jueves, 31 de diciembre de 2009

LA TRAMPA DE LA PROTECCIÓN x Emma Goldman


El matrimonio y el amor no tienen nada en común; están tan lejos entre sí como los dos polos y son, incluso, antagónicos. El matrimonio es ante todo un acuerdo económico, un seguro que sólo se diferencia de los seguros de vida corrientes en que es más vinculante y más riguroso. Los beneficios que se obtienen de él son insignificantes en comparación con lo que hay que pagar por ellos. Cuando se suscribe una póliza de seguros, se paga en dinero y se tiene siempre la libertad de interrumpir los pagos. En cambio, si la prima de una mujer es un marido, tiene que pagar por él con su nombre, su vida privada, el respeto hacia sí misma y su propia vida “hasta que la muerte los sepa­re”. Además, el seguro de matrimonio la condena a depender del marido de por vida, al parasitismo, a la completa inutilidad, tanto desde el punto de vista individual como social. También el hombre paga su tributo, pero como su esfera de vida es mucho más amplia, el matrimonio no lo limita tanto como a la mujer. Las cadenas del marido son más bien económicas.

Vivimos en una época de pragmatismos. Ya no estamos en los tiempos en que Romeo y Julieta se arriesgaban a desafiar la ira de sus padres por amor, o en que Margarita se exponía a las habladurías de sus vecinos también por amor. La norma moral que se inculca a la joven no es preguntarse si el hombre ha despertado su amor, sino “cuánto gana”. El único dios y la única cosa importante de la vida pragmática norteamerica­na es: ¿Puede el hombre ganarse la vida? Eso es lo único que justifica el matrimonio. Poco a poco se van saturando con ello los pensamientos de la muchacha, que ya no sueña con besos y claros de luna, o con risas y lágrimas, sino con ir de compras y conseguir rebajas en las tiendas. Esa pobreza de alma y esa sordidez son los elementos inherentes a la institu­ción del matrimonio.

Esta institución convierte a la mujer en un parásito y la obliga a depender completamente de otra persona. La incapa­cita para la lucha por la vida, aniquila su conciencia social, paraliza su imaginación y le impone después graciosamente su protección, que es en realidad una trampa, una parodia del carácter humano. Si la maternidad es la mayor realización de la mujer, ¿qué otra protección necesita sino el amor y la liber­tad? El matrimonio profana, ultraja y corrompe esa realiza­ción. ¿Acaso no le dice a la mujer que solamente bajo su pro­tección podrá dar la vida? ¿No la pone en la picota y la degra­da y la avergüenza si se niega a comprar su derecho a la mater­nidad con su propia persona? ¿Acaso el matrimonio no sancio­na la maternidad, aunque se haya concebido con odio o por obligación? Y cuando la maternidad ha sido elegida, producto del amor, del éxtasis, de la pasión desafiante, ¿no se coloca una corona de espinas en una cabeza inocente, grabando en letras de sangre el odioso epíteto de “bastardo”?

Aun en el caso de que el matrimonio contuviera todas las virtudes que de él se afirman, sus crímenes contra la materni­dad lo excluirían para siempre del reino del amor. El amor, el elemento más fuerte y profundo de toda vida, presagio de es­peranzas, de alegría, de éxtasis; el amor que desafía a todas las leyes, a todas las convenciones; el amor, el más libre, el más poderoso modelador del destino humano, ¿cómo puede esa fuerza todopoderosa ser sinónimo del pobre engendro del Es­tado y de la Iglesia que es el matrimonio?

¿Amor libre? ¿Acaso el amor puede ser otra cosa más que libre? El hombre ha comprado cerebros, pero todos los millo­nes del mundo no han logrado comprar el amor. El hombre ha sometido los cuerpos, pero todo el poder de la tierra no ha sido capaz de someter al amor. El hombre ha conquistado naciones enteras, pero todos sus ejércitos no podrían conquistar al amor. El hombre ha encadenado y aprisionado el espíritu, pero no ha podido nada contra el amor. Encaramado en un trono, con todo el esplendor y pompa que pueda procurarle su oro, el hombre se siente pobre y desolado si el amor no se detiene a su puerta. Cuando existe amor, la cabaña más pobre se llena de calor, de vida y de alegría; el amor tiene el poder mágico de convertir a un pordiosero en un rey. Sí, el amor es libre y no puede medrar en ningún otro ambiente. En libertad, se entrega sin reservas, con abundancia, completamente. Todas las leyes y decretos, todos los tribunales del mundo no podrán arran­carlo del suelo en el que haya echado raíces. El amor no nece­sita protección porque él se protege a sí mismo.

Mientras es el amor el que engendra a los hijos, no hay niños abandonados, hambrientos o carentes de afecto. Conoz­co a mujeres que fueron madres en libertad con el hombre al que amaban. Pocos hijos han disfrutado dentro del matrimo­nio del cuidado, protección y devoción que la maternidad libre es capaz de depararles. Los defensores de la autoridad temen la maternidad libre por miedo a que se les desposea de su presa. ¿Quién lucharía entonces en las guerras? ¿Quién haría de car­celero o policía si las mujeres se negaran a dar a luz indiscriminadamente? “¡La raza, la raza!”, gritan el rey, el pre­sidente, el capitalista, el sacerdote. Hay que salvar a la raza, aunque la mujer sea degradada al papel de pura máquina, y la institución del matrimonio es la única válvula de seguridad contra el peligroso despertar sexual de la mujer.

Pero son inútiles estos esfuerzos desesperados por mante­ner un estado de esclavitud. Son inútiles también los edictos de la Iglesia, los fieros ataques de los dictadores, e incluso el bra­zo de la ley. La mujer no quiere seguir siendo la productora de una raza de seres humanos enfermos, débiles, decrépitos y mi­serables, que no tienen ni la fuerza ni el valor moral de sacudirse el yugo de su pobreza y de su esclavitud. En lugar de ello, desea menos hijos y mejores, engendrados y criados con amor y por libre elección, y no por obligación como en el matrimonio.

Nuestros pseudomoralistas tienen que aprender el profun­do sentido de responsabilidad para con el niño que el amor en libertad despierta en el pecho de la mujer. Ésta preferiría re­nunciar para siempre a la maternidad antes que dar la vida en una atmósfera donde sólo se respira la destrucción y la muerte. Y, si se convierte en madre, es para dar al niño lo mejor y lo más profundo de su ser. Su lema es desarrollarse con el niño, y sabe que sólo de esa manera podrán formarse los verdaderos hombres y las verdaderas mujeres.

En realidad, en nuestro actual estado de pigmeos, el amor es algo desconocido para la mayoría de la gente. No se le comprende, se lo esquiva y muy raras veces arraiga; y cuando lo hace, pronto se marchita y muere. Su fibra delicada no puede soportar la tensión y los esfuerzos del vivir cotidiano. Su alma es demasiado compleja para ajustarse a la viscosa textura de nuestra trama social. Llora, se lamenta y sufre con los que lo necesitan y, sin embargo, carecen de capacidad para elevarse a su altura.

Algún día, los hombres y las mujeres se elevarán y alcanza­rán la cumbre de las montañas; se encontrarán grandes, fuer­tes y libres, dispuestos a recibir, a compartir y a calentarse en los dorados rayos del amor. ¿Qué imaginación, qué fantasía, qué genio poético puede prever, aunque sea aproximadamen­te, las posibilidades de esa fuerza en las vidas de los hombres y las mujeres? Si en el mundo tiene que existir alguna vez la ver­dadera compañía y la unidad, el padre será el amor y no el matrimonio.

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