domingo, 29 de noviembre de 2009
Manifesto psiconautico x Igor Domingo Sacristán
Introducción
El navío de la psique se prepara para zarpar con rumbo a la gnosis. La navegación por la mente, no constreñida por las fronteras que imponen espacio y tiempo, constituye una vía alternativa de utilización de unas sustancias demonizadas por la doble moral, que se lucra a su costa y se divierte con ellas pero las vilipendia públicamente. Lejos del contexto recreativo (aunque no por ello renunciando al componente lúdico del recorrido), el psiconauta se enfrenta a sus propios temores, expande su conciencia, diluye su ego y se ensambla con el todo, accediendo a otra dimensión de la realidad. Se trata de un viaje al interior cuya meta es el autoconocimiento: la sabiduría de la incertidumbre.
En soledad o cuidadosamente acompañado, lejos de mundanales griteríos, en su casa o en la naturaleza, el psiconavegante, en un acto de higiene mental, profundiza en su cerebro, dialoga con su subconsciente, reflexiona, experimenta su propia muerte y renace. Unos otorgan más importancia a la asimilación posterior de la experiencia que al viaje en sí, otros prefieren extasiarse ante el infinito como forma de evadirse de un presente vertiginoso, sin pretensiones de comprensión. Unos y otros, partidarios de Hofmann y acólitos de Leary, occidentales y orientales, chamanes modernos y devotos de tradiciones ancestrales, todos ellos comparten su afición por la ingesta de sustancias modificadoras de la conciencia, ya sean plantas, hongos o drogas sintetizadas en un laboratorio. En ese recoveco de la cognición no existen contornos ni líneas divisorias. Hay quienes defienden la licitud moral de otras vías más laboriosas aunque del mismo modo respetables: meditación, respiración holotrópica, etc. La esencia es la misma: las drogas sólo suponen un atajo maquiavélico, una forma de tecnología que agiliza el proceso.
Asimismo, hay quienes pretenden recrudecer discusiones etimológicas sobre el término más adecuado para nombrar a estos compuestos: alucinógenos, psicodélicos/psiquedélicos, enteógenos… En cualquier caso, las llame como las llame, les conceda un carácter sagrado o no lo haga, quien ha probado estas sustancias entrevé una misma verdad, dotada de una espiritualidad que trasciende cualquier religión, despertando el misticismo interior de cada individuo, más allá de la interpretación que éste quiera otorgarle. Quienes optan por las drogas naturales olvidan que todo, en último término, procede de la naturaleza y que muchos de los venenos más potentes son a su vez naturales. Sintetizar lo positivo descartando lo no deseado no implica un perjuicio mayor. La relativamente escasa toxicidad de la mayoría de estos elixires visionarios asienta sus riesgos en el plano psicológico. Por ello, conviene no perder nunca el respeto a las experiencias, con o sin veneración hacia la droga, de manera frívola o con recato, pero siempre desde una cierta madurez intelectual que permita eludir el naufragio. El psiconauta avezado sabe sortear con maestría los primeros atisbos de un mal viaje y esquivar los obstáculos del abrupto terreno en el que se desenvuelve: sólo la práctica reiterada ―ensayo y error― permite cultivarse en tan venerable disciplina.
Por lo tanto, no podemos de antemano establecer límites a la psiconáutica, abarcando lo inabarcable, pues se trata de una disciplina personal sometida a tantas subjetividades como individuos la practican. El peregrinaje por la razón no esconde señales ni itinerarios definidos; tampoco hay planos que orienten en el rastreo de nuevas dimensiones: los escalones hacia el encuentro con uno mismo varían de un cerebro a otro. Sólo podemos acercarnos, con sigilo, a su esencia y establecer unas pautas de uso común, lejos de supersticiones y tajantes axiomas. Servir de nexo que conjugue opiniones enfrentadas con un interés mutuo: el respeto de la libertad individual y el inalienable derecho a la autonomía sobre el propio cuerpo.
El colectivo de psiconautas en particular y de consumidores de drogas en general adolece de una enorme falta de cohesión: cada uno alaba las bonanzas de lo que él consume y critica lo demás, sin reparar en que todos los compuestos fiscalizados se encuentran en un mismo saco, más allá de sus propiedades particulares. Del mismo modo, para combatir la hipocresía de la doble moral, se hace necesario que un amplio número de ciudadanos usuarios de drogas ilegales salga del armario y declare públicamente y sin miedo su utilización responsable de sustancias al margen de la legalidad. Si en algo aún no han triunfado las drogas es en la gestación de una subversión real y mayoritaria, más allá de gratuitas transgresiones. Estos compuestos, al interactuar con los neurotransmisores cerebrales, nos ofrecen perspectivas diferentes de la realidad, permitiéndonos cuestionar el pensamiento único, reparando en que tal vez lo que nos cuentan no responda a la verdad. No podemos despreciar su poder; al contrario, deberíamos utilizarlo como herramienta para la construcción de alternativas a este suicidio colectivo. Violar sin miramientos todas las normas y leyes injustas, demoler doctrinas y fanatismos, reivindicar la propia identidad y alcanzar espacios de emancipación. Los dadaístas lo llamaban «amíquémeimportismo»: una manera de vivir en la que cada cual conserva sus propias condiciones respetando, salvo en caso de defensa, las otras individualidades. Hay que aprender a reír: reírse de uno mismo, de la vida, de la muerte, de la ortodoxia y la seriedad, de todos los sectarismos. Una sociedad jamás podrá madurar desde la reprimenda, con un Estado que trata a sus ciudadanos como a niños pequeños sin capacidad de decisión.
En definitiva, quienes firmamos este manifiesto nos declaramos consumidores responsables de sustancias psicoactivas, ya sea con objetivos lúdicos, terapéuticos o espirituales, en absoluto identificados con el trato recibido por parte de los medios de comunicación ―según los cuales las únicas relaciones posibles con las drogas ilegales son la dependencia y el abuso―, y reclamamos que, al igual que cumplimos con nuestros deberes como ciudadanos, se respete nuestro derecho a la libertad de introducir en nuestro propio cuerpo lo que nos plazca. Hartos de que se nos manipule con maniqueos argumentos y enemigos inventados, hasta la coronilla de que se utilice a los menores de edad o a los consumidores problemáticos como absurdo pretexto para mantener viva la injusticia. Exigimos otra política de drogas, no represiva y preocupada realmente por la salud pública y por los consumidores, que se aleje de intereses económicos y deje de generar ingentes cantidades de dinero negro atiborrando las prisiones de delincuentes sin víctimas. Que no se vuelva la espalda a la realidad: las drogas existen y seguirán existiendo mientras persista la demanda. Solicitamos, a su vez, que no se establezcan impedimentos burocráticos o legislativos a la investigación con unos compuestos que se utilizan con asiduidad y que, en muchos casos, gozan de una innegable capacidad terapéutica. Del mismo modo, pedimos que se fortalezcan las estrategias de reducción de riesgos y que se dote a los consumidores de la capacidad para integrar las drogas en la vida cotidiana. Como personas maduras y plenamente responsables de nuestros actos, demandamos el mismo trato que reciben el resto de los ciudadanos, que los discursos oficiales cejen en su empeño de persuadirnos de la no conveniencia de nuestras decisiones. Las drogas suponen hoy el mismo tabú que hasta hace unos años acarreaba el sexo: ya es hora de desprenderse del estigma social de una conducta que nos ha acompañado desde los albores de la humanidad.
Manifiesto
Como ciudadanos mayores de edad, en plenas facultades físicas y mentales, perfectamente responsables de nuestros actos, declaramos:
1. Que el ser humano es soberano, individualmente, para hacer con su cuerpo lo que considere conveniente, siempre y cuando no coarte la libertad de otros individuos.
2. Que toda persona tiene el derecho de investigar voluntariamente sobre su propio cerebro el efecto de las sustancias que la naturaleza le proporciona, más allá de consideraciones legales en gran medida alejadas del conocimiento científico.
3. Que el paternalismo a que los gobiernos someten el cuerpo de cada sujeto constituye un delito contra su libertad y está basado en intereses económicos y de subordinación. El experimento de la prohibición, justificado en la preservación de la salud pública y en un afán de control de las sustancias, ha supuesto el efecto contrario al que originalmente pretendía: merma de la salud pública (adulteraciones, contagios, mayor toxicidad de las drogas legales, aumento del número de usuarios, etc.) y un descontrol difícil de reparar debido a las desorbitadas sumas de dinero negro puestas en circulación, con el consiguiente impacto en especulación inmobiliaria, corrupción política, mafias, etc.
4. Que los representantes políticos son culpables de causar dolor al delinquir contra la salud pública, imposibilitando la investigación y el consumo de plantas y sustancias que pueden resultar beneficiosas para el desarrollo de la persona y la sociedad. En ese sentido, deben exigirse responsabilidades por el fiasco mayoritario que han supuesto las políticas sobre drogas, así como abrir un debate público donde se pongan sobre la mesa opciones alternativas viables, empezando por la despenalización de la adquisición, tenencia, fabricación, empleo y cultivo de todas las drogas ilegales.
5. Que el Estado tiene la obligación de facilitar información verídica y datos de pureza contrastada científicamente sobre cualquier sustancia que el individuo quiera probar, velando en esta información por la seguridad y el bienestar de cada uno de sus ciudadanos.
6. Que las culturas, religiones y rituales asociados a las diferentes sustancias merecen el mismo respeto que cualquier otra disciplina, debiendo permitirse su desarrollo con plena libertad. La heterodoxia de los consumidores tiende a diluir barreras sociales mediante el culto al dios interior, estableciendo una relación de respeto con el entorno, la naturaleza y el resto de individuos.
7. Que la educación es la base fundamental sobre la que se apoya el edificio de cualquier sociedad, siendo necesario para el sujeto y la propia colectividad un flujo de información científica y experiencial que permita que el individuo, al igual que elige una religión, pueda adoptar la cultura que una u otra sustancia proporciona.
8. Que las políticas sobre drogas han de tener en cuenta a los consumidores para construir una sociedad integradora, reducir los riesgos y evitar los daños que pudieran derivarse de un uso incorrecto de las sustancias, empezando por la derogación inmediata de todos los convenios y convenciones internacionales antidroga: Convención Única de Estupefacientes (1961), Convenio sobre Sustancias Psicotrópicas (1971) y Convención de la ONU contra el Tráfico Ilícito de Estupefacientes (Viena, 1988). En el caso concreto de España, un buen comienzo sería revocar algunos artículos de la ley Corcuera (L.O. 1/92 de Protección de la Seguridad Ciudadana), sobre todo aquellos que atropellan a los consumidores con abusivas sanciones: artículos 25.1 y 23.h, principalmente.
9. Que los gobiernos mundiales han de interrumpir su celosa labor de rechazo a todas aquellas sustancias y medicamentos susceptibles de producir placer, razón por la cual, no lo olvidemos, se consumen con asiduidad. Asimismo, en la gestión del dolor debe primar la eficacia científica por encima de consideraciones de índole política y/o económica.
10. Que la prohibición de enteógenos y otras drogas constituye una práctica económicamente ruinosa, ineficaz y anticientífica, que fomenta y propaga enfermedades venéreas, impide la investigación biomédica y corrompe a la sociedad obstaculizando el sistema judicial. Las sustancias causantes de ebriedad han sido legalmente utilizadas, de manera natural, durante miles de años, sin suscitar el mayoritario problema que suponen en la actualidad. En consecuencia, exigimos que los ingentes fondos económicos ―pagados con nuestros impuestos― que actualmente se destinan a la represión sean utilizados con fines constructivos, en aras de la normalización y regulación definitiva de las drogas, que engrosarían las arcas del Estado con sus gravámenes, ofreciendo a los usuarios garantías y controles de calidad sobre los productos consumidos.
Justificación
Lejos de acometer el fomento o la condena del consumo de drogas ―que debe constituir una decisión libre y madurada individualmente―, queremos incidir en las nefastas consecuencias que han supuesto las leyes contrarias a su consumo en el ámbito mundial. Frente a su función teórica como instrumento de la voluntad popular, la legislación se ha empleado en la práctica como arma de la mayoría para criminalizar a las minorías, distanciándose en muchos casos del objetivo ideal de justicia. Se trata de una intromisión en la libertad personal que, para colmo de males, no ha conseguido sino agravar el problema que pretendía subsanar.
Excusada en la protección de la salud pública, la prohibición supone, sin embargo, desterrar a las sustancias de los procesos farmacéuticos de control de calidad, sin disuadir a la gran mayoría de usuarios potenciales. Analizando los informes proporcionados por el Observatorio Europeo de Drogas y Toxicomanías (OEDT), se desprende una tendencia clara al aumento en los consumos, en el tráfico y en el número de detenciones, sin que se pueda establecer relación directa entre mayor represión y menor consumo. Asimismo, los costes para la salud pública del impacto de las drogas ilegales son ínfimos si los comparamos con los que acarrean las drogas legales, principalmente tabaco y alcohol. Del mismo modo, las tendencias de consumo reflejan que los consumidores de sustancias ilegales derivan progresivamente hacia hábitos de consumo más saludables. Pese al enorme desembolso social de la prohibición, los supuestos beneficios resultan prácticamente insignificantes.
Por otra parte, la proscripción que sufren las drogas arrastra graves consecuencias ecológicas debido a los programas oficiales para la erradicación de cultivos, con fumigaciones tóxicas que repercuten negativamente en el producto final y contaminación descontrolada de amplias zonas de selva virgen. Al mismo tiempo, las inyecciones de productos procedentes del mercado negro tienen gran parte de culpa en la transmisión del sida y otras enfermedades. Como atestigua Jonathan Ott en su Pharmacotheon, «en Estados Unidos y en Europa alrededor del 25 % de todos los casos de SIDA, principalmente entre heterosexuales y niños, son resultado directo o indirecto de la administración intravenosa de drogas».
Otro de los perjuicios a la salud pública es la detención en seco de estudios e investigaciones sobre las propiedades terapéuticas de varios de los embriagantes prohibidos, como la LSD, comercializada originalmente por Sandoz y con interesantes aplicaciones en psicoterapia, además de su contrastada valía como analgésico de larga duración y coadyuvante en el tratamiento de pacientes con cáncer terminal. Sin embargo, su inclusión oficial en la Lista I la condena a la condición de fármaco sin ninguna utilidad terapéutica aceptada. Pero el ácido lisérgico no es el único perjudicado: compuestos como el cannabis, la ketamina, la MDMA o la tan difamada heroína, con aplicaciones médicas legales en países científicamente avanzados, han demostrado un amplio potencial como medicamentos. Una vez más, los intereses económicos se anteponen al conocimiento científico, frenando así el avance en la comprensión del funcionamiento del cerebro humano. De hecho, varias de las sustancias fiscalizadas son generadas de manera endógena por nuestra materia gris (DMT, morfina, endocannabinoides), mientras que otras actúan por similitud con los neurotransmisores cerebrales. El hecho de que se prohíban principios activos presentes en el encéfalo de los mamíferos constituye una evidente paradoja rayana en el absurdo. Para colmo, la excesiva reglamentación legal ha llevado a Estados Unidos a aprobar la Ley sobre Compuestos Análogos a Sustancias Controladas, que impide incluso el desarrollo de nuevas sustancias cuya composición química se asemeje a alguna de las drogas desautorizadas, aparte de convertir en ilegales todas las especies animales y vegetales del planeta, según los antojos del gobierno.
El principal problema del control sobre las drogas es que éstas se llevan utilizando universalmente desde el principio de los tiempos, se utilizan ahora y se utilizarán en el futuro, por mucho que la ONU siga imponiéndose metas para su erradicación mundial: la próxima, en el 2008. Los datos disponibles no sólo convierten en irrisorias sus predicciones, sino que obligan a replantear la eficacia de tan enorme inversión, en términos sociales y económicos, con la infecunda tentativa de contrariar la voluntad de un creciente número de ciudadanos adultos. Siempre que exista demanda persistirá la oferta. De hecho, el consumo de embriagantes constituye a su vez una actividad común entre los animales. Las leyes en este sentido no hacen sino pervertir el sistema, encareciendo los precios y auspiciando la adulteración: el mayor beneficiario es, por lo tanto, el traficante, mientras que millones de consumidores sufren las consecuencias de un sistema que los trata como criminales.
Cualquier nueva iniciativa legal debería ser sometida a un análisis en términos de eficacia y seguridad. En este sentido, la ley antidroga, que ni siquiera ha cumplido el siglo de vida, arroja cifras cada vez más preocupantes, mientras que los gobiernos eluden con insistencia su diagnóstico, que forzaría el planteamiento de estrategias diferentes. En su lugar, se persevera en la pueril actitud represiva, cuyo logro no ha obtenido más que una eficacia marginal, en un absurdo intento por cambiar el comportamiento de la sociedad. Además, la mayoría de los esfuerzos represivos se centran en castigar al consumidor más que en reducir la oferta, lo que resulta sumamente ineficaz.
Por otra parte, una de las mayores víctimas de la hipocresía actual es la información, cuya transparencia se ha perdido en beneficio del sesgo moralista y la tergiversación coactiva, provocando que muchos hayan retirado su confianza a las tesis oficiales, ampliamente cacareadas, además, por los medios de comunicación. Tanto la banalización de los riesgos derivados del uso de drogas como la exageración de los mismos constituyen actitudes peligrosas y moralmente reprensibles.
Al prohibir ciertos tipos de drogas, los gobiernos no hacen sino promover el uso de otras, como el alcohol o la nicotina, cuya aceptación social no se corresponde con su escasa peligrosidad: de hecho, ambas sustancias son causantes del 12\% de las muertes anuales en el mundo, según un estudio de la Organización Mundial de la Salud (Ginebra, 17 de marzo de 2004). Por su parte, drogas como la cocaína, el opio, la marihuana y las anfetaminas, legalmente prohibidas, causan únicamente el 0,4 % de las muertes, como atestigua el mismo estudio. Lo mismo sucede en otras sociedades, como en algunos países musulmanes, donde se condena moralmente el alcohol pero se aceptan otras sustancias, como el hachís y el opio. Las drogas socialmente aceptadas varían, por tanto, de unas sociedades a otras, pero el problema sigue siendo el mismo.
Si analizamos la historia de la prohibición, comprobaremos que ésta ha estado ligada históricamente a prejuicios raciales y discriminación de las minorías: el opio, para frenar el progreso económico de los emigrantes chinos en EE UU; la cocaína, por ser considerada una droga de negros, acusándola de incitarlos a cometer violaciones; la marihuana, asociada en los años treinta a los emigrantes mexicanos pobres, se prohibió porque el cáñamo hacía competencia como tejido al nylon de DuPont, íntimo del presidente Nixon, lo cual marginaba aún más a los chicanos.
Pero esto no es todo. Volviendo con Ott, «un gobierno como el de Estados Unidos controlador de una lucrativa operación que mueve billones fomentando el uso de drogas legales, mata a cientos de personas inocentes para detener a uno de sus antiguos empleados […], un gobierno que ha envenenado secretamente con LSD y otras drogas a incontables civiles, enfermos mentales y prisioneros, que ha filmado clandestinamente cómo contribuyentes drogados se divertían en la cama con prostitutas pagadas con dinero público, que empujó a uno de sus funcionarios al suicidio poniéndole LSD en su cóctel, que no ha dudado en traficar con narcóticos y cocaína, recaudando dinero sucio para acciones militares ilegales, contra la prohibición expresa del Congreso, no tiene base moral alguna para prohibir ninguna droga».
La mayoría de los problemas asociados a las drogas no son causa de las mismas, sino de su prohibición, y las razones esgrimidas por drogabusólogos y distribuidores de paranoia carecen de base científica, aparte de centrarse en hipótesis difícilmente demostrables, como el hecho de que la legalización dispararía el consumo. Sólo hay que remitirse a los datos: Holanda, país que desde 1976 aplica una política de tolerancia hacia los consumidores de cannabis, presenta un tercio menos de heroinómanos que en España y la mitad de consumidores de cannabis (en ratio por mil habitantes). También es el país europeo con menor tasa de contagio de VIH y otras enfermedades venéreas entre heroinómanos: sólo hay que comparar los diversos informes del OEDT.
Mo Mowlan, ex ministra por Irlanda del Norte y ex responsable de la política sobre drogas del gobierno británico, afirmaba en un artículo publicado en The Guardian el 9 de enero de 2003: «Las drogas en este país son casi más fáciles de conseguir que el alcohol: la oferta de esas sustancias no está limitada por regulaciones como las que limitan la venta de bebidas alcohólicas; un número importante de personas, sobre todo adolescentes y jóvenes, fuman marihuana y muchos consumen también éxtasis y cocaína. No son delincuentes; son personas que usted conoce. Es gente que perfectamente podría estar sentada junto a usted en el trabajo, o viviendo en su casa. Y se les está obligando a un contacto casi diario con el crimen organizado. ¿No es una situación delirante? Deberíamos encontrar algo de sentido común […] y empezar a pensar cómo legalizar las drogas y cómo despenalizar nuestra sociedad. Reconozcamos la realidad y empecemos por reducir la cantidad de presos que están saturando las prisiones. Empecemos a distribuir las drogas a través de establecimientos autorizados y debidamente regulados, donde, a diferencia de los traficantes callejeros de hoy, la posibilidad de tener que vérselas con alguien que empuña una pistola sea virtualmente igual a cero. Admitamos que lo estamos haciendo mal, dirigiendo nuestros miedos y prejuicios contra ciertas drogas para cumplir unas políticas obcecadas que tienen efectos sociales nefastos».
También en España se han alzado voces paralelas. Sin ir más lejos, José María Mendiluce, en un artículo publicado en El País el 27 de marzo de 1995, afirmaba lo siguiente: «El informe recientemente publicado por la Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes […] constata que en el último año, siguiendo la misma tónica que en años anteriores, se ha producido un marcado aumento del consumo de sustancias prohibidas, se han incrementado la violencia y la delincuencia, así como la peligrosidad en la lucha contra el narcotráfico, y, en lógica consecuencia, se aboga, se exige casi, continuar con la política de intolerancia, represión y victimización de millones de personas implicadas en la cadena de producción, distribución, consumo y terapia que se ha ido tejiendo en torno a las drogas prohibidas. Es obvio que el camino emprendido desde que se inició, bajo los auspicios de Naciones Unidas y en el marco de los acuerdos de Ginebra de 1963, la senda de la prohibición, ha demostrado no ser la vía que conduce a la superación del problema. Más bien —de continuar con la actual política de intolerancia y represión—, este camino conduce a un abismo cada vez más profundo. El empeño en no rectificar, por parte de los burócratas y responsables políticos de Naciones Unidas, se asemeja a una (involuntaria quizá) conspiración perversa de estos expertos y dignatarios, que en su ingenua y utópica ceguera quizá consigan que este abismo se vaya llenando, año tras año, de mayor número de seres humanos muertos, enfermos, encarcelados, perseguidos, marginados, prostituidos, camellos de poca monta, policías y militares corruptos, inductores arrepentidos, trabajadores sociales y sanitarios frustrados, y un largo etcétera de miserias».
En lo que respecta a las soluciones, Francisco Ayala, narrador y crítico español, publicaba en El País, el 18 de agosto de 1988, un artículo, titulado «La droga, entre la moral y el derecho», que concluía así: «Una cosa es evidente: la despenalización, si hubiera de efectuarse, tendría que llevarse a cabo de manera coordinada en todas partes. Decretada por un solo gobierno, convertiría de inmediato al país correspondiente en depósito franco para el comercio de la droga y centro de atracción de sus adictos. Sería, pues, indispensable poner en práctica de forma conjunta y concertada, quizá paulatina, acaso oficialmente controlada, la liberación de su venta. Pero ello requiere un acuerdo firme entre los gobiernos de los países afectados, y de modo principal Estados Unidos. Mi impresión, según veo las cosas, es que de ellos tal vez pueda partir también la iniciativa para rectificar el funesto error cometido cuando se quiso convertir al poder público en guardián de la moralidad privada».
El mismísimo Gabriel García Márquez, en su «Manifiesto a favor de la legalización de las drogas» (Cambio16, 29 de noviembre de 1993), apuntaba que «la polémica sobre la droga no debería seguir atascada entre la guerra y la libertad, sino agarrar de una vez al toro por los cuernos y centrarse en los diversos modos posibles de administrar la legalización. Es decir, poner término a la guerra interesada, perniciosa e inútil que nos han impuesto los países consumidores y afrontar el problema de la droga en el mundo como un asunto primordial de naturaleza ética y de carácter político, que sólo puede definirse por un acuerdo universal con los Estados Unidos en primera línea. Y, por supuesto, con compromisos serios de los países consumidores para con los países productores». Podemos encontrar, a su vez, una interesante propuesta de acciones concretas encaminadas a la regulación de las sustancias ilegales en el portal de Internet Politicadedrogas.info, donde Santiago Tena presenta un método formal —la planificación estratégica— para intentar objetivar la respuesta ante el creciente uso de drogas ilegales, esbozando un posible plan de acción de alto nivel para cubrir la misión de preservar la salud pública.
Queda clara, pues, la necesidad de dar pasos en el sentido contrario a la represión que se viene fraguando en la actualidad, que debe tratarse de una acción conjunta por parte de varios Estados, y que la iniciativa habría de emanar de la primera potencia mundial. Como es muy poco probable que la patria del puritanismo reconozca su fracaso, quizás haya que esperar a que la situación caiga por su propio peso, o a que la presión por parte de los consumidores obligue a rectificar. No se puede bajar la guardia. Como afirmaba, a modo de colofón, Martín Barriuso en el seminario internacional «Exploring Global Prohibition Regimes. The Case of Dangerous Drugs», organizado y celebrado en The International Institute for the Sociology of Law, de Oñati (Guipúzcoa), del 20 al 22 de junio de 2001, «la prohibición goza de buena salud […], pero eso no significa que las cosas no puedan cambiar. La experiencia de los últimos años muestra que es posible poner en marcha programas novedosos de reducción de riesgos y abrir nuevas vías legales para la normalización, mediante la presión a escala local, permitiendo cambios descentralizados, discretos y efectivos. Ello exige un fino análisis de las estructuras de poder en materia de drogas en cada región, una estrategia clara y realista para enfrentarse a las mismas, métodos de acción flexibles y audaces y, sobre todo, mucha imaginación. El movimiento de oposición a la barbarie prohibicionista se juega el tipo frente a una estructura de poder compleja y bien defendida, dirigida por mentes lúcidas, armadas de información ingente y un adecuado nivel de cinismo e hipocresía, pero cuya principal debilidad es la de llevar demasiados años jugando en un tablero trucado y con el árbitro comprado. Esa misma naturaleza vetusta, ese carácter mastodóntico, es el talón de Aquiles de la prohibición de drogas, un muro ciclópeo cuyas piedras tal vez nadie pueda derribar de momento, pero por cuyas grietas pueden llegar a pasar muchos, a condición, eso sí, de que sean lo bastante flexibles».
Quien desee ampliar información puede encontrar una amplia selección de textos, artículos y titulares de prensa relacionados con el asunto, desde el año 1900 hasta nuestros días, en la página web del infatigable investigador histórico Juan Carlos Usó: Mundo Antiprohibicionista (http://perso.wanadoo.es/jcuso/).
Igor Domingo Sacristán: «Manifiesto psiconáutico». Enteogenia (Revista libre de cultura y estudios psiconáuticos), Madrid, Eds. Amargord, n.º 1, mayo-junio de 2006 (para adherirse al manifiesto, hacer clic aquí).
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