jueves, 31 de diciembre de 2009

LA COLONIA CECILIA x Juan Rossi (Cardias)

Giovanni Rossi, “Cardias” (1856-1943) fue un periodista, poeta, músico, veterinario y agrónomo italiano cuyo folleto La Comuna Socialista, de 1876, influyó sobre el emperador brasileño Pedro II a tal punto que logró la donación de tierras vírgenes en el estado de Paraná para un experimento en amor libre. En 1890, Cardias reunió a doscientos seguidores que zarparon del puerto de Génova y fundaron en tierra brasileña la Colonia Cecilia, que duraría cuatro años y en la cual parti­ciparían unas trescientas personas. La ausencia de apoyo ofi­cial tras la proclamación de la República brasileña, las penu­rias económicas y la erosión del entusiasmo inicial terminaron por derrumbar la iniciativa. Algunos cecilianos dejaron nota­ble descendencia: Zelia Gattai, esposa del novelista Jorge Amado y nieta de uno de aquellos pioneros, habla de la expe­riencia en su libro Anarquistas, gracias a Dios. El folleto Un episodio de amor en la colonia socialista Cecilia fue publicado originalmente en Buenos Aires en 1896 en la revista Ciencia Social. Aquí se reproducen algunos fragmentos del texto que, traducido por J. Prat, apareció en Utopismo socialista (1830­1893), ed. Carlos M. Rama, Biblioteca Ayacucho, Caracas, 1977.

Fue en una tarde de noviembre de 1892 que Eleda y Aníbal llegaron a la colonia, y fue una llegada poco alegre. Los nuevos compañeros estaban fatigados del viaje, y mal prevenidos contra la colonia, que dos disidentes -llamémosles así- estableci­dos en Curitiba les habían descrito como una de las más po­bres y menos socialista de lo que en realidad era. También por parte mía contribuí a la poco alegre llegada, recibiéndolos algo fríamente, por haber creído que habían titubeado en venir, lo cual no era verdad. Así es que aquella tarde Eleda no me hizo otra impresión que la de una personita fatigada y un poco triste.



Y sin embargo aquellos nuevos compañeros eran merecedores de todas mis simpatías. Conocí a Eleda un año antes en... duran­te una conferencia pública en la cual expuse ideas sobre el amor libre. Me acuerdo que, habiéndola interrogado privadamente, me respondió con mucha ingenuidad que las admitía. La vi, po­cos días después, en un hospital de aquella ciudad, enfermera valerosa, llena de abnegación, incansable, cerca del lecho de muerte del valiente joven socialista que, durante cinco años, fue su compañero amantísimo. Los amigos me dijeron que la vida de Eleda fue siempre una continua y modesta abnegación; una lucha penosa, pero fuerte e inteligente, para su amigo y para nuestras comunes ideas.



De ella, de su sencillez, de su tristeza, de su fuerza de áni­mo, me había llevado un cierto sentimiento de simpatía y de admiración; pero no el pequeño deseo de la mujer. Eleda era para mí una figura noble y delicada, que se imponía por su carácter, que me embarazaba por su bondad, que me gustaba como nos gusta un compañero galante. Los momentos en que la conocí fueron raros, breves y dolorosos, pero esas impresio­nes quedaron claramente grabadas, precisas, y así se lo comu­niqué a la buena amiga Giannotta.



Aníbal es un buen compañero, de aquellos que en la agita­ción socialista se han habituado a perder mucho y ganar nada. Es de mente nada vulgar, pero tiene el corazón más grande que la mente. Bajo una apariencia tosca, esconde un sentimiento fino y delicado. Fue de los primeros y de los pocos que apoya­ron con decisión la iniciativa de esta colonia socialista, y la ayudó mucho viniendo después a formar parte de ella. Aníbal es un hombre a quien estimo y trato con particular esmero.



En los primeros días de su llegada tuve ocasión sobrada de conocer mejor a Eleda. Es una mujercita de treinta y tres años; pero cuando está tranquila y se siente en salud, demuestra tener apenas veinticinco. Tiene en sus ojos y en su carita de lí­neas finas algo que la asemeja a una niña. La expresión de su faz es siempre seria, de una seriedad triste. Principió a interesarme, y a menudo me complacía en preguntarle si se habitua­ba a la soledad de la pradera y de los bosques, a esta monoto­nía y escasez de vida. Me respondía que hacía todos los esfuer­zos para ello y que lo lograría. Entonces veía en ella a la socia­lista inteligente, valerosa, buena... Y de ahí creció en mí una simpatía, un afecto delicado y atento que no era otro que el alba del amor.



Una noche me dio a leer una carta que le había escrito Giannotta, augurándole un buen viaje para la colonia. “Si vas sola -le decía- acompáñate, una vez allí, con mi amigo Cardias; haréis una buena pareja; de cualquier modo que sea, dale en mi nombre un beso y un abrazo”.



– Y bueno, Eleda, ¿cuándo piensa cumplir el encargo de Giannotta? ¿Cuándo paga aquella deuda? -le pregunté, bro­meando, al día siguiente.



– Pronto o más tarde -respondió en el mismo tono.



Pasaron algunos días.



– Escuche, Eleda -le dije una noche en su casa-. Usted es una mujer seria, y se le debe hablar sin artificios.



Me miró y comprendió enseguida.



– ¿Por qué no podría amarme también un poquito?



– Porque temo hacerle demasiado daño a Aníbal.



– Háblele de ello.



Nos separamos sin un beso.



Eleda le habló a Aníbal como una compañera afectuosa, pero libre y sincera, debe hablar al compañero que ama y esti­ma. Aníbal respondió como un hombre que, por encima de sus pasiones, pone el escrupuloso respeto a la libertad de la mujer.



– Sufre -me dijo Eleda.



– Era de prever -respondíl-. Pero ¿cree que sufre en él el lado bueno o el malo del corazón? Este dolor, ¿es humano, es socia­lista, es indestructible? ¿Es el dolor del puñal que mata, o es el del bisturí que cura?



– Esto es lo que conviene saber – me respondió Eleda. Y nos separamos sin cambiar aún ni un beso.



El mismo Aníbal nos lo dijo:



– Es el prejuicio, es el hábito, es un poco de egoísmo, es lo que queráis; pero la libertad debe preceder en todo y antes que todo. Amo a Eleda, y no hay motivo para que deje de amarla. Sufriré, pero me hará bien. Tú vives triste, sin amor. Eleda hará perfectamente bien en confortar tu vida.



– ¿Guardas resentimiento para con Eleda o conmigo?



– De ningún modo.



Aquel día Eleda y yo cambiamos el primer beso. Aquella noche Eleda vino a mi casa, y Aníbal lloró en la tristeza del aislamiento.



Así, desgraciadamente, es aún la vida. La felicidad de uno se empequeñece ante el dolor del otro.



Pocos días después, los compañeros supieron de nuestra iniciativa de amor libre. ¡Con cuánta delicadeza, con cuánta lealtad, con cuánta abnegación se había triunfado sobre uno de los más sentidos y feroces prejuicios sociales!



En la colonia Cecilia, desde sus comienzos, se había hecho la propaganda teórica del amor libre, entendido no como unión ilegal -o divorciable maridaje sin cura o sin juez- sino como posibilidad de afecciones diversas y contemporáneas, como la verdadera, evidente práctica y posible libertad de amor, tanto para el hombre como para la mujer. En general, se admitía teóricamente esta reforma: pero, en la práctica, se la aplazaba para las Calendas griegas, por el dolor que experimentaban los maridos, por los prejuicios de las mujeres, por las relaciones domésticas desde larga fecha establecidas y que parecía duro romperlas, por el temor de que, disolviéndose la colonia, muje­res y niños quedaran abandonados a sí mismos y puede que, un poco, por deficiente emprendimiento del elemento célibe; pero más que todo, me parece, por aquella fuerza obstinada, brutal, irreflexiva del hábito, que dificulta y dificultará siem­pre el progreso humano.



Así predispuestos los ánimos en la colonia, la noticia fue acogida con un sentimiento de grata sorpresa, turbado sola­mente por el temor de que Aníbal, a pesar de su inteligencia y de su bondad, sufriese con ello. Las mujeres, en general, no cambiaron su comportamiento para con Eleda, y hasta puedo asegurar que ningún sentimiento de poca estima, interior u oculto, guardaban con ella.



Cuando después se vio el modo respetuoso con que traté a Eleda, el continente de ésta que no cesó un momento de ser afectuosa con Aníbal y reservada conmigo; el afecto fraternal que nos une a Aníbal y a mí en el objetivo común de hacer agradable la vida de Eleda; cuando, en suma, se vio que el amor libre no es vulgaridad animalesca sino la más alta y bellísima expresión de la vida afectiva, desaparecieron hasta las últimas vacilaciones, y nuestro caso -sin que hasta el presente haya sido imitado- fue considerado como un hecho normal de la vida.



Más aún; me parece que el viejo edificio del amor único y exclusivo, de la pretendida o real paternidad, ha quedado aquí maltrecho en sus paredes maestras desde la cúpula a los cimientos, próximo a derrumbarse si otro empuje viene a sacu­dirlo de nuevo. De la entidad familiar, me parece que aquí ha muerto el espíritu y sólo queda el cuerpo, valiéndome de las frases que los viejos metafóricos usan.



El hecho que he narrado sucintamente es demasiado com­plejo, demasiado íntimo, demasiado finamente entretejido de sentimientos diversos para que pueda ser fácilmente compren­dido no sólo por los extraños, sino hasta por los mismos acto­res. Para mayor comprensión me ha parecido necesaria una especie de análisis psicológico, al cual Aníbal y Eleda se han prestado con absoluta sinceridad, respondiendo a los dos cues­tionarios que reproduzco a continuación:



“Cardias ruega al querido compañero Aníbal le responda sinceramente a las preguntas siguientes, con el objeto de preci­sar algunos datos psicológicos referentes al tema del amor libre. Un beso afectuoso de tu Cardias”.



“Respondo voluntariamente a tus preguntas, pero hacién­dote observar, que si el libre amor estuviese generalizado, mu­chos sí dolorosos se convertirían en no. Cordialmente te de­vuelvo el beso que me mandaste. Tu afectísimo Aníbal”.



“– ¿Admitías en la mujer la posibilidad de amar noblemente a más de un hombre? – Sí, pero no en todas las mujeres. – ¿Le reconocías este derecho? – Sí. – ¿Considerabas al amor libre útil al progreso de la moral socialista y de la paz social? – Sí, lo creía y aún lo creo, porque sin ello, ¿dónde están la libertad y la igualdad? – ¿Creías que la práctica del amor libre pudiese causar dolor a algunos de los dos participantes? – Sí. – ¿Cuál, especialmente? – Tal vez a los dos. – ¿Considerabas que el com­pañero de la mujer hubiese sufrido adolorido el nuevo afecto de su compañera para con otro? – Sí, si la ama verdaderamen­te. – ¿Que lo hubiese aceptado con indiferencia? – Sí, si no la amase, o fuese un canalla. – ¿Con placer? – Casi nunca; pero podría sentir satisfacción si conoce que efectúa una obra con­soladora y digna de nuestros principios. – ¿Que lo hubiese de­seado, sugerido, favorecido? – Idem.



– Cuando Eleda te contó mi petición, ¿sentiste dolor? – No. – ¿Sorpresa? – No, porque lo había ya manifestado en Italia y a ello estaba preparado.



– ¿Desprecio? – No, nunca. – ¿Humillación? – No. – ¿Resenti­miento para conmigo? – Resentimiento no, pero sí compasión. – ¿Fue vanidad ofendida? – No. – ¿Instinto de propiedad heri­do? – Nunca pensé en ser propietario de Eleda; esto hubiera sido una afrenta para ella. – ¿Egoísmo o deseo de bien exclusi­vo? – Egoísmo no, pero más bien miedo de que disminuya su afecto para conmigo. – ¿Temor del ridículo? – Un poquito. – ¿Idea de lesa castidad conyugal? – ¿Acaso fui casto yo? – ¿Fue espon­táneo tu consentimiento? – Absolutamente sí. – ¿Fue por cohe­rencia a los principios de la libertad? – Un poco por compasión de verte sufrir, y un poco por coherencia. – ¿Fue por piedad de mí, que tanto tiempo vivía sin amor? – A esto respondí ya. – ¿Si se hubiese tratado de otro compañero, supones que habrías experimentado idénticas sensaciones? – No podría precisarlo; pero si así hubiese acontecido, hubiera sufrido mayormente.



– ¿Si se hubiese tratado de un proletario, no compañero nues­tro? – Idem. – ¿De un burgués? – Hubiera compadecido a Eleda y sufrido mucho, sin poder afirmar que la hubiese dejado.



– ¿Has sufrido mayormente antes de verme con Eleda? – No. – ¿La primera vez? – Sí. – ¿O en cuál de las siguientes? – Siempre, más o menos. – ¿Has llorado? – Sí. – En tu dolor, ¿había resenti­miento contra Eleda? – No. – ¿Contra mí? – No. – ¿Tristeza de aislamiento? – Un poco. – ¿Temor de que sufrieran una desvia­ción los afectos de la compañera? – Conozco lo suficiente a Eleda para decir no. – ¿Temor de que yo la tratase vulgarmente? – No. – ¿Qué la tratase con dulzura? – Sí. – ¿Deseo de que ella gozase de otro afecto fisiológico e intelectual? – No sé. – ¿Disgusto de esto? – Si ocurriese, no sentiría disgusto. – ¿Temor de que vol­viese menos pura? – Conozco a Eleda lo suficiente para respon­der no. – ¿Menos afectuosa? – Sí. – ¿Instinto irrazonable e invo­luntario de egoísmo? – Por más que todos, actualmente, sea­mos egoístas, no creo que mi disgusto fuese producido por el egoísmo. – Combatiendo tu dolor, ¿has experimentado la satis­facción del que hace un bien? – Ciertamente. – ¿Te cruzó por la mente la idea de la fuga? – Sí, pero no fundado en este solo motivo. – ¿La apreciación de los demás influye sobre tus senti­mientos? – Desprecié siempre las apreciaciones de los demás; sin embargo, me hubiera causado pena verme el ludibrio de los imbéciles. – ¿La estima para tu compañera es igual que antes? – Sí. – ¿El afecto para ella es igual, mayor o menor? – Es igual, pero tal vez mayormente sentido. – ¿La repetición de las ausen­cias de tu compañera alterna tu dolor? – Sí. – ¿Lo vuelve irasci­ble? – No. – ¿Te son más dolorosas las ausencias breves? – No. – ¿Las largas? – Sí. – ¿Serían más dolorosas las ausencias de al­gunos días? – Aquí entra el egoísmo, puesto que las ausencias largas harían de mí un paria del amor, como tú eras antes. – ¿Sufres mayormente viendo a la compañera quedarse conmi­go? – Al principio sí. – ¿O viéndola marchar de tu casa para la mía? – Ahora me es indiferente. – ¿Te parecería más aceptable que la compañera viviese sola y nos invitase voluntariamente? – Sí, para la tranquilidad y libertad de todos. – ¿Te disgusta que yo la ame? – No. – ¿Crees que el amor libre se generalizará por la rebelión de las mujeres? – Sí. – ¿Por el consentimiento de los hombres? – Aunque los hombres no lo quieran, cuando las mujeres se rebelen seriamente, se efectuará, y todos, después, estarán contentos de ello. – ¿Por desinteresada iniciativa de es­tos últimos? – No, salvo algunas excepciones, que podrán dar el buen ejemplo”.



“Eleda: Para el estudio exacto del episodio afectivo en el cual tan noblemente has participado, necesito algunos datos sobre tus íntimas sensaciones. Te los pido con la certeza de que me los confiarás sinceramente, porque tú conoces la importan­cia que puede tener este estudio psicológico, y porque la fran­queza está en tu carácter. Perdóname si algunas preguntas son indiscretas; perdóname y procura responder, porque tienen una mira científica. El amigo Cardias”.



“– ¿Fuiste educada según la moral ortodoxa? – Sí, hasta los veinte años. – En el primer amor juvenil ¿te sentiste absorbida exclusivamente en un solo afecto? – Sí. – En tu segundo amor, que fue el más duradero y el más intenso, ¿amaste a otro al mismo tiempo que a tu adorado y llorado compañero? – No. – ¿Sentiste alguna naciente simpatía? – Sí. – ¿La cultivaste? – No. – Cultivarla, ¿te hubiera parecido culpable? – No. – ¿Te faltó la ocasión? – Sí. – ¿La buscaste? – No. – ¿Tu afección por L..., que fue la más breve y la menos profundamente sentida, fue exclu­siva? – Sentí en aquel tiempo otra simpatía; pero, como se suele decir, inocente. – ¿Y tu afección por Aníbal fue exclusiva? – Sí, hasta que te conocí. – ¿Hace mucho tiempo que admites la po­sibilidad de amar contemporáneamente a más de una persona? – Sí. – ¿Fuiste alguna vez celosa? – Alguna vez; pero mis celos fueron de brevísima duración. – ¿Te entregaste alguna vez sin amor? – Nunca sin simpatía. – ¿Y por sensualidad? – Jamás. – ¿Toleraste violencias morales? – No. – ¿Te sorprendió mi peti­ción amorosa? – Un poco. – ¿Te disgustó la forma breve y direc­ta que empleé? – Al contrario, me gustó mucho. – ¿Prometiste por piedad? – Un poco. – ¿Por simpatía? – Sí. – El temor de cau­sar dolor a tu compañero ¿era verdaderamente el único obstá­culo? – El único. – ¿Te tentó la idea de amarme, sin que lo supie­se tu compañero? – No. – Cuando le referiste mi petición, ¿ma­nifestaste el deseo de satisfacerla? – No. – Sufriste al adivinar el disgusto del compañero? – Sí. – ¿Sufriste por él? – Sí. – ¿Por ti? – También por mí. – ¿Por mí? – Por ti especialmente. – ¿Conside­raste su dolor como una prueba de amor para contigo? – Sobre esto no sé dar mi opinión. – Cuando te entregaste a mí, ¿el con­sentimiento de tu compañero era completo? – Sí. – ¿Precipitaste un poco los acontecimientos? – No. – ¿El dolor de tu compañe­ro lo consideraste razonable? – Lo consideré como el resultado de los prejuicios que, queramos o no, pesan sobre nosotros. – ¿Destinado a desaparecer? – Sí. – Nuestra conducta vis a vis de tu compañero, ¿te pareció correcta? – Sí. – ¿Viniste a mí con conciencia segura? – Sí. – ¿Aumento yo un poco la felicidad de tu vida? – Sí. – ¿Me amas sensualmente, intelectualmente, de corazón? ¿Un poco de las tres maneras? – Sí, un poco de todos estos tres modos. – Desde el primer día, ¿me amas un poco más? – Mucho más. – ¿Amas más a Aníbal? – Sí. – Estos dos afectos contemporáneos ¿te han vuelto más buena? – Sí. – ¿Más sen­sual? – No. – ¿Te perjudican la salud? – No. – La multiplicidad simultánea de los afectos, esto que nosotros llamamos amor libre, ¿te parece natural? – Sí. – ¿Socialmente útil? – Con prefe­rencia a todo, socialmente útil. – ¿Te disgustaría no conocer la paternidad de un hijo que ahora generases? – No”.



No se crea que Eleda es una mujer de fáciles amores, y mu­cho menos uno de aquellos fenómenos patológicos a los cuales es inútil buscar las leyes fisiológicas de la vida. Ella representa más bien el tipo medio de las obreras inteligentes de las gran­des ciudades, perfeccionadas por el ideal socialista, clara e ínti­mamente comprendido. Y que es un tipo normal de mujer lo prueba el que no es vulgar ni romántica; es delicada, gentil, pero positiva.



Su juventud afectiva fue triste, casi dramática, y ha dejado impresa en ella un tinte de verdadera tristeza, que raramente la abandona. Joven inexperta, amó a su cuñado, quien la obtuvo por sorpresa. Fue aquel un amor infeliz, como todos los amo­res clandestinos, agitado por un afecto inmenso, irresistible para el amigo, y por una ternura indecible para la hermana. Catás­trofe terrible: la muerte de la hermana, seguida de la muerte del amigo.



Cuatro años después, cuando el corazón de Eleda pudo abrirse otra vez a las sonrisas del amor, fue su compañero un joven inteligente y esforzado, el más activo, el más eficaz socia­lista que haya jamás agitado las masas obreras de... Pero las contrariedades de la familia, las persecuciones de la policía, que varias veces encarceló al amado compañero, y las estreche­ces de la miseria, contristaron un amor que duró cinco años, y que tuvo un epílogo bajo la bóveda del hospital en el cual se extinguió la vida del valiente joven.



Un año después, Eleda encontró un doliente solitario de la vida y, un poco por piedad, un poco por el fastidio de la viudez, un poco por simpatía, se entregó a él. Fue el período menos bello de su vida afectiva, y los acontecimientos lo truncaron a los tres meses.



Vino al fin la libre unión con Aníbal, contraída para ir jun­tos a la colonia Cecilia.



Que las mujeres honestas estudien esta biografía de Eleda, en la cual ni un secreto hay oculto, y díganse luego a sí mis­mas si esta mujer es vituperable, si seguir su ejemplo sería vergonzoso.



Y ahora intentaré mi propio análisis psicológico, advirtien­do que yo tampoco soy una excepción de inteligencia y de bon­dad; no soy más que un hombre crecido, como tantos millares de hermanos míos, en aquella escuela educadora del dolor que, en conclusión, es la vida; un poco escéptico, un poco pesimis­ta, pero también un poco optimista cuando pienso en el porve­nir -optimista de la escuela positiva-, un hombre de contradic­ciones, como por otra parte me parece lo somos todos en este período de regeneración social.



Amo a Eleda, o mejor dicho, la quiero bien, como prefiere decir, con agudeza de raciocinio, nuestra compañera. Para no­sotros, el amor, según sea verdadero o simulado, es la forma patológica o quijotesca del afecto; es aquella forma congestional que levanta al adolescente hacia las nubes luminosas de la ado­ración platónica, donde Dante ve pasar a Beatriz benignamente d’ umiltá vestuta o es el terrible martirio de Leopardi, es el suicidio, es el delito de los miles ignorados; cuando no es la simulación de altos sentimientos, la profanación de una noble locura en una vul­gar comedia, que tiende a conquistar un cuerpo, una dote, una posición social.



Querer bien es la forma fisiológica, normal, común, del afec­to. Querer bien, oscila entre los 20° y los 8° del centígrado del amor; más bajo está el capricho, la simpatía de un día, de una hora, que -gentil y ligera- llega, besa y pasa; más alto está la locura sublime o la ridícula estupidez. Querer bien es una mez­cla apetitosa de voluptuosidad, de sentimiento y de inteligen­cia, en proporciones que varían, según los individuos que se quieren bien. En conclusión, “querer bien” me parece que es lo que debería bastar a la felicidad afectiva de la pobre especie humana.



Así es que quiero bien a Eleda; la quiero bien de modo sub­jetivo y objetivo, o sea, le quiero bien por ella y por mí.



Si le quisiera bien sólo para mí, por los goces que me da, por el calor que ha aportado a mis pensamientos, debería de­cir, con más exactitud, que me quiero bien. Sería un afecto nobilísimo cuanto queráis, pero egoísta como el afecto que te­nemos a nuestros pulmones, a nuestro estómago, a nuestra piel por los servicios que nos prestan, por la necesidad que de ellos tenemos; como el afecto que se siente para las flores recién cortadas y puestas en agua sobre nuestra mesa; como el afecto que decimos sentir para con los canarios cuando cantan bien en su jaula. Son amores subjetivos; “nos queremos bien” a nosotros mismos.



Quiero bien, además de a mí, también a Eleda, y por eso deseo que encuentre en este mundo -ya que al otro hemos renunciado- todos aquellos fugaces momentos de felicidad y todos aquellos días serenos que le sea posible encontrar. Y como no soy tan presuntuoso -lo que valdría decir tan imbé­cil- de creer que soy, no toda, ni una gran parte, la felicidad para Eleda, me complazco en sus afectos pasados, en los pre­sentes, y en los futuros. Lejos de atormentarme con celos re­trospectivos, hablo con ella voluntariamente de los amores que han ocupado tanta parte de su vida y procuro conservarlo en su memoria, resucitar sus emociones. Amo a aquellos dos se­res extintos que tanto amaron a mi amiga, y tanto fueron por ella amados. Con quien conservo un poco de antipatía es con aquel tercero que rápidamente pasó en la vida afectiva de Eleda. Y la conservo así porque no era digno de ella, porque no la quiso lo suficiente, porque no fue lo suficientemente amado.



Porque, en suma, aportó pocos momentos de felicidad a la vida de la amiga.



Amo a Aníbal, porque sé que Eleda lo ama profundamente y está orgullosa de su amor. He ahí por qué -antes de comen­zar nuestra relación-, cuando temía que el dolor de Aníbal pudiese ser incurable, le dije con firmeza y sinceridad:



– Oye; si mi afecto debiese hacer pedazos el tuyo preferiría dejar las cosas como están.



He ahí por qué, por la noche, acompaño a menudo a su casa, desde nuestro punto de reunión, a Aníbal y a su compa­ñera, y les auguro afectuosamente las buenas noches.



He ahí por qué estoy contento de que, cuando Eleda dice a Aníbal: “Voy con Cardias”, le dé y reciba de él un beso.



He ahí por qué me torturaban las explosiones de desespera­ción que, en los comienzos vencían a Aníbal, cuando abrazaba y besaba a nuestra Eleda, susurrándole entre lágrimas:



– ¡Cuánto sufro, qué loco soy! Sé que continúas queriéndome, que me quieres más que antes. Pero tengo miedo; mie­do de que quieras a Cardias más que a mí, porque es más inteligente que yo. Te quiero demasiado, y soy injusto contra el compañero. Hago mal, lo veo, lo siento, me vuelvo tonto, me volveré loco, quisiera morir. Quiéreme mucho, porque yo te quiero tanto...



He ahí por qué estoy contento ahora de que, entre Aníbal, Eleda y yo hay una perfecta ecuación de afectos, y de que los cuidados de uno por uno no turban la serenidad del otro.



Corre entre la gente, y es aceptado e indiscutido, el dogma de que no puede amarse a varias personas al mismo tiempo.



Si no fuese dogma, y no fuese también opinión generalmen­te aceptada, ¿cuánto trabajo se necesitaría para demostrar la verdad? Entonces, la verdad -natural, espontáneamente aceptada- sería que, excepcionalmente, se puede amar a una perso­na sola.



Pero cuando todos, o la mayoría, creen una bestialidad, no tienen necesidad de demostrarla; lo más que hacen es apoyarla con algún proverbio vulgar, ya que de proverbios la ignorancia popular no ha sufrido escasez. Toca a los herejes la confutación del dogma, la demostración de que, lo contrario, es la verdad.



Amar más de una persona al mismo tiempo es una necesi­dad de índole humana.



Se ama una persona por ciertas cualidades suyas: la belleza, el espíritu, la bondad, la inteligencia, la fuerza, la bravura. ¡Y cuántas gradaciones, cuántos modos de ser hay por cada una de estas cualidades! Amaremos a la persona que posee, entre estas cualidades, aquella que a nosotros más nos plazca. Pero después encontraremos otra persona, varias, que poseerán las mismas cualidades, la misma atracción en mayor o menor gra­do, y no podremos menos que amarla. La hipócrita moral lo­grará alguna vez condenarnos a un ridículo martirio, pero las más de las veces destruirá la sustancia de la monogamia y con­servará de ella sólo la forma.



Cambiemos los ritos y los nombres cuanto queramos, su­primámoslos si así nos place; pero mientras tengamos un hom­bre, una mujer, unos hijos, una casa, tendremos la familia, que equivale a decir una pequeña sociedad autoritaria, celosa de sus prerrogativas, económicamente rival de la gran sociedad. Tendremos los pequeños territorios tiranizados por los fuer­tes, tendremos los ambientes circunscritos, en los que el amor se explica en sus más erróneas y doloras manifestaciones, de los celos al delito. Y así como la vida colectiva resulta en parte de la suma de todas las vidas individuales, y así como los hábi­tos privados influyen grandemente sobre los hábitos públicos, será minada y poco segura la existencia de una sociedad que pretendiese regirse bajo dos principios contradictorios: el egoís­mo de la vida doméstica y la solidaridad de la vida colectiva. En el duelo formidable que necesariamente se empeñaría, no es fácil prever a cuál de los dos principios combatientes le to­caría sucumbir.



La armonía de las relaciones económicas entre el individuo y la sociedad podrá ser natural y espontánea sólo cuando to­das las mujeres serán consideradas como posibles amigas y to­dos los niños como posibles hijos.



La expresión “amor libre” que aquí he usado no es muy conveniente, porque con las mismas palabras se designa a me­nudo otra cosa, y porque libre se puede decir que es el adjetivo necesario y siempre incluido en el concepto de amor. Es útil encontrar una expresión adaptada a aquel modo de relaciones afectivas que he indicado; es útil por brevedad de lenguaje y para claridad de ideas. Excluido el término de “unión libre”, que significa otra forma de familia; excluido el término poliandria poligámica, que puede ser simplemente un matri­monio de cuatro y una familia más numerosa, quedan los tér­minos de “matrimonio complejo”, ya usado en Oneida y el de “maridaje comunal”, usado por L. H. Morgan y Pedro Kropotkin. Yo preferiría sin embargo la expresión “abrazo anarquista”, o mejor la de “beso amorfista”, que me parece significa más claramente la negación de toda forma doméstica en las relaciones sexuales.



Me place poder añadir que la iniciativa del caso amorfista relatado en este folleto ha sido recientemente imitado por otra mujer valerosa. Este segundo caso es aún más significativo que el primero, porque la heroína hace apenas dos años que salió de las incultas clases agrícolas de Italia y estaba ligada por die­ciocho años de vida matrimonial y una corona de cinco hijos. Sin embargo, ella también ha sentido surgir un nuevo afecto al lado del afecto antiguo; y noblemente lo ha manifestado al padre de sus hijos, y ha sido tan afectuosamente elocuente en expre­sar la necesidad de procurar el triunfo de nuestras ideas ame­nazadas por el principio de familia, que su compañero apuró heroicamente el amargo cáliz, y, en un encuentro de ayer por la tarde, nos ha dado él mismo la noticia de la lealtad que ha demostrado.



Es otro paso seguro que la colonia Cecilia ha dado, sobre los prejuicios, hacia su sonriente porvenir.

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