domingo, 20 de junio de 2010

La escena punk en mexico. Una alternativa libertaria.

Documental sobre el movimiento anarco-punk mexicano de principios de los noventa. Nos presenta varias cosas como la relacion del punk con el anarquismo, los colectivos anarquistas juveniles, la causa feminista dentro de estos colectivos y las formas de difundir las ideas libertarias. Lamentablemente el anticristo no logro encontrar el autor del video asi que si alguien sabe quien lo hizo y el año pues ahi pasenos el dato.






martes, 8 de junio de 2010

Encanto, hechizo, truco: sobre el destino de la Magia en la época Tecnológica x Luis Navarro


A Jonás, para que siga creyendo en la magia

Cuando ponemos en relación conceptos como Magia y Tecnología percibimos de inmediato una suerte de choque o polarización violenta. En el mejor de los casos, tras reconocer un ámbito común de aplicación en nuestra capacidad operativa sobre los fenómenos, situamos una y otra en los extremos inconciliables de una misma línea continua. Cuando carecemos de una explicación satisfactoria acerca de un determinado fenómeno, bien porque nuestro nivel de conocimientos no abarca todavía sus dinámicas o porque contradice abiertamente nuestra percepción del mundo, lo relegamos al ámbito del pensamiento mágico, con la esperanza de que, con la expansión y acumulación del saber, acabará encontrando algún día su lugar en la región siempre creciente del conocimiento científico. Si el interrogante persiste, si se resiste a obedecer ninguna ley conocida que nos permita domesticarlo, simplemente se expulsa fuera del paradigma, se le desprestigia, se tacha a quienes lo sostienen de místicos u oscurantistas. Del mismo modo, quienes se niegan a rendirse al poder tecnológico triunfante refugiándose en la radicalidad del misterio, en la imposibilidad de fundamentación, en la inaccesibilidad del ‘noumeno’ o simple y llanamente en la ceguera de la fe, estos rechazan de forma reactiva cualquier intento de la tecnología de profanar con sus focos y sus ruidosas herramientas el dulce sueño de la noche de los tiempos. Los ánimos pueden llegar a encresparse.

Lo común es que este choque se resuelva hoy sobre el terreno de lo tecnológico, puesto que éste es el paradigma ideológico que se impone. La tecnología ha dejado de ser ese conjunto de herramientas y aplicaciones de que el hombre se sirve en su praxis vital y ha acabado por generar un entorno artificial fuera del cual resulta difícil imaginarse su supervivencia, asociada a múltiples ortopedias. Por otro lado, la tecnología ha impuesto un modo único de concebir y enfrentarse al mundo caracterizado por la instrumentalización y el control, constituyéndose en la medida de todas las cosas. Por consiguiente, no resulta extraño que en muchas ocasiones se conciba a la magia, ya que no como un territorio maldito dejado en manos de los locos o los románticos, como una suerte de tecnología del asombro, es decir, como un conjunto de técnicas, también, capaces de producir en un espectador que las desconoce ese ‘rapto’, esa perturbación del ánimo unida a la suspensión de los criterios que rigen nuestra percepción, propia de los fenómenos a los que tradicionalmente se reconocía la condición de ‘mágicos’.

La asimilación del término 'tecnología' a las diferentes 'técnicas' en su uso cotidiano, la adopción generalizada e indiscutida de un "modo técnico" de encarar el mundo, en base al cual priman los medios inmediatos sobre los fines últimos y la dominación de sus objetos sobre su asimilación comprensiva, ciegan la percepción de la tecnología como una ideología que ha asumido las mismas funciones que antiguamente ejerciera el pensamiento mágico o religioso. El problema no surge cuando reunimos las diferentes técnicas en un solo concepto para hablar de ellas en sentido genérico, sino cuando este sentido genérico se convierte en una entidad autónoma y empieza a actuar por su cuenta, como un Todo completamente distinto a la suma de sus partes. Entonces, ya no es que tal o cual técnica venga a resolver tal o cual problema, como podría ser la lucha contra el cáncer o la velocidad de mi navegador, sino que es la tecnología la que nos saca de dicho atolladero. Y cuando lo hace, se atribuye a sí misma la capacidad de hacer milagros, de realizar utopías, de ‘salvarnos’.

El prestigio creciente que ha asumido lo tecnológico en la configuración del mundo ha reducido considerablemente la presencia o la percepción de elementos mágicos o maravillosos, dado que si la tecnología nos refiere inmediatamente a cosas, instrumentos concretos y procesos que todos experimentamos a cada instante con la mayor naturalidad, la magia nos proyecta sobre hechos misteriosos, objetos inciertos, experiencias irrepetibles, lo que las hace esencialmente discutibles. La técnica es comprobadamente precisa; la magia es nebulosa por definición. Damos el título de ‘mágica’ a cualquier ruptura del orden natural de las cosas según es conocido en un momento determinado, ya medie en ella la intervención de poderes o seres sobrenaturales o simplemente la operatividad de un mago, y se haga o no con algún objeto. Cuando un procedimiento mágico alcanza de forma invariable un propósito establecido previamente pasa a formar parte, como técnica, del corpus de la tecnología, aún cuando no pueda darse la fundamentación última de por qué sucede así.

Lo que a simple vista llama la atención de esta concepción de lo mágico es su relación dialéctica con el ámbito de la tecnología. Ésta integra cuanto la magia deja escapar de su alcance. Lejos de repudiarse, ambas esferas se complementan mutuamente, pues todo aquello que permanece desconocido e inexplicado por la ciencia es reconocido como ‘magia’, y el campo de ésta adelgaza, por decirlo así, a medida que la tecnología le va ganando terreno. Un fenómeno resulta ser mágico o tecnológico según la aprehensión que puedo hacer de él. Habrá hechos que mi idiosincrasia me hará interpretar como mágicos mientras que cualquier otro forzará una explicación científica de los mismos, por improbable que pueda parecer.

Lo cierto es que habitamos de forma natural un contexto tecnológico con una mentalidad que podría calificarse de mágica, si no hubiésemos expulsado de ella toda capacidad para el asombro y la extrañeza. En realidad no “utilizamos técnicas”, sino que efectuamos rituales de efecto seguro (excepto cuando se cruza algún cable): el botón es el abracadabra, la fórmula mágica que permite la acción a distancia, la aparición, el más allá. Los números de teléfono son cabalismos secretos que hay que conocer y combinar para contactar con la persona adecuada. Existe un no-lugar donde puedo desarrollar una vida paralela, sin los defectos y limitaciones que me impone mi cuerpo. Pero pocos de nosotros podríamos dar una explicación satisfactoria y comprensible para cualquiera de qué es lo que realmente sucede. De ahí que, cuando nuestros “objetos mágicos” se averían, nos sintamos tan expuestos y consultemos al técnico con la misma disposición que al chamán. Ninguna alegoría resulta tan ilustradora al respecto como aquella "bola de cristal" ante la cual nos sentábamos en nuestra infancia, que no era sino la pantalla mediática que "todo lo controla", pero que podía ser asaltada en cualquier momento por la bruja Avería.

Todo esto resulta posible porque, en última instancia, hemos desarrollado una “fe ciega” en la tecnología. Y es desde esta confianza en algo que nos resulta tan familiar, pero que desconocemos en última instancia, desde donde exhortamos a la magia a que revele sus cartas, a que esfume el hálito de misterio y entre, con más o menos trucaje, en el suelo firme y tranquilizador de lo tecnológico. Vivimos una época que ha relegado la experiencia mágica al terreno de la ficción, cuando no de la pura y llana prestidigitación. La magia, concebida como insuficiencia de lo tecnológico, terminará por desaparecer cuando la tecnología acierte a cerrar el círculo de conocimiento y acción. En realidad ya ha desaparecido, toda vez que se le reconoce una existencia vicaria destinada a no sobrevivir, y toda vez que en el fondo, aunque no acertemos a designarlo, sabemos que siempre “hay truco”. En la época tecnológica nadie resulta tan ingenuo de conceder todavía una existencia positiva a la magia, por más que sobre su comportamiento sigan rigiendo patrones mágicos incuestionados. Y esta tendencia a obedecer patrones mágicos de forma automática no decrece, sino que se amplía a medida que la tecnología se hace más pregnante.

Debió haber algún momento en que toda situación humana se producía en un medio que podríamos calificar como 'mágico'. La mirada del niño, el modo en que éste experimenta y se explica el mundo, actualiza esta misma estructura. Al no disponer todavía de criterios firmes y regulares sobre los que asentar los contenidos de su experiencia, todo se presenta ante la conciencia del niño como maravilla, escapando constantemente al nexo causal y a sus frágiles esquemas. Y la explicación de todo debe siempre buscarse en 'otro' mundo, ya que ni siquiera hay uno que le sirva de contorno. Llamaré encanto a esta experiencia inocente a la que todo le habla, y lo hace en un lenguaje que precisa ser construido sobre el terreno, por más que seamos conscientes de que no todas sus manifestaciones resultan ser encantadoras. Pueden ser terribles, como corresponde a una conciencia desnuda expuesta a tantos peligros y contradicciones sin el apoyo de un cifrado previo. Lo característico de este tipo de experiencia, incluso en sus expresiones más diabólicas, es que es fundacional y reveladora: fundacional por que funda el encuentro de la conciencia con sus objetos, y reveladora por cuanto suele ilustrar el significado de este encuentro, atendiendo a la construcción de un sentido que sigue siendo provisional todavía, pero perentorio. Por otra parte, no existe en el encanto, tal y como aquí lo estamos representando, un agente manipulador de los fenómenos o de la conciencia que los experimenta. No existe el mago, ni el chamán. Todavía no existe tampoco el sacerdote. Todo sucede como si el azar fuese cobrando forma por sí mismo y conformando al mismo tiempo la conciencia de quien lo sufre de forma irrevocable.

Cuando 'este mundo' empieza a perfilarse, a definir sus límites, a desvelar un rostro desencantado sometido a normas y resistencias, surge en el sujeto de la experiencia la necesidad o el sueño de romper su lógica, de trascender, de producir milagros y maravillas en un sentido que le permita operar sobre él y dominarlo. En el fondo de este tipo de conciencia subyace la idea de que quien ha sido capaz de crear el mundo a partir de su experiencia será también capaz de recrearlo a su antojo. La magia, esa apertura inocente al mundo y sus fenómenos, se tiñe de intención. Se tiñe de blanco, en la práctica de los chamanes y de los curanderos, en los ritos de fertilidad y de exorcismo; se tiñe de negro, en manos de brujos y emperadores, en los rituales vudú o en las misas satánicas. Aparece aquí la figura del mediador, de alguien que conoce las “ciencias ocultas” o mantiene una relación privilegiada con los seres de otro mundo, ya sean dioses o propiedades magnéticas. Llamaré hechizo a esta forma desencantada de experiencia mágica para distinguirla de la anterior, aunque la palabra hechizo se utiliza a menudo como sinónimo de ‘encantamiento’. También suele atribuirse este vocablo a cierto estado de posesión amorosa que podría tener cabida dentro de este encuadre. El hechizo, ya se apoye en poderes diabólicos, magnéticos o sexuales, se diferencia radicalmente del encanto por cuanto supone un conocimiento previo que permanece oculto a la mayoría, y por cuanto busca producir un efecto favorable a los intereses de alguien. Su fin es la dominación, ya sea de la mayoría ignorante por parte de la minoría iniciada, ya sea de la naturaleza que no se pliega a mis deseos.

Existe cierta continuidad entre el anhelo de poder de esta mentalidad mágica desencantada, empeñada en forzar el decurso natural de las cosas y las personas, y el milagro realizado de la tecnología, hasta el punto de que cabría decir que ésta ha absorbido toda nuestra capacidad de asombro y de creencia. El “hilo rojo” de dicha continuidad se manifiesta ya en la Europa Moderna con la teoría y la práctica de los magos naturalistas del Renacimiento: Paracelso, Agrippa, Ramon Llull o el propio Roger Bacon, a quien se reconoce la paternidad del método científico. Aun cuando estos magos cifraban todavía su capacidad para intervenir en los acontecimientos, dominándolos, en el conocimiento y obediencia de la leyes de la naturaleza, reclamaban ya para su actividad el estatus científico, toda vez que, como señalaba Della Porta en su escrito canónico Magia Naturalis (1558), no necesitaban recurrir a la acción de seres o potencias sobrenaturales para producir resultados que, para una conciencia moderna todavía en ciernes, podían pasar aún por maravillosos.

Con todo, no renunciaban al aura mistérica del mago, portador de conocimientos no accesibles a todos y de poderes especiales “sobre las energías y facultades de la naturaleza”, imagen que contaba con una amplia tradición en la línea del neoplatonismo y que se remonta hasta los presocráticos, cuando todavía no se ha producido la división entre esferas del conocimiento y el filósofo debía ser a la vez matemático, físico, moralista y transmisor del principio fundamentador de las cosas. Tal es el caso de Empédocles, más conocido en su época como taumaturgo que como filósofo natural, o de Pitágoras, quien además de realizar aportaciones definitivas a las matemáticas desarrolló toda una doctrina mística sobre los números de la que se convirtió en su principal profeta y sacerdote. Mil años después el propio Newton, que estableció las bases de la mecánica moderna y se atribuyó el descubrimiento de la ley de la gravedad, realizó profundas y convencidas investigaciones en campos tan dudosos como la transmutación alquímica de los elementos y la búsqueda del elixir de la vida, y dio en un primer momento una explicación animista de su famoso principio gravitatorio no muy distinta de la del referido Empédocles, quien habló del amor y el odio entre los cuerpos celestes como motor fundamental del movimiento y responsable de la consistencia del mundo material.

Cierto que, en general, nos estamos refiriendo a una época en que los condicionantes religiosos para el conocimiento eran todavía muy fuertes. Si la ciencia se desarrollaba, lo hacía dentro de una imagen del mundo fuertemente marcada por creencias de este orden, y la tentación de hacerlo al margen de ellas era fuertemente reprimida, como supieron bien Galileo o Bruno. Cierto, también, que la ciencia moderna no ha desarrollado todavía en torno a sí una tecnología. Aunque existen las técnicas, todavía no se ha conformado una ideología tecnológica, que no queda establecida como marco absoluto de referencia hasta bien entrado el siglo XX, una vez completado el proceso de secularización ilustrado. Es cuando la ciencia despliega todo su poder durante los enfrentamientos bélicos que jalonan el pasado siglo cuando la tecnología se hace reconocer como ideología de nuestro tiempo. Pero la ciencia como idea y su método se abren paso en Europa, en un primer momento, con el puro propósito de conocer (no de dominar el mundo) y las técnicas, en cuanto aplicación del método científico, se desenvuelven dentro de los límites piadosos de la obediencia a las leyes de la naturaleza, y a ser posible sin chocar de frente con el mundo sobrenatural. Pero en esta visión naturalista de la magia, y en la referencia a los poderes ocultos que invisten al iniciado, existe ya el germen de una ciencia vertida por completo hacia su dimensión práctica, empeñada en dominar interesadamente el curso de las cosas y las personas.

La tecnología se ha vuelto capaz de producir efectos con los que no soñaban nuestros antepasados más crédulos, aquellos que leían a Julio Verne y cifraban en el proyecto de Ilustración, extendido a todos los campos, la esperanza de una mayoría de edad y de una liberación para el género humano. Liberación del miedo y la superstición, de la dominación del hombre por el hombre, de las enfermedades de la carne y de la inmensidad sobrecogedora del mundo. Es discutible que la tecnología, como marco de referencia en el que vivimos, haya aportado grandes avances en todos estos campos. Como los caducos dioses, no sólo se ha convertido en el vehículo de toda esperanza: también ha sabido infundir miedo y respeto con su capacidad definitiva de destrucción. Ha sabido convivir y adaptarse al modo de pensamiento mágico basado en el hechizo: uno puede hallar en internet aplicaciones para consultar el I-Ching o los signos rúnicos, y crecen por doquier las utopías apocalípticas, cargadas ahora de una estética de ciencia-ficción. Lejos de democratizarse, la tecnología no ha dejado de desarrollar innovaciones que multiplican sus capacidades de un año para otro, distribuyéndose desigualmente entre las poblaciones en función de intereses muy marcados. Y a medida que somos liberados de las antiguas infecciones, emergen nuevas alergias, inmunodeficiencias, enfermedades misteriosas en las que muchos cifran el tránsito evolutivo que está por suceder. Los científicos más avanzados, obligados a enfrentarse a los límites de su campo específico de conocimiento, reconocen problemas irresolubles de fundamentación que les obligan a ceñirse a una especie de behaviorismo tecnológico: somos capaces de formular cómo funcionan las cosas, pero no de decir lo que son, ni por qué funcionan así. A medida que crece el radio de nuestro conocimiento se engrandece el círculo de nuestra ignorancia.

Pese a ello, seguimos esperando todo de la Tecnología, de la Trinidad Sagrada conformada según los sabios por la Biotecnología, la Nanotecnología y la Infotecnología, que abanderan el futuro cambio de paradigma. Soñamos ser inmortales gracias a la tecnología, y hay quien dice que esto empezará a ser posible cuando todos podamos guardar en nuestro congelador un tarrito de células madre. Pero ¿de qué me sirve remediar mi desgaste celular si cualquiera puede acabar conmigo con el último ingenio desintegrador de moléculas para robarme la cartera? ¿O cuando puedo perecer joven y sin culpa en una incursión bélica o un atentado terrorista llevado a cabo gracias a las últimas tecnologías?

La tecnología, como ideología que afirma que no habrá problema que no encuentre su solución técnica (ni, implícitamente, ningún horror imaginable sin una expresión factible), se ha hecho depositaria de la Buena Nueva y del Juicio Final. Pero no sin que para ello haya sufrido nuestra experiencia un cierto desecamiento de la ilusión, relegada ritualmente al ámbito escénico como ilusionismo, ya que comprendemos que, en el fondo, todo obedece a un sencillo truco. Somos capaces de contemplar sin conmovernos los espectáculos más asombrosos; nos confiamos sin reserva, con sonrisas impostadas, a los Poderes Supremos; la belleza asalta en cascada nuestros sentidos hasta perder su sentido; el horror, que no nos mata, nos alimenta (no sentimos ya aquel escalofrío). Y hemos obviado a la esperanza porque suponemos, de antemano, el futuro. Hemos aprendido a decepcionarnos antes que a ilusionarnos. La maravilla cruza ante nuestros ojos a toda velocidad, sin dejar posos ni estela. Cuando todo resulta factible, cuando basta soñar algo para que el mercado lo ponga ante tus ojos en tres dimensiones, resulta difícil detenerse en el encanto del descubrimiento.

La magia no existe, pero la tecnología promete mucho más. Pero hay algo que queda por el camino en ese tránsito del encantamiento al hechizo y de éste al truco, algo que tenemos que rebuscar en la mirada del niño o, si somos aún capaces, en aquella experiencia originaria que daba forma a nuestro mundo con sus tabús y sus mitos. Es algo que todavía nos asalta, como si no reconociese su exilio, cuando lo hace también la incertidumbre o cuando por cualquier motivo se nos rompen los esquemas. Esfinges del camino que, pese a tantas y tan concretas respuestas, nos descubren desnudos, improvisados, locos. La modernidad ha disparado la fragmentación del conocimiento, los cambios de paradigma, la renuncia a la metafísica, y todo su desciframiento nos abandona a un abismo de sentido, a una desmotivación total. Nuestra experiencia del mundo pudiera estar atravesando por un proceso que Walter Benjamin analizó a propósito de la incidencia de la reproductibilidad técnica en la recepción de las obras de arte, una suerte de desauratización de consecuencias ambiguas. Hablaríamos, entonces, de una desauratización del mundo en base a la experiencia tecnológica que tenemos de él.

Benjamin define el aura, a propósito de la contemplación de las obras de arte, como “manifestación irrepetible de una lejanía, por cercana que pueda hallarse”. Su caída, relacionada con la aparición de técnicas de reproducción de imágenes cada vez más sofisticadas, venía a suponer la pérdida del valor cultural de la obra de arte, de su profundidad y de su engarce con la tradición (es decir, gran parte de su sentido) en favor de su mero valor exhibitivo. Benjamin se esforzaba por enumerar los aspectos positivos del proceso, dado su carácter inevitable: la autonomía de la obra respecto de su contexto de producción, la accesibilidad de las masas y su consiguiente democratización, la constatación de una nueva dimensión social para el arte que se sobreponía a su antigua dimensión religiosa y autoritaria… Pero, en última instancia, toda la obra de Benjamin constituye una llamada de atención acerca de la necesidad de reencantar la experiencia, sea a través de estrategias alegóricas que llenen el vacío dejado por el símbolo, sea a través de un tipo de iluminación profana que no aspira ya a la revelación de la totalidad, sino que se ajusta a la naturaleza fragmentaria y dislocada de nuestra percepción moderna.

Lo que una desauratización tal comportaría en relación con nuestra experiencia del mundo sería algo mucho más grave. En el supuesto de que pudiese llevarse a cabo completamente supondría la pérdida de profundidad de toda experiencia, arrastraría consigo las fuerzas de la imaginación e implicaría la renuncia a toda construcción posible de un sentido que no viniese dado exteriormente. La restauración del encanto de nuestra experiencia del mundo se convierte en una labor tanto más urgente cuanto más improbable parece. Improbable porque no puede pasar por encima de un modo de vida tecnológico que ha impuesto su norma como condición de vida, ni puede recaer en la forma desprestigiada del hechizo, cuyas manifestaciones degradadas se imponen hoy a la conciencia como publicidad, mercancía o nuevas tecnologías. En definitiva, no puede asumir ningún tipo de regresión, ni vivir en un estancamiento que la amenaza de forma definitiva.

La crisis total, anunciada desde hace meses por las fuerzas vivas de la economía, desde hace años por ciertos visionarios con puntos de vista radicales, puede acabar manifestándose como una crisis más honda de conciencia que dispare un cambio cultural. Unos y otros saben, aplicando a ello su conocimiento científico o su intuición, que no se trata de una crisis del modelo, sino de una crisis de modelo. No es un proyectil desbocado ni un loco suelto: algo falla en los cimientos del edificio. Nuestra concepción del mundo, los fundamentos de nuestra experiencia, el valor y el sentido de las cosas habrán de ser revisados. Cuando ya nadie reniega del desarrollo tecnológico, que ha imprimido a nuestro mundo la velocidad que nos impide bajarnos de él, parece que todos los grandes problemas hunden sus raíces en ese mismo desarrollo: agotamiento de los recursos energéticos, calentamiento, dispersión de artefactos destructivos que convierten a los ejércitos en cínicos "misioneros de la paz"... Pero quizá se nos pasa por alto un problema de naturaleza más radical, un problema de fondo que permite que afloren los demás y produce la impotencia para afrontarlos: la pérdida de autenticidad de nuestra experiencia anegada en el flujo de simulacros, la eliminación perfecta de un "mundo real" sobre el que posar los pies, el desprestigio de lo maravilloso y el reinado suplantador de lo insólito, la atomización de la imaginación en miles de fantasías recurrentes, sin capacidad operativa, que resultarán muy útiles a la hora de clasificar las frustraciones, la ausencia de discursos integradores que doten de sentido nuestro bregar cotidiano. Ésta es la situación que hace de la rebelión en el plano sensible una cuestión radical, y ya no un añadido colorista sustentado por vanguardias periféricas, en el fondo satisfechas de su papel, porque están satisfechas de lo demás.

La reivindicación de la ampliación de la experiencia, de su apertura ingenua a lo maravilloso posible, ya no se alza contra el aburrimiento condicionado ni se regodea en su creatividad mesiánica: es cuestión de vida o muerte cambiar los modos de relación entre individuos, y de éstos con el mundo. El deseo ignorado se ha vuelto necesidad.

extraido de http://www.gruposurrealistademadrid.org/luis-navarro-encanto-hechizo-truco

domingo, 6 de junio de 2010

Hacia una experiencia colectiva del dormir no enajenado x Vicente Gutierrez


“Mis datos acerca de la vida onírica de grupos Senoi de diversas edades indican que el sueño puede llegar a ser, y sin duda es, el tipo más profundo de pensamiento creativo. Al observar las vidas de los Senoi se me ocurrió que la civilización moderna podría estar enferma porque la gente se despojó, o frustró él desarrollo, de la mitad de su capacidad de pensar. Tal vez la mitad más importante"

Kilton Stewart

“El poeta venidero superará la idea deprimente del divorcio irreparable del acción y del sueño”

André Breton

Es innegable que la vida cotidiana se enriquecería en gran medida si se lograse integrar en ella todo lo relacionado con el sueño. El motivo principal reside en la relación existente entre los sueños y algo tan esencial para el ser humano como el deseo de libertad. Porque el sueño acapara más de la cuarta parte de nuestra vida y a veces más de la tercera, y sin embargo el tiempo que se invierte en el dormir, para la dominación actual, es y debe seguir siendo un tiempo muerto. A mi entender, esta represión del impulso onírico es una mutilación en toda regla. La cuestión del soñar pues, debe ser tomada seriamente. Claro que encontramos numerosos obstáculos a la hora de afrontar tal cuestión. A pesar de las investigaciones realizadas durante estos dos últimos siglos, la cantidad de cosas que seguimos desconociendo acerca de los sueños es inmensa. Por si esto fuera poco nos enfrentamos también a la lamentable confusión que revolotea en torno al término “soñar”. Sus connotaciones son diversas y en algunos casos antagónicas. Hay una especie de tendencia a relacionar el fenómeno onírico con el soñar ilusorio que se produce durante la vigilia. Y aquí no puede nacer más que una contaminación entre dos modos de ser: entre la imaginación desencadenada en los sueños y el pensamiento ilusorio fomentado, por ejemplo, desde los medios de comunicación. No olvidemos que una de las numerosas estrategias de la dominación ha consistido en sustituir el pensamiento imaginativo por históricas formas concretas de ilusión, supeditando pues, el uso de la imaginación al uso de la ilusión. Otro obstáculo que impide una experimentación plena ya fue señalado por André Breton y tiene que ver con la culpabilidad en el sueño. Existe la creencia de que hay algo en los sueños que debemos esconder a toda costa, lo que los confina, en la mayoría de los casos, al terreno estrictamente individual. Breton lo denominó: el muro de la vida privada. Y en este sentido no dudó en criticar el temor pudoroso del mismísimo Freud a la hora de escribir acerca de sus propios sueños, por miedo quizá a ser objeto de perversas interpretaciones. Ese muro nos impide, entre otras cosas, compartir los sueños y dar el salto a la experiencia colectiva del soñar. Los sueños pasan a formar parte de la vida íntima. Pero el gran obstáculo que frena toda posible experimentación es sin duda el principio de realidad: la existencia del trabajo asalariado, que ocupa casi toda la existencia de los individuos.

A mi entender, no hay fenómeno más misterioso, más intenso que el del sueño. En esos agujeros olvidados de la vida vive la vida. En ellos, hay un más allá en el que puede caber el universo entero en sus estadios pasado, presente y futuro. También es evidente que en ellos generamos un modo distinto de pensar. Pero podemos ir aún más allá; Lawrence Lessing sugirió que existe un nivel más profundo de actividad onírica dentro del llamado sueño profundo en el que aflora un nuevo pensamiento, de índole más abstracta, diferente del que aparece en los periodos REM durante el sueño ligero y, por supuesto, diferente también del pensamiento llamémosle “convencional. Los psicoanalistas, por ejemplo, ven en el sueño una regresión protectora a un estado que puede dar lugar a un tipo de pensamiento poético que recupere la inocencia inicial y provoque una extrañeza aún más acusada de los sentidos. Por si esto fuera poco, en el sueño, el individuo adopta una relación distinta para con los demás; se desarrolla una relación entre individuos en la que no intervienen las formas convencionalizadas de la moral y la estética.

Sin embargo, en nuestra civilización los sueños solamente ejercen acción en un terreno evaporadizo. El hombre ha supeditado sus sueños al descanso. Esta es la devaluación de la actividad onírica. Por desgracia, en nuestras sociedades el cuerpo ya no extrae su valor de ser portador de los sueños. Y sin sueños no hay gratificación integral en la experiencia de la vida. Es indudable que el modo de vida actual arrastra consigo una separación brutal entre el sueño y la vigilia; se ignora la sedimentación que se produce en nuestro inconsciente. Y aquellos que plantean una distribución del dormir diferente a la comúnmente aceptada son rechazados, o aceptados pero a nivel patológico. Lo verdaderamente nocivo en este proceso de devaluación no es sólo que se destruya la ancestral relación que fusionaba sueño y vigilia, sino que, paralelamente a esa disminución de las posibilidades del espíritu, degrada en nosotros lo que se consideraba como característica de lo humano: el deseo de libertad. Surrealistas como Gherasim Luca o André Breton han sido algunos de los pocos en plantearse este hecho, a mi modo de ver, crucial. Breton lo hacía en estos términos: “no podemos desinteresarnos de la manera en que reacciona el espíritu en el sueño, aunque no sea más que para deducir de ella una conciencia más completa y más precisa de su libertad” y se detiene ahí antes de insistir en la necesidad de alcanzar ”un conocimiento mayor de las aspiraciones fundamentales del que sueña al mismo tiempo que una apreciación más justa de sus necesidades inmediatas”[1] Ciertamente, el inconsciente conoce mejor que el consciente la búsqueda de valores esenciales para alcanzar la libertad. Y esta es otra de las virtudes propia de los sueños, tal vez la más poderosa, que el sistema de dominación destruye con más perversidad.

La situación actual es lamentable; la mayoría de la gente nunca se ha planteado el problema de la desonirización de nuestras sociedades. Además, existe un desinterés generalizado para con esos sueños que son recordados al despertar. Los hombres no viven sus propios sueños; no duermen para soñar sino para descansar. Y esto ocurre porque a muchos no les queda más remedio que ajustarse a los horarios preestablecidos por el control sobre el trabajo social. Y mientras duermen no viven; descansan. Duermen enajenados. Es bien sabido que el dormir enajenado tiene unas potentes restricciones impuestas sobre la libido. El dormir enajenado es la ausencia de gratificación, de autoconocimiento, la negación más grotesca del principio del placer. De este modo el tiempo del dormir, que ocupa gran parte del tiempo de vida individual, es un tiempo vacío. El dormir es arrinconado a la noche y es desviado para que los sueños actúen de una manera socialmente inútil. Este subyugamiento, por medio de los horarios generalizados que impone la sociedad del trabajo, cubre de una manera más completa el conjunto de la sociedad. Todo lo relacionado con los impulsos más fundamentales, entre estos el de deseo de revuelta, es arrojado a ese tiempo vacío del dormir para que el inconsciente lo mastique y lo diluya hasta hacerlo desaparecer. El cuerpo y la mente son reducidos a meros instrumentos del dormir enajenado. Gracias a ese control básico del sueño el dormir es hoy en día una mera relajación pasiva y una recarga de energía para el trabajo.

Afortunadamente no todas las formas y modos del dormir son irreconciliables con el principio de placer. La alteración de la distribución del tiempo del dormir puede potenciar considerablemente el flujo de los sueños. Incluso las relaciones humanas relacionadas con el dormir (sueños colectivos o puesta en común de los mismos, por ejemplo) pueden proveer de una considerable descarga de impulsos de componente libidinal, pasional o eróticos. Para ello he introducido la noción de un dormir no enajenado. ¿Pero en qué consiste este dormir no enajenado? Una forma de materializar ese nuevo dormir es el de la alteración de las horas del descanso. Se trata de una redistribución de las horas del dormir bien diferente, que se adapte a las exigencias corporales y psicológicas de cada individuo. Este cambio en la rutina diaria puede presentase como brusco o progresivo, discontinuo o persistente; la gran diversidad de disposiciones y de reacciones en relación con una alteración de tal embergadura dependerá mucho de las características psíquicas y fisiológicas de cada individuo. El doctor M. Eck afirma que “existe una disciplina de la duración del sueño, y es cierto que la regularidad en el número de estas horas de sueño y en los horarios para acostarse y levantarse forma parte de una educación de la voluntad (…) esta disciplina es, a menudo, más una baza forzada, que la expresión de una libertad.”[2] Lo que viene a decir que la organización represiva de los sueños se debe a factores que no son inherentes a la naturaleza de los sueños sino que son producto de las específicas condiciones históricas bajo las que se desarrollan[3].

Puesto que la historia de la civilización occidental es la historia de la industrialización total, el colofón de esta historia aberrante la hemos alcanzado ya y es la desonirización total de los instantes vividos. Los hombres deberían volver a experimentar sus sueños -como han hecho y hacen ciertas sociedades tribales- después de haberlos arrinconado artificialmente en su inconsciente. Buen ejemplo es el de la tribu de los Senoi, en Malasia, para quienes los sueños eran el lugar privilegiado de acceso a lo real. Toda su existencia individual y comunitaria giraba en torno a la experiencia onírica, que era un aspecto prominente de la educación de los niños y un conocimiento corriente para todos los adultos. Para ellos, la puesta en común de los sueños era un aspecto más de la educación y del trato social cotidiano. Discutian y analizaban los sueños de todos los miembros de la comunidad en consejo. Mediante esa integración del fenómeno onírico en la sociedad, los Senoi llegaron a un avanzado estado de cooperación e integración social y física en el que los sueños eran tratados como réplicas psicológicas del entorno socio-físico[4]. No dejo de imaginar las ventajas de aplicar este tipo de métodos y de relaciones interpersonales tan asombrosos en nuestra sociedad. Se trata pues de intervenir en la trama de la vida social. Y por desgracia la vida social se encuentra llena de represiones.

En efecto, la atenuación e invisibilización de los fenómenos oníricos pertenecen a ese cimiento básico de la represión, con lo que el progreso normal hacia la fusión de vigilia y sueño ha sido saboteado de tal manera que los sentimientos, emociones e impulsos instintivos se ejercen tan sólo en la vigilia. Porque la organización de la civilización requiere de una estricta organización del tiempo del dormir de los individuos que la integran, especialmente de la clase trabajadora. Y la distribución de las horas del descanso imperantes provoca que, por un lado el durmiente se desentienda de los sueños que aparecen en las fases intermedias del descanso y por otro lado, al estar obligado a madrugar y acudir cuanto antes a su puesto de trabajo, olvide ese último sueño que interrumpe el despertador, desvaneciéndose sin más. Antes incluso de la llegada de la civilización industrial, la técnica de la manipulación en masa ya tuvo que desarrollar una industria del descanso que controlara directamente el tiempo del dormir. Y actualmente, esa organización represiva del descanso es ya indispensable para prolongar la dominación actual. El Estado ha tomado la tarea de reforzar tales controles porque sin esta organización represiva, el durmiente podría sentirse dueño de sí mismo, y también dueño de su tiempo. Y tal vez, impulsado por un conocimiento más amplio de las potencialidades de liberación de la realidad del dormir y por la energía desencadenada en tal experimentación, éste atentaría contra sus propias limitaciones externas y lucharía por abarcar un campo todavía más amplio de relaciones existenciales, haciendo explotar las actuaciones represivas de la dominación. Las prácticas relacionadas con el dormir podrían convertirse en un gran obstáculo para la producción y por tanto para la perpetuación de la dominación. Estamos pues, ante un conflicto de índole biológica y de índole social entre el principio de placer y el principio de realidad, entre el soñar y el trabajar.

La cuestión de los sueños debe resolverse entonces desde dos niveles bien diferentes, pero sometidos a interacción: el nivel biológico filogenético y el nivel sociológico. No se trata tan sólo de su puesta en común, sino de integrarlos en la vida social y que pasen a formar parte de esos vínculos afectivos y emocionales que ejercemos hacia las personas con las que convivimos. Tampoco se trata de reducir o prolongar las horas del sueño, sino de acomodarlas a las exigencias individuales, secuenciando periodos alternativos de sueño y vigilia. Se reconoce incluso en la comunidad científica que las adaptaciones individuales son innumerables. Por otro lado, tampoco hay datos científicos que nos permitan concluir sobre la duración ideal del dormir; sucede que hay individuos a los que les es suficiente con dormir pocas horas; otros individuos, en cambio, requieren de mucho más tiempo. Incluso esa duración varía en función de la estación, estados de ánimo, alimentación, temperatura… Por esta razón, “no es una exigencia natural el hecho de que estos ritmos de sueño nos alejen del estado consciente a las mismas horas todos los días, al caer la noche, por lo general (...) cada ser viviente adquiere el ritmo nicteneral del sueño mediante una adaptación de las exigencias psicológicas a las necesidades sociales”[5] Uno se sorprende al ver lo distantes que se hallan esas necesidades sociales de las verdaderas necesidades del individuo.

Iniciemos o no ese camino de autobúsqueda, nos encontramos ya inmersos en un modo de vida impuesto, pero también sometido a cambios. Ya el mismo sistema de dominación, ayudado por nuestra indiferencia, nos marca el camino a seguir y aporta sus propias “adecuaciones”; es curioso que los únicos estudios que plantean adecuaciones del sueño son los que realizan determinadas empresas para adaptar los cambios de turno de determinados trabajos. Desde estas empresas se advierte que el dormir debe hacerse en cantidad suficiente, pero con el único fin de que ese descanso sea útil de cara a proporcionar una relajación y un descanso eficaces que preparen para el trabajo. Y muestran especial interés en estudiar qué horarios o formas de vida desorganizan la cadencia del sueño del trabajador de forma menos agresiva, para que éste no engendre fatiga nerviosa, por ejemplo. Estos nuevos esclavistas son conscientes que alteraciones de este tipo provocan a su vez la transformación del propio ser del durmiente; bien para hacerlo aún más sumiso, bien para desencadenar en él un proceso de liberación interior.

A propósito de las relaciones entre sueño y vigilia he tenido experiencias conmovedoras estos últimos meses: cambios drásticos de horario y en la duración de los sueños, repercusiones del cambio de alimentación en el ritmo del sueño, la construcción de mapas psicogeográficos oníricos, despertares provocados... Los resultados han sido asombrosos. A continuación describiré una serie de experiencias que tienen que ver con las alteraciones de las costumbres del descanso, con el fin de convertir al sueño en una experiencia integral de libertad y gratificación. Traigo aquí una cita de André Breton que no me cansaré de repetir: “parece que no podemos hacer nada mejor que experimentar en nosotros mismos el método en cuestión, a fin de asegurarnos de que el ser sensible inmediato que tenemos incesantemente a la vista y que es nosotros, somos capaces por dicho método de pasar a ese mismo ser mejor conocido en su realidad, es decir, ya no como ser inmediato, sino en varias de sus nuevas relaciones esenciales (unidad de la esencia humana y del fenómeno del sueño).”[6] Desde siempre me he planteado la posibilidad de estudiar el proceso onírico que contínúa, aunque debilitado, en el proceso del despertar. Estoy hablando del ensueño. Me propuse estudiar en mis propias carnes el mecanismo orgánico que está detrás de este fenómeno para ponerlo al servicio del principio del placer.

Teniendo en cuenta que hay un marcado ritmo biológico determinado que incluso prosigue de algún modo al tiempo de vigilia, me planteé la posibilidad de aprovechar estas fases naturales del sueño con el fin de fusionar sueño y vigilia e iniciar un proceso de expansión interna que ensanchara los límites de la vida al de las necesidades subjetivas más fundamentales[7]. Ahora bien, ¿cómo se podría materializar esa fusión de forma concreta? Dentro de estos ciclos se va del sueño profundo al sueño ligero de forma intermitente. Considerando que dormimos una media de 8 horas por noche y la duración de cada uno de esos ciclos -en los que se generan los sueños- es de hora y media, tendríamos la estimación de unos 4 sueños por noche. Pero el ritmo de vida impuesto por la sociedad del trabajo nos obliga a permanecer dormidos durante todo ese proceso, con lo que todo ese material onírico es condenado al olvido. Ahora bien, si el sueño ligero es el que nos prepara para despertar, tal vez sea ese el terreno propicio para provocar tal fusión. En estas subfases podríamos autoprovocarnos un despertar paulatino, no brusco y realizar un subrayado del sueño, incluso podríamos transformarlo en un sueño lúcido con el que poder jugar. Y dar el salto, tras un breve periodo de tiempo en estado de semisueño, al siguiente sueño profundo. Claro que para ello habría que ejercitarse. El durmiente se hallaría inmerso en una dinámica que alternaría sueño y vigilia de forma más continuada, estableciendo un diálogo directo y profundo con su inconsciente. El durmiente podría prolongar cada subdespertar a su antojo, pues podría resultar indispensable prolongar una velada en aras de un disfrute más exhaustivo y esclarecedor de determinados sueños.

De modo que elaboré una estrategia para “cazar” mis propios sueños, calculando la duración de los intervalos implicados en su aparición. Primero planifiqué un nuevo horario: las 24 horas del día quedaban divididas en 2 grandes bloques; cada bloque consistiría en 3 subciclos de 2 horas destinadas al dormir, entre estos ciclos de sueño, insertaría subfases de 1 hora que comenzarían con despertares ligeros provocados, durante los cuales procedería al subrayado del sueño en un estado intermedio entre vigilia y sueño (con su consiguiente anotación inmediata). Tras estas 8 primeras horas habría un despertar fuerte, este despertar se prolongaría durante 4 horas, que se aprovechará para almorzar. Tras esta fase volveríamos a repetir otro segundo bloque de 8 horas similar al anterior. Tras este segundo bloque daría paso a una fase de vigilia de unas 3 horas en la que volver a almorzar.

En un principio se trataba de una propuesta teórica provisional, pero no tardé en llevarla a la práctica. Elegí el verano de 2007, ya que había decidido no trabajar durante ese largo periodo. Por fortuna, tuve la ocasión de pernoctar durante un periodo largo de días en casa de una amiga, quien aceptó participar en tales experiencias. Es bien sabido que no sólo el cambio de horarios, sino el cambio de lugar fomenta considerablemente la aparición de sueños. Cada subciclo de dormir lo realizaba en lugares diferentes de la casa: unas veces en el sofá del salón, otras en el dormitorio de ella, otras en la cama de invitados… lo que influyó considerablemente. Tengo que reconocer que fui algo desordenado a la hora de cumplir con los horarios marcados, no sólo por la pereza; también me vi en la obligación de hacer diversas adaptaciones, en función de reacciones imprevistas de mi propio organismo. La primera fase la inicié a eso de las 12 de la noche. Curiosamente algunos de los 3 subdespertares provocados no coincidieron con la aparición de sueños. De hecho, hubo dos despertares que sí coincidieron con la aparición de un sueño y que se produjeron sin la ayuda externa del despertador, quizá causado por la sugestión de verme incluido en un experimento. Estos dos despertares no coincidieron con el horario programado, sino que se produjeron tras unos lapsos de tiempo de dos horas o dos horas y media. Al 3º día de estar realizando estas experiencias, tuve la sorpresa de comprobar cómo era capaz de despertarme sucesivamente sin la ayuda del despertador. Había conseguido acomodar al organismo a esos tres subdespertares. Por otro lado, encontré diferencias entre el bloque nocturno y el bloque diurno. Durante el primero me era más fácil reconciliar el sueño. Por el contrario, en el segundo bloque, hubo rachas de más de 2 horas en las que no podía dormir. Relacioné este hecho con la fuerte acomodación que supone haber estado toda la vida destinando el día para la vigilia y la noche para el dormir. Sin embargo, antes de tener que interrumpir la experiencia, sí que noté cómo mi organismo se iba adaptando al nuevo ritmo. Prolongué este nuevo modo de dormir durante 3 semanas, tiempo suficiente para apreciar las enormes ventajas de su aplicación real.

Con relación a la posibilidad de experimentar sueños mutuos me detendré, a modo de ejemplo, en la siguiente anécdota: una noche, mi amiga y yo nos habíamos echado a la cama, desnudos, felices y cansados de haber hecho el amor efusivamente momentos antes, a eso de la 1:20 (según anotaciones hechas en mi informe) Días antes, había estado ya practicando el despertar provocado sistemático, con lo que llevaba ya varias noches despertándome repetidas veces, sin ayuda de despertador. Aquella noche, a eso de las 3:35, me despertó la intensidad provocada por el siguiente sueño:

"Caminaba de noche, por la calle Tetuán de Santander. Me aproximaba a la boca del túnel que conecta Puerto Chico con Los Castros. Ante mí, tenía la gran boca del túnel, y a mi izquierda la carretera. Los arbustos cercanos no me dejaban ver bien la carretera, pero aprecié la parte de un coche; la parte de la ventanilla, donde una mujer joven apoyaba su cabeza en el cristal y dormía. Sonaba un tema de Rita Mitsouko. Cuando el coche avanzó y salvó la zona del arbolado me sorprendió el hecho de que sólo existiera la puerta color gris metalizado del coche, lo demás -incluido la mujer- había desparecido. Sólo quedaba esa puerta, que flotaba y seguía el curso de la carretera a gran velocidad. Me giré y la observé asombrado.

Después me interné en una urbanización cercana, próxima al pub Tempus. Atravesé una cancela metálica y vi un soportal. Antes de doblar la esquina que da a la puerta del portal, intuyo la presencia de un hombre sospechoso. Al dar dos pasos más veo que es un hombre de barba, que tiene extrañas manchas negras en la cara. Va vestido con camisa y pantalones vaqueros. De pronto, eleva las manos con intención de agredirme. En ese instante trato de girar para huir de él, pero hay unas rejas enormes que me lo impiden."


Me desperté. El sueño, en este caso desagradable, me llenó de un sentimiento de miedo extremo. Elevó incluso mi temperatura corporal. Mi amiga se despertó, me miró adormecida y volvió a dormirse. Durante la noche me desperté en dos ocasiones más, pero esos despertares no coincidieron con ningún sueño. A la mañana siguiente, mientras desayunábamos y sin yo decirla nada acerca de este sueño, ella me narra, de forma totalmente espontánea, un sueño que ha tenido esa misma noche:

"En su sueño, aparecíamos ella y yo, entrando en su portal. Subimos las escaleras y al llegar a la puerta de su casa, antes de abrir la puerta, ella percibe la presencia de otra persona. Se gira y ve que en el rellano posterior, hacia arriba, hay alguien que nos espera."


¿Cómo describir el estado de ánimo que aquel hecho infundió en mí? Soñar algo similar despertó en mí la curiosidad por ese personaje del que comencé a hacer un seguimiento. En este sentido me voy a permitir contar un sueño posterior, que tuve algunos días después, en aquel mismo dormitorio:

“No sabría precisar si este sueño lo tuve con los ojos abiertos o cerrados. En cualquier caso estaba orientado hacia la puerta del dormitorio. La veía perfectamente. Estaba entornada. De repente vi entrar a un hombre, de aspecto similar al descrito en el otro sueño, pero vestido con ropa deportiva. Sin decir nada se lanzó sobre mí. Me desperté. Creí abrir los ojos, aunque como digo, puede que ya los tuviera abiertos. En ese despertar aprecié, a pesar de ser de noche, la puerta, en la misma posición en la que había estado en mi sueño”

Podría poner más ejemplos pero prefiero no alargarme. Creo que ha quedado claro el tipo de experimentación que propongo. Las conclusiones a las que he llegado han sido diversas. En líneas generales diría: integrar los sueños en la vida diurna provoca una intensificación de las emociones y sentimientos que no suele darse en la vigilia; los conflictos personales se resuelven más fácilmente habiendo accedido al inconsciente y enfrentándose a ellos de forma directa; se alcanza un estado de libertad muy gratificante que pide ser experimentado en la vigilia; potencia la aparición de sueños en serie y a nivel colectivo sueños mutuos, advirtiéndose un mayor fortalecimiento de las relaciones con los demás tanto en la confianza, los sentimientos o la solidaridad.

Vicente Gutiérrez


[1] Los vasos comunicantes. André Breton. Ediciones Siruela, Madrid, 2005. p. 24 y 25

[2] El sueño. M. Eck, P. Laget, P. Lechat. Colección Vivir es saber. Vol. 29 (2ª serie). Aymá S. A. Editora. Barcelona, 1964. p. 17

[3] En nuestro pasado prehistórico el ritmo del dormir era bien distinto, seguramente en ciclos de menor duración. El sueño era una preparación para adaptarse a una situación de peligro y existían mecanismos para distinguir los estímulos que nos alertaban de peligros externos. En la civilización actual esos peligros son inexistentes o muy infrecuentes, de modo que la corteza del cerebro ignora todas esas impresiones sensoriales que ya no están asociadas a un estado de alerta y que son la inmensa mayoría. Por su parte, las exigencias laborales de nuestra sociedad contribuyen a que el dormir dure más horas que en la antigüedad, y se realice en una sóla fase. Pero no hay datos científicos que aseguren la necesidad biológica de distribuir las horas del descanso como hacemos cotidianamente.

[4] Kilton Stewart, Dream Theory in Malaya, publicado en Charles T. Tart, Altered States of Consdciousness, Doubleday & Co., Nueva York, 1969.

[5] Los sueños. Norman Mackenzie. Luis de Caralt Editor, S. A., Barcelona, 1966. pp. 13-14

[6] Los vasos comunicantes. André Breton. Ediciones Siruela, S. A. Madrid, 2005. p. 25

[7] El profesor Nelson advirtió que la cantidad de sueños variaba con los cambios de estado físicos, especialmente alteraciones en la presión de la sangre, del pulso y de la respiración. Sugirió que en el soñar habría un ritmo definido que formaba parte de un proceso psicobiológico. Llegó a demostrar que en la edad adulta, el ritmo básico del sueño tiene un ciclo de unos 90 minutos. El primer sueño aparece tras 90 minutos de haberse dormido y esto sucede porque cuando se está a punto de despertar el organismo segrega sustancias bioquímicas que lo preparan para tal despertar, despertar que no se llega a producir debido a los horarios del descanso establecidos en nuestra civilización. Los estudios aseguran que este sueño dura lo que el cuerpo tarda en eliminar esas sustancias preparatorias, unos 10 minutos. Tras ese periodo el durmiente vuelve a entrar en un segundo ciclo de sueño profundo, hasta que el organismo vuelve a prepararse para otro posible despertar. Los demás sueños se presentan durante la noche en intervalos similares, aunque van siendo más breves. El hecho de que los sueños más próximos a la mitad del dormir duren más, puede ser provocado por el hecho de que al organismo le resulte más difícil eliminar esas sustancias que segrega el cerebro. Eso explica que éstos suelan ser los sueños más intensos. Pero por lo general, tendemos a recordar el último sueño. Y hemos asumido como normal el hecho de abandonar el resto. De hecho ni siquiera los llegamos a olvidar, ya que en la mayoría de los casos nunca se depositaron en nuestra consciencia.

extraido de http://gruposurrealistademadrid.org/vicente-gutierrez-hacia-una-experiencia-colectiva-del-dormir-no-enajenado-0