la actividad humana. Con la abolición del salario y del dinero, el hombre podría devenir realmente activo, actuando sobre la existencia y su cuadro y no, como sucede ahora, “siendo actuado por ellos”.

Este fin de las separaciones se encontraría en el mismo centro del proceso productivo donde toda noción de parcialización del trabajo, de calificación, sería puesto en tela de juicio. Para los apóstoles del trabajo, es por necesidad una monstruosidad el creer que un día no habrá ni albañil, ni peón, ni arquitecto de profesión, y que el mismo hombre que habrá desempeñado la función de arquitecto también podrá cargar con la carretilla. Sin embargo, ¿qué opinión nos merece un mundo que eterniza la profesión de peón, para quienes la vida profesional queda separada de las demás actividades humanas?

Una sociedad comunista dejaría de oponer vida profesional, vida afectiva..., tiempo dedicado a consumir o a producir... Los lugares de educación, producción, distracción... ya no serían por más tiempo universos cerrados extraños los unos de los otros. El logro de estas transformaciones quizá tomará tiempo. Pero su compromiso sólo podrá ser inmediato, al igual que la abolición de la producción mercantil y del salario, desde los inicios del proceso revolucionario. Para realizar una actividad, productiva o no, la gente ya no se reuniría en función de la fuerza del capital. Su asociación, sin embargo, tampoco necesitaría la resurrección de formas pasadas, como la antigua familia patriarcal. La gente se asociará, reunida por sus gustos comunes y por sus afinidades, con vínculos donde las relaciones interpersonales serán tan importantes como sus actividades.

La dominación que transforma los seres humanos en instrumentos de producción, en objetos como las herramientas o las máquinas, se ha infiltrado hasta lo más profundo de la personalidad humana, modelando nuestro lenguaje, nuestro gesto, nuestras actitudes más cotidianas. Pensar el comunismo, por el contrario, consiste en comprender que nosotros hemos de acabar con esta percepción de los individuos en términos de antagonismo donde el yo no es sólo una persona que se distingue de los “otros”, sino una persona que intenta dominarlos y subyugarlos. En esta relación, el pensamiento del ser individual se define por el dominio de los objetos y la reducción de los otros individuos al rango de objetos apreciados según su utilidad. En la medida en que las “necesidades” individuales sólo existen para sí e ignoran la integridad del otro, los demás permanecen como puro objeto y la manipulación de este objeto deviene apropiación. A este panorama, se opondría una relación de complementariedad entre los hombres, donde el otro sería reconocido como un fin en sí mismo y donde las necesidades del otro se definirían en términos de reciprocidad. Estos vínculos serían la negación misma de las relaciones de dominación que imposibilitan y niegan, hoy en día, cualquier relación humana real.

Esto no significa, en modo alguno, que se suprima cualquier tipo de conflicto, pero sí que se pondrá término a la oposición irreconciliable entre grupos e intereses humanos. Hay que acabar con el “miserabilismo” y las glorificaciones de los enfrentamientos; las definiciones nacidas de la burguesía que consideran que “el hombre es un lobo para el hombre” y que no se puede cambiar nada. El comunismo no abolirá lo humano; más bien lo rehabilitará en todas sus posibilidades que van mucho más allá de un gesto agresivo entre los seres (nuestro lote cotidiano actual). No se sigue, de ello, que la vida sobre la tierra será “paradisíaca”, pero sí que las relaciones entre las personas ya no serán más relaciones entre individuos indiferentes los unos para con los otros. La gente se podrá unir o no fuera de toda presión exterior.
Sin duda alguna, la dependencia existirá siempre, pero significará complementariedad y no dominación. Los niños dependerán siempre de los adultos para la satisfacción de sus necesidades fisiológicas elementales, al mismo tiempo que necesitarán de ellos para que los asistan con su saber y su experiencia. Por su parte, las generaciones mayores continuarán tributarias de las más jóvenes para la reproducción de la sociedad y para encontrar el necesario estímulo que constituye el espíritu de búsqueda y de innovación. Por consiguiente, la concepción actual que define al otro en términos de “superioridad” o de “inferioridad” será reemplazada por un contacto de respeto y de mutuo enriquecimiento. No existe otra “garantía” para el desarrollo de una comunidad humana, para la cual no sea cuestión el reglamentar cuartelariamente las relaciones entre las generaciones, entre hombres y mujeres... Peor para todos aquellos a quienes esto inquieta porque no saben pasar de la garantía del guardia civil, del maestro y del cura.

En el comunismo, los viejos ya no serían aparcados en hospicios precementerios, ni los niños estarían sujetos a sus padres debido a la necesidad de comer. La educación tampoco sería una obligación, preparatoria del asalariado. El niño aprendería a leer y a escribir porque siente la necesidad de ello. Debido al hecho de que el mundo infantil no está separado del resto de la vida social, este aprendizaje sería una necesidad imperiosa, al igual que el andar y el hablar, aunque en un momento muy posterior ya que se trata de una de las últimas necesidades humanas. Para ello, no habría ninguna necesidad de aparcar a los pequeños durante largas horas diarias, ya que quedaría siempre abierta la posibilidad de dedicarse a múltiples actividades. La lectura, o cualquier otro aprendizaje, podría entonces formar parte de la vida en lugar de ser una obligación sometida a juicio y sanción.

Las relaciones amorosas serían la base de la vida, sustituyendo al matrimonio, que perdería toda razón de existir. La cuestión de saber si dos... o tres o diez personas quieren convivir, o relacionarse mediante un pacto tácito, sólo les importaría a ellos.
En el comunismo, el fin de las relaciones de fuerzas, de la violencia, del antagonismo universal de cada uno contra todos... supondría el fin de la propiedad sobre las cosas y las personas. Suprimir la propiedad privada significa acabar con sus fundamentos: la dominación del “otro” (hombre o naturaleza); la apropiación, que sólo percibe al otro en relación de utilidad; la degradación general de las relaciones entre los hombres y entre éstos y la naturaleza.

No se podrá ya más “usar y abusar” de cualquier cosa, sea la que sea, por el hecho de ser su propietario. Nada pertenecerá ya más a nadie. El uso volverá a tener el sentido del uso. Una bicicleta servirá para desplazarse y no para que sólo el señor López, su legítimo propietario, se desplace. La propia idea de propiedad pronto será considerada como un absurdo. Saber si, por razones sentimentales o de otro tipo cualquiera, los seres humanos o algunos de ellos tienen necesidad de un territorio dado o de objetos sobre los cuales puedan establecer vínculos, no tiene nada que ver con la propiedad. La seguridad material y afectiva de cada uno quedará, por otro lado, reforzada: la desaparición de las relaciones de fuerza, del dinero, permitirá relaciones humanas en las que cada uno deberá poder alimentarse, vestirse, vivir sólo con otras personas, según quiera. Es el interés de cada persona el que prevalece por encima del derecho de propiedad, de la fuerza, o del dinero, que pueda o no pueda tener. El fin de la violencia institucionalizada y de la indiferencia permitirán a cada persona estar tranquila, sin destruirse ni ignorarse.

 

Estado, Nación... O Comunidad humana


El Estado, es decir, la organización de la división de los hombres entre gobernantes y súbditos, se ha apoyado siempre en la noción de territorio, que responde para los diferentes explotadores a la necesidad, a la vez, de fijar sus esclavos, sometidos, en un territorio determinado, y de marcar la distancia con los eventuales enemigos, haciéndoles saber que en tal zona, hombres, animales y plantas les pertenecen.

La idea nacional se apoya en los mitos engendrados por la sedentarización: mitos del país natal, del extranjero... mitos que limitan la visión del mundo, que la mutilan. El desarrollo de las relaciones mercantiles, determinando y además disolviendo las relaciones jerárquicas o comunitarias por las cuales se expresaban directamente la dependencia y/o cooperación entre los hombres, no ha cuestionado esta dependencia del territorio ya que la formación de los Estados nacionales, el mito de la patria, es el fruto directo del advenimiento del capitalismo. Recuperando a la vez los límites y las aspiraciones de las antiguas comunidades, el capitalismo valora no una comunidad real, sino la imagen de una comunidad que se manifiesta en el débil fetichismo de bandera y héroe nacional. El aumento de las relaciones impersonales entre los hombres se acompaña de la invención de una comunidad de destino enmascarando la división entre clases socialmente antagónicas, permitiendo una racionalización de la dominación del capitalismo, imponiendo a sus gestores, divididos por la competencia, una unidad correspondiente a los intereses superiores del Estado, guardián y gerente de la relación social general, protegiéndolo contra las influencias disolventes del mercado.

 Si bien esta dominación capitalista se resguarda detrás de las fronteras, se apoya en un movimiento de mundialización de las relaciones mercantiles, sobre la tendencia imperialista de conquistar, unificar y, tan necesaria, de constituir mercados. La colonización, las guerras mundiales, el desarrollo de nuevos polos de acumulación, la constitución de nuevos estados nacionales, han sido etapas de este movimiento. En la época contemporánea, el intercambio uniformiza la vida a través del mundo y es el mismo tipo de alimentación, de urbanismo, enseñanza e información, lo que se encuentra por todos lados. El colorido local salvaguardado es un gancho comercial que participa en la generalización del intercambio. El nacionalismo, la xenofobia, por el contrario, se han desarrollado a medida que se degrada el conocimiento y enraizamiento del hombre en su entorno.

El comunismo es la ruptura con las viejas nociones de territorio, de patria, de nación, de Estado. Los problemas que deberá resolver serán mundiales y sólo podrán ser resueltos por una comunidad humana mundial que destruya totalmente las trabas nacionales e internacionales.

En ruptura con la “lógica del progreso”, la revolución comunista deberá asumir, sobre la base más amplia posible, la protección de la naturaleza y de aquellos que en ella viven. El comunismo no se instalará como el capitalismo por la imposición de una estructura social disgregando las comunidades tradicionales. Es seguro que las poblaciones implicadas y sus relaciones con el resto de la humanidad se transformarán, pero esta transformación no habrá de ser una destrucción de los hombres ni una negación de los valores comunitarios.

El comunismo introducirá una libertad desconocida hasta ahora: la de viajar por toda la superficie del planeta sin tenerse que justificar o presentar documentos, la de ir donde se quiera cuando se quiera y permanecer tanto tiempo como se quiera. Los hombres no estarán prisioneros detrás de las fronteras estatales, y de este modo se desvanecerán también las fronteras culturales y étnicas. La única colectividad en el comunismo será la comunidad humana, organizada sobre las bases igualitarias y comunitarias que tomarán, evidentemente, la forma de colectividades particulares, pero donde el hombre no tendrá la limitada visión actual dado que sabrá, de una parte, que las diferencias que puedan existir entre comunidades, no constituyen obstáculo a su contacto con el exterior dados los aspectos vitales de una misma humanidad, y, de otra, que puede a merced de sus necesidades y deseos incorporarse y participar con tal o cual comunidad sin que el origen de su nacimiento sea un obstáculo en su integración.


Revolución y comunización


Entre el capitalismo y el comunismo no hay una especie de modo de producción mixta ni intermedia. El periodo de “transición”, o más bien... el período de ruptura es esa fase en la que un proceso comunista deberá enfrentarse a secuelas humanas y materiales de una era de esclavismo y neutralizar las fuerzas que las defiendan. No habrá en un primer tiempo revolución armada y a continuación, permitida por esta revolución, la transformación de la realidad social. Revolución y comunización están íntimamente unidas. La revolución es la comunización de las relaciones entre los hombres a través de movimientos de masa dirigidos contra las relaciones mercantiles y el Estado.

La revolución será una formidable conmoción social. Implica enfrentamientos y no excluye la violencia. Pero, si bien es una fuerza, su problema esencial no es el de la violencia, y la condición de su éxito no es esencialmente una cuestión de poder. No disputa el Estado y la Economía a los poderosos. La revolución comunista no persigue el poder, ni siquiera cuando se atribuye el poder de tomar sus medidas expresando el rechazo práctico del Estado y del capitalismo. Este rechazo práctico se expresará por la formación de comunidades de lucha independientes de las instituciones estatales (partidos, sindicatos, policía, ejército), permitiendo un verdadero compromiso de todos, la unidad y la transparencia efectiva de las decisiones y de sus aplicaciones, rechazando la división representantes-representados, por la instauración de relaciones no mercantiles que, en un primer tiempo, puedan servirse de ciertos aspectos de las actuales estructuras productivas reorientándolas en el sentido de la satisfacción de las necesidades humanas mediante la distribución de los productos.

La fuerza de la revolución será, de hecho, una relación social que cambie completamente las otras, que haga de los hombres los sujetos de su propia historia. Es rompiendo los vínculos de dependencia y de aislamiento como destruirá al Estado y la política, es aboliendo las relaciones mercantiles como destruirá al capitalismo.

La revolución comunista no es el choque entre dos ejércitos, uno a las órdenes de los privilegiados y explotadores y otro al servicio de los proletarios. No puede ser reducida a una guerra en la que lo que está en juego sea la toma de poder y el control territorial. Los proletarios resbalarían sobre el terreno del enemigo si se entregaran a un enfrentamiento cuerpo a cuerpo, si ellos buscasen establecer una relación de fuerzas, preservar las “conquistas” para la construcción de otra estructura estatal. La revolución degeneraría entonces en guerra civil, fatalmente resbaladiza que no haría más que reproducir los fracasos del pasado. El enfrentamiento entre dos ejércitos, rojo y blanco, no será la revolución comunista sino la transformación de los proletarios en tropas de una vanguardia cualquiera.

Los proletarios deberán ser activos para triunfar, no teniendo ni patria que defender, ni estado que construir. Frente a ellos estará el ejército y la policía, así como todos aquellos que quieran que los seres humanos estén siempre dominados, explotados, o quienes no puedan vislumbrar la vida humana nada más que de esta forma. Para la transformación inmediata y radical de la organización social, es necesario que los militares y los conservadores actuales sean privados de cualquier cosa que defender. El ejército, los grupos paramilitares no pueden conseguirlo todo por ellos mismos en tanto que organizaciones de la violencia. Su acción puede expresarse directamente por la destrucción de hombres y cosas, o bien creando y manteniendo una situación de penuria adecuada para desarrollar el egoísmo, el miedo... Serán relevados en eso por aquellos para quienes lo que existe es el mejor de los mundos posibles, quienes tratarán de canalizar la violencia de los explotados. Preconizando las liquidaciones masivas de los oponentes reales o supuestos, dando a las frustraciones que empezarán a exteriorizarse, objetivos asesinos, apelarán al homicidio para evitar que se plantee la necesidad para los hombres de organizar ellos mismos su propia vida.

La revolución comunista no se sustenta ni del sabor de la sangre ni del espíritu de venganza. Su objetivo no es la masacre, sino la emergencia de una comunidad reconciliada. Los movimientos del pasado demuestran que la sangre derramada se debe generalmente en una débil parte a los sublevados. Son las fuerzas sociales conservadoras quienes han masacrado, encarcelado y deportado. La sangre ha corrido durante los combates, pero a menudo después de su victoria. Les es necesario destruir a aquellos en quienes parece radicar la revolución. A la inversa, la ética del movimiento comunista implica la posibilidad de cambio de vida para sus adversarios, actuando de tal forma que ellos comprendan, lo más ampliamente posible, que el gozo verdadero no reside en la humillación y la muerte, sino en la realización de la comunidad de los hombres sin amos ni esclavos. La guerra es, por encima de todo, destrucción y sumisión de los hombres. La revolución comunista tiene por meta barrer las estructuras materiales y mentales de la opresión y no destruir y someter a los hombres.

De lo que se trata, pues, es de rechazar el mundo de la dominación, rompiendo todas las relaciones en las que se basa: esto no es construir un ejército, sino abolir el ejército; no es conseguir que algunos sean ministros o comisarios del pueblo, sino de hacer inútil esta función.

CONCLUSIÓN


1. Frente a la negación de la humanidad que representa el capitalismo, todo lo que se puede finalmente proponer es otra vida donde nuestras acciones, nuestra palabra, nuestra imaginación, toda nuestra sensibilidad dejen de estar encadenadas. Es evidente que esto sólo se puede conquistar con la destrucción de la sociedad capitalista, pero no puede reducirse únicamente a eso. Esta destrucción deberá enfrentarse a todas las viejas separaciones entre los seres herederos de las viejas sociedades de clase. Deberá acompañarse de un movimiento positivo tendente a la comunidad humana. Aunque la trunque, el capitalismo no puede prescindir de la actividad humana. Los seres humanos no son objetos; los hombres sufren los roles en los que les encierra esta sociedad y pueden manifestar su rechazo a todo esto. Esta contradicción es la única insalvable del capitalismo, la que hace del comunismo una posibilidad humana.

2. La humanidad entera tiene interés en la supresión de la dominación capitalista. No obstante, esto no significa que el capital y el estado se han transformado en monstruos abstractos frente a los cuales toda la humanidad se opondría potencialmente y unánimemente. Todavía hay clases que dirigen y administran la producción y la venta de mercancías. Todavía hay también proletarios, explotados, que no poseyendo más que su fuerza de trabajo, su existencia depende de la venta de ésta. Asimismo, todavía hay categorías sociales, incluso asalariadas, que participan en la reproducción y mantenimiento del trabajo asalariado. Si bien la revolución comunista se hará “a título humano”, no puede ser considerada independientemente del lugar que ocupan unos y otros en esta organización social; no puede ser más que la negación de esta organización.

3. Si bien los explotados, los oprimidos, desempeñan por su movimiento de clase un papel importante en la liberación de la perspectiva comunista, ésta no será un simple incremento de las luchas para la adecuación de la sociedad mercantil. No será engendrada por las conciencias alienadas reconociéndose en sus determinaciones esenciales, sino por los seres humanos que no soportan verse reducidos a su rol de productores y consumidores de mercancías. No se puede tender a la comunidad humana constituyendo comunidades parciales y separadas que no son jamás un obstáculo al capital, ni cultivando el ser individual en el cual se encontrará finalmente al “verdadero hombre”. Reafirmar la individualidad es insuficiente, incluso como un primer momento de rebelión. ¿Es que acaso esta sociedad no conduce a un culto del individuo –en la separación, la atomización? La revolución comunista no se hará ni por los individuos que quieran situarse en esta sociedad, ni por las conciencias desdichadas que padecen en la vida, ni por los desesperados, sino por los seres que buscan su humanidad, no fragmentados, insatisfechos, y solamente cuando tengan la visión de otra posible. Los seres sólo son verdaderamente humanos –por lo tanto, potencialmente subversivos– cuando siendo exploradores de lo posible no se contentan con lo que les es presentado como lo inmediatamente realizable.

4. La tendencia a la comunidad atraviesa la historia humana y se ha concretado repetidas veces. Su eventual realización no será, por tanto, ni el producto de un supuesto sentido de la historia, ni el fin de ella. Será el producto de un movimiento práctico de intervención humana. La sociedad no estará entonces fijada y cerrada a toda evolución; el hombre no será un ser pasivo, disfrutando embelesadamente de bienes ajenos a su actividad y a su creatividad. Su disfrute dependerá de lo que el haga y de lo que sea en el seno de la comunidad. No tiene sentido preguntarse si esta tendencia vencerá o no dado que nosotros no la hemos escogido: es ella la que nos tienta y nos permite explicar lo que consideramos como lo mejor de nosotros.


[1] Publicado en la revista Etcétera –Correspondencia de la guerra social, nº 7, julio 1985.