Queréis suprimir el
trabajo asalariado, pero ¿qué queréis poner en su lugar? ¿Qué proponéis? Se nos
dice. ¿Podemos contentarnos con responder que la abolición del trabajo
asalariado no puede concebirse más que como un movimiento social, un proceso de
emancipación y liberación que convulsiona el conjunto de nuestra vida? ¡Eso
significa un cambio total en las relaciones sociales! O sea, en una palabra: el
comunismo. Entonces, el comunismo, suponiendo que sea algo diferente a la
imagen del Gulag ligada a los partidos o a los estados autodenominados
comunistas, ¿qué es?
Se puede uno
contentar con encogerse de hombros y pensar que quienes no pueden o no quieren
comprender actualmente se verán de todas formas bajo la presión de las
condiciones objetivas. Se puede considerar que quienes preguntan “y entonces
¿qué proponéis?” no son más que corderos en busca de nuevos pastores. Esto
puede ser cierto para algunos individuos, pero la explicación es, en todo caso,
insuficiente. Impide ir más lejos. Se podría uno preguntar si tales cuestiones
tenían sentido en el pasado o, al menos, si tenían el mismo que hoy en día. Se
dudaría, antes de responder afirmativamente: todas estas cuestiones son típicas
de un mundo que no tiene nada que ofrecer. Antes se ofrecían alternativas en ruptura
o en continuidad con el modelo social imperante. Y tales alternativas aparecían
en algunos detalles de la vida cotidiana. Existía, en cierta medida, una
cultura proletaria que se representaba en particulares formas de vestir, comer
y relacionarse... Existía un medio en el que circulaban ideas revolucionarias
de expropiación de los patronos y propietarios. Actualmente el capitalismo ha
invadido todos los aspectos de la vida. Ha sabido crear la ilusión de que todos
compartimos una misma existencia, con algunas diferencias cuantitativas. Su
dominación sobre la sociedad no se ha realizado tanto por la coerción física,
como por la aceptación de un modelo (la relación mercantil), considerada como
natural y/o necesaria, aunque sea un mal necesario. Tal dominación implica que
los hombres no perciban sus condiciones reales de existencia sino como
vinculadas a la adoración de una abstracción –el dinero–, que se apropia y da
forma a la actividad humana en todos sus aspectos en función de las necesidades
que tiene el capital de acumularse y de realizarse a través de la venta de
mercancías. Mucho más que los dioses o los tiranos del pasado, el capital no
tiene en cuenta nada ni a nadie. Los seres humanos, sus relaciones, como los
medios que utilizan para vivir, llegan a ser determinados por este elemento
único: el dinero, cuya mayor o menor cantidad permite comparar y representar
tanto el producto de la actividad de un hombre como su honor o su cuerpo, tanto
la piel de un animal como un paisaje o un bosque; todo, absolutamente todo,
puede tener su equivalente monetario y ser de este modo cuantificable,
mensurable. Esta sumisión a la mercancía hace que nada tenga valor en sí. Y
este movimiento de mistificación ha alcanzado su máximo nivel con el capital
plenamente desarrollado.
Se podría llegar a la
conclusión de que el proletariado se haya totalmente integrado en el
capitalismo por este movimiento, excluyendo toda perspectiva revolucionaria. Se
podría, también, considerar que la desposesión de los seres en relación a la
propia vida no es sino una etapa hacia el abandono de toda sociedad fragmentada
en clases. En un caso el diluvio, en otro... el purgatorio seguido del paraíso
terrestre. La realidad es bastante más compleja y se burla de los profetas.
Plantear la cuestión
“¿qué es lo que proponéis?” puede a un tiempo expresar un embrión de rebeldía
(en la medida que, considerar que podría existir un mundo más humano representa
ya una cierta ruptura) y la dificultad de ir más allá. Qué más natural, por
tanto, que preguntar a quienes expresan ya esta ruptura -y teorizándola, a
menudo, colectivamente-qué es lo que piensan... o, en el lenguaje dominante,
qué es lo que proponen. Es aquí donde radica la trampa: esperar de otros un
modo de empleo (en lenguaje político, un programa) para reemplazar pasivamente
un mundo por otro. Esa cuestión no puede tener sentido más que si significa:
“Siento este mundo como algo inhumano y no veo más que con dificultad la
posibilidad de otra forma de vida”.
Vale, muy bonito todo eso, ¿y el Comunismo?
Las definiciones que
se pueden dar del comunismo son múltiples, incluso sin tener en cuenta la
dictadura estatal que conforma la realidad de los países del este o de “las
naciones liberadas” del tercer mundo y el programa de los partidos y grupúsculos
que se arrogan esa etiqueta.
Si para muchas
personas esa triste realidad evoca el término comunismo, es debido -entre otras
razones-a que es más fácil concebir la transición de un sistema de explotación
a otro, que a una sociedad que suprima la explotación. En cuanto al
planteamiento de un largo periodo de incrustación del comunismo en el
capitalismo durante el cual el primero se consolidaría en detrimento del
segundo, es un absurdo. Es esta absurda idea la que se proponen realizar los
diversos “socialismos”, especies de modo de producción mal definido, cuyos
defensores no han podido nunca exponer sobre qué relaciones sociales se basa,
si no es en el mero reemplazo de la propiedad privada por la propiedad estatal
y de la “anarquía” del mercado por la planificación –conservando las bases del
capitalismo: trabajo asalariado y mercancía.
El comunismo, tal
como nosotros lo entendemos, es ante todo la tendencia a la comunidad humana
que bajo diferentes formas se ha caracterizado por la búsqueda de un mundo donde
no existiese ni ley, ni propiedad, ni Estado, ni discriminación que separe, ni
riqueza que distinga, ni poder que oprima.
El comunismo no es
una política. No es un programa que se trataría de oponer a otros programas y
de hacer triunfar por la fuerza de su argumentación o por la violencia de las
armas. Quienes se adscriben al comunismo no ambicionan la conquista del Estado
y la sustitución del poder injusto y perverso de la burguesía por el suyo,
justo y responsable. El triunfo de lo político, con el Estado, no es nuestro
propósito. Es la clase capitalista quien lo ha realizado, a nuestro entender.
El Estado no es, ante todo, los ministerios, los palacios presidenciales... es
el ejercicio del poder político por una parte de la sociedad sobre el resto. Más
allá de las diferentes formas de organización del poder, de la intensidad de la
opresión sufrida, la política es la división social entre dominantes y
dominados, la división de los hombres entre dueños del poder y sujetos al
mismo. La revolución comunista, si tiene lugar, será la eliminación y no la
consumación de esta tendencia. Así las nociones de democracia y dictadura,
referidas a las formas jurídicas del poder estatal tal y como fueron
formalizadas por la filosofía de la ilustración, dejarán de tener sentido. La
dictadura, como la democracia, proviene de la exigencia de mantener la cohesión
social, ya sea mediante la coerción, ya sea por la idealización, en una
sociedad cuyo movimiento rompe los lazos tradicionales y personales entre los
grupos y los individuos. El comunismo representa, por contra, la manifestación
de otras relaciones, de una comunidad humana. La revolución comunista no puede
ser desde sus primeros pasos, más que el acto fundador de esa comunidad. Creer
que deberá reconstruir, despótica o democráticamente, una comunidad ficticia,
es fundarla en su origen sobre la negación de su propia dinámica. Todos los
subterfugios, a este propósito, no cambian nada: los himnos a la Política, el
culto al Estado, no son ni el comunismo ni el camino desviado (!) que puede
conducir a él.
El comunismo no es,
tampoco, un tipo de organización económica o una nueva distribución de la
propiedad. La comunidad comunista no se instaurará sobre la propiedad “común”
pues el concepto de propiedad significa acaparamiento, posesión de unos en
detrimento de otros. La circulación de los bienes no podrá efectuarse según las
modalidades del intercambio: un bien por otro. En una sociedad en la que nadie
está excluido no puede sino ignorarse el intercambio, la compra y la venta: el
dinero. Habrá utilización colectiva o individual de lo que produce la
comunidad. La lógica del compartir sustituirá a la lógica del intercambio. Los
seres humanos se asociarán para llevar a cabo tal o cual acción, compartir tal
placer o cual emoción, y responder a una u otra necesidad de la comunidad, sin
que tal agrupamiento adopte la forma de Estado –la dominación de unos sobre
otros–, o de empresas que emplean a trabajadores asalariados y que cuantifican
en dinero su producción. No se podrá hablar, en una sociedad así, de “leyes
económicas”, leyes que son actualmente la expresión de la dominación de las
relaciones mercantiles.
Con la abolición del
Estado, del dinero y de la mercancía, existirá un control consciente de los
seres humanos sobre su propia actividad a través de las relaciones e
interacciones existentes entre ellos y entre ellos y el resto de la naturaleza.
El comunismo será una sociedad donde la primera riqueza resida en las
relaciones humanas; donde el conjunto de los seres humanos tenga la posibilidad
de querer realmente lo que hacen, el tiempo y el espacio en que viven y que
dependen de ellos mismos. Supone también la libre asociación entre mujeres,
hombres y niños, más allá de los roles de dependencia y sumisión recíproca.
Asimismo, el comunismo comporta la toma de conciencia en torno al hecho de que
la escasez o la miseria no dependen de una escasa acumulación de medios, de
cosas y de objetos, sino que proviene de una organización social fundada sobre
el acaparamiento por parte de algunos en detrimento de los demás.
Todo lo cual implica
que en el comunismo, la tendencia a la comunidad humana no es el producto
exclusivo de las contradicciones del capitalismo. Desde nuestro punto de vista,
este no tiene más que una contradicción insuperable: la especie humana. Se
puede pensar que el capitalismo ha desarrollado las bases que permiten o
favorecen el advenimiento del comunismo (desarrollo de las fuerzas productivas,
homogeneización de las condiciones de explotación...).
Pero este es un
juicio a posteriori. Si los modos de producción anteriores no han conducido al
comunismo, no es posible afirmar que fuera algo ineluctable. El modo de
producción capitalista, de todas formas, no ha ofrecido ninguna novedad.
La dominación del
capitalismo presentándose como la culminación de la historia de la humanidad,
ha producido explicaciones del pasado en las que las relaciones entre los
hombres están entendidas siempre bajo el signo de la conquista del pastel cuyas
partes no son siempre suficientemente grandes para todos. Esta presuposición de
la escasez como fenómeno invariante, al cual se enfrentaría la especie humana
desde sus orígenes, hace abstracción de las relaciones concretas entre los
hombres ya sea que reposen sobre la cooperación o la explotación. Tal
suposición escamotea que la oposición entre necesidades y escasez es, de hecho,
la expresión de condiciones sociales en las que los seres humanos se hallan
divididos entre explotadores y explotados. Así, la escasez produciría la
violencia humana, siendo ésta felizmente canalizada por el desarrollo de la
economía. La competencia entre los hombres producida por este desarrollo
crearían una vía de salida a esa violencia, convirtiéndose en un factor
beneficioso ya que el desarrollo de las fuerzas productivas permite colmar la
escasez original, permitiendo a los hombres disponer cada vez de más objetos,
de más cosas. El Capital habrá, así, creado una elevada productividad que
permitirá a los hombres acabar con la división social en clases ya que el crecimiento
de los recursos de los cuales la humanidad dispone actualmente, no
“necesitaría” ya la apropiación por unos hombres en detrimento de otros.
Pero si “fuerzas
productivas” y “relaciones de producción” no pueden desarrollarse de forma
armoniosa (sin crisis, guerras...), ambas expresan las mismas relaciones entre
los hombres que determinan lo que debe ser producido y los medios para
producirlo. El capitalismo, al ser un sistema social en el que existe una
generalización y extensión de las relaciones mercantiles, implica que la
búsqueda de la valorización del dinero haga abstracción de todo lo que le
concierne con el único fin de convertirlo en mercancía. Todos los medios que
permiten ahorrar tiempo y reducir los inconvenientes e indeterminaciones en la
realización del producto con el fin de asegurar su intercambiabilidad, son
adoptados para dar forma a un proceso continuado de producción de mercancías.
La búsqueda de medios que aseguren la vitalidad del mercado se orienta, de un
lado, en el sentido de introducir en los hombres nuevas “necesidades” y
hacerles sufrir nuevas “penurias” y “carencias” y, de otro, a reducir sus
capacidades de iniciativa y a mutilar sus facultades intelectuales y
corporales. De la manufactura al maquinismo industrial, de la automatización a
la informática y la robótica, se vislumbra cómo los hombres son más superfluos,
reduciéndolos a un conjunto de gestos predeterminados sobre los que no tienen
ningún poder, llegando a hacer incluso superfluas las relaciones entre ellos,
tan ocupados como están en vigilar y controlar unos procesos que se les escapan
completamente.
El desarrollo de las
fuerzas productivas expresa la dominación de la mercancía en su movimiento de
reducción de la actividad humana a puro gasto de energía. No es pues la
comunidad, la realización de los hombres, la felicidad, lo que puede traer
consigo, sino únicamente mercancías.
:: :: ::
A través de los
diferentes modos de organización social, la tendencia al comunismo se ha
definido por su vocabulario correspondiente. Así, en la sociedad feudal pudo
tomar el disfraz y el lenguaje religioso. Actualmente, definir el comunismo
como un mundo sin estas dos, fronteras, dinero... viene a ser como decir que el
comunismo... no es el capitalismo. Las definiciones no son más que el reflejo
del mundo en que vivimos. Más allá de este reflejo, existe una especie de
invariancia del comunismo. No la invariancia de un programa o de una
organización de cualquier tipo; sino la permanente aspiración de los seres
humanos a asociarse, a comunicarse entre ellos y a relacionarse con un entorno
concebido no como un objeto que la actividad humana debe someter, sino como
algo complementario. Es la vieja aspiración de la igualdad, del compartir y de
la comunidad la que estaba presente en el mito de la edad de oro, en las
rebeliones de los esclavos de la antigüedad y las de los campesinos de la edad
media. Una tendencia que vuelve a manifestarse en algunos proyectos de los
utopistas, y después, en el empeño de las luchas proletarias por sobrepasar sus
objetivos inmediatos.
Decir esto no
significa afirmar que toda la historia de la especie humana sea una evolución
“programada” hacia el comunismo. La historia no tiene sentido, ni siquiera una
total irreversibilidad. Lo que se ha hecho posible hace cientos o millones de
años no ha quedado totalmente abolido. La “historia” no es un Moloch devorador
de lo posible que condene el devenir humano a su despojamiento inevitable e
irremediable. Significa, simplemente, que si la revolución comunista tiene lugar,
no podrá sino abordar las cosas en su raíz. El hombre no puede llegar a ser
realmente humano más que si descubre y realiza sus potencialidades: y no puede
llevar a cabo tal descubrimiento y realización sin hacer la revolución.
Sobre la dominación de la mercancía
En las sociedades
tradicionales, cualquiera que fuese la condición de sus miembros, la jerarquía,
las directrices y las normas que separan a los seres humanos en dominantes y
dominados estaban contrapesadas por todo un conjunto de derechos, de
obligaciones que se transgredían regularmente a través de prácticas sociales
(fiestas...). Además, las relaciones de dependencia y autoridad que aglutinaban
a los hombres eran fundamentalmente relaciones personales. La opresión era
real, pero transparente. Por el contrario, a partir del momento en que las
relaciones mercantiles se generalizan y el carácter de la mercancía se extiende
a la compraventa de la fuerza de trabajo por medio del salario (extensión que
permitió y acompañó el establecimiento de relaciones de producción
capitalista), no es la relación entre personas lo determinante sino la
producción de mercancías.
Con la dominación
capitalista las relaciones humanas ya no parecen depender de los hombres sino
que son realizadas y determinadas por un símbolo. Puesto que pueden ser
representadas, transformadas por el dinero, todas las actividades humanas se
convierten en un conjunto de objetos sometidos a leyes independientes de la
voluntad humana. Las relaciones personales pasan por cosas producidas y por la
relación entre las mercancías.
En la sociedad
capitalista, cualquier bien es producido para la venta, para la obtención de
beneficio. No puede, por tanto, existir más que como mercancía definida por su
valor. De este modo, los millones de diferentes tipos de objetos producidos por
la actividad humana son reducidos a un denominador común –el valor mercantil–
medido por una escala común: el dinero. Es esto lo que les permite establecer
unas relaciones de equivalencia e intercambio y estar totalmente dominados por
el mercado.
El dinero se
convierte, así, en la abstracción universal a través de la cual todo debe
pasar, y los hombres se ven emplazados, las más de las veces, a considerarse
competidores potenciales que compensan la ausencia de relaciones en el
fetichismo que confieren a las mercancías. Mediante la proliferación de objetos
que no tienen otra utilidad que la de producir dinero y que son prótesis que
reemplazan a la actividad humana, la mercancía y el afán de posesión se
presentan como expresiones de la personalidad. A las necesidades humanas el
capital responde con la proliferación de satisfacciones ficticias: al individuo
que aspira a “reencontrar” la naturaleza, el capital se la ofrece funcional y
mecanizada; a quien se abruma bajo el peso de las imposiciones cotidianas, le
procura esparcimiento; a quien busca llenar su vacío refugiándose en el amor,
le sumerge en un erotismo de pacotilla. Nunca ninguna sociedad ha unificado
tantos seres humanos ni ha alcanzado un grado tal de interdependencia de la
actividad de unos y otros; y, sin embargo, ninguna forma de sociedad les ha
hecho tan indiferentes a unos de otros, ni tan hostiles ya que los vínculos que
los unen –el mercado, la competencia– les separa.
La lógica de la
dominación de la mercancía es, asimismo, un sistema de despilfarro y
destrucción generalizada: los bienes son producidos para que no duren o para
que induzcan nuevas ventas, los recursos naturales son saqueados, las fuentes
alimenticias, desnaturalizadas; el “excedente” de los productos agrícolas de
una parte del mundo se destruye mientras se propaga la penuria; la economía de
guerra, generalizada...
La lógica interna del
capitalismo es tal que los bienes producidos no se pueden considerar al margen
del proceso mercantil. Las mercancías no son bienes “neutros” (valor de uso),
lo cual bastaría para eliminar su sumisión al dinero (valor de cambio). El
intercambio mercantil y el uso no son más que dos aspectos de una misma
relación social. El capitalismo ha fusionado producción, venta y uso dentro de
una totalidad coherente. Antes se nos privará de lo que puede parecer
lógicamente fundamental que del último cachivache que nos hará estar “al día”.
A través del consumo,
se realiza un proceso de diferenciación en relación a quienes no compran tal
producto y de identificación respecto a quienes lo compran, cuya utilización
supone que nos hace vivir momentos que no vivimos y que nos permite establecer
relaciones de las que carecemos. Lo que importa es la apariencia de las
ventajas ofrecidas y no importa que no sean más que aparentes.
Se ha llegado a un
punto en el que se calcula y determina la degradación necesaria de los objetos.
Es necesario no saturar el mercado con objetos que duren demasiado, puesto que
representan dinero inmovilizado. Cuanta mayor sea la rapidez con que opere un
capital, con mayor rapidez adquirirá la forma de dinero para volver a
convertirse en mercancía concreta, todo lo cual se traduce en una mayor
rentabilidad. Cada vez se reinvierte en mayor proporción merced al beneficio
obtenido en la operación anterior. Por ello, todo debe circular con rapidez.
En consecuencia, las
mercancías arrojadas al mercado forman un conjunto extremadamente jerarquizado.
No existe una o varias mercancías para una necesidad, sino que existen una
multitud con la misma marca o con marcas rivales. Tal diversidad pretende
responder a la variedad de las necesidades de la gente: “¡el cliente debe tener
donde elegir!”. De hecho no existe más que la elección que le permiten sus
posibilidades financieras y su función social. Numerosas mercancías responden a
una misma necesidad; pero se distinguen por la calidad y el precio. Diferentes
productos pueden corresponder a utilizaciones distintas; sólo que tal
utilización no está al alcance de los mismos individuos. Como ocurre con la
producción, tales usos están determinados socialmente.
Con el fin de
enmascarar la alienación del ser humano, rebajado a la categoría de productor y
después consumidor, el capitalismo debe mantener la ilusión de la separación
entre producción y consumo. La separación entre producción y consumo aparece
así como una división natural entre dos esferas bien diferenciadas de la vida
social. Pero nada es más falso. Primero, porque la frontera entre lo que se
llama tiempo de producción y tiempo de consumo no es fija. ¿En qué categoría se
inscribiría la cocina, y otro tipo de actividades? En segundo lugar porque todo
acto de producción es, también, necesariamente un acto de consumo. No se hace
sino transformar la materia de una cierta manera y con una cierta finalidad. Al
mismo tiempo que se destruyen o, si se prefiere, que se consumen ciertas cosas,
se obtienen o, si se prefiere, se producen otras. El consumo es productivo y la
producción consumidora.
Los conceptos de
producción y consumo no son neutros. El uso capitalista del concepto de
producción oculta la inserción del ser humano en su medio, en el conjunto de la
naturaleza. Una gallina se convierte en una fábrica de huevos. Todo se traduce
a términos de dominación y utilización. El hombre productor –que se tiene por
consciente y dueño de sí mismo– va a la conquista de la naturaleza:
pretendiendo ser su propio amo, del mismo modo que es dueño de los objetos a
los que deforma, no cesa, sin embargo, de ser él mismo un objeto, su propio
objeto.
Aspectos de la abolición de la mercancía
El comunismo, al ser
la creación de nuevas relaciones entre los hombres que determinaría una forma
completamente distinta de la actividad humana, ha de comportar una concepción
de la producción que no sería, simplemente, lo que es hoy, pero sin el dinero.
Si se puede, a falta de otro término mejor, hablar aún de producción para
expresar el proceso por el cual una parte de la actividad humana se consagraría
a la reproducción de la existencia y donde se expresarían las facultades de
creación, innovación y transformación, la desaparición de la explotación y la
abolición del dinero significarían que tal producción no implicaría ya el
sometimiento de los hombres a su realización ya que serían estos quienes determinasen
los fines, medios y condiciones de toda producción. Sería, pues, una expresión
de su humanidad que no despojaría a los hombres de sus otras dimensiones (amor,
juego, sueño...). En el seno de un orden social comunitario, los productores no
intercambiarían sus productos: igualmente, la actividad humana incorporada a
esos productos no aparecería ya como su valor, como si fuera una cantidad real
poseída por ellos. Esos bienes no se caracterizarían ya por tener un valor y no
podrían ser tasados ni intercambiados (en función de ese valor, cualquiera que
sea la forma de medirlo), ni, por tal razón, vendidos. No tendrían otra
finalidad que la satisfacción de las necesidades y deseos humanos tales como se
dieran en ese momento.
Con la eliminación de
la producción mercantil, desaparecería la dominación del producto sobre el
productor. El hombre reencontraría el vínculo con lo que hace. Con la
desaparición del dinero, los bienes serían libres y gratuitos. No se trataría
de disponer de una cierta cantidad de dinero para tener derecho a obtener una
cosa cualquiera. Una sociedad comunista no sería, por tanto, una mera extensión
de nuestra sociedad de “consumo”. No sería un inmenso supermercado donde seres
pasivos no tendrían más que servirse a voluntad. No existiría una depredación
de los recursos sin preocupación por el porvenir y la persecución de una serie
de cachivaches inútiles que nos hacen la ilusión de estimular la invención y
nos cautivan por la novedad.
Si del presente
montón de detritus se decide salvar uno o dos objetos útiles y bien hechos, la
actividad humana será a la vez más simple y enriquecedora. De esta forma se
disiparían numerosas consecuencias de la producción que están ligadas a las
“necesidades” de la rentabilidad y de la competitividad: disminución de la
importancia de la actividad humana en la fabricación de productos, despilfarro,
polución, división internacional del trabajo.
El comunismo no es
una apropiación del valor de los productores, sino la negación del valor. El
hecho de que un producto haya sido realizado por una persona u otra no
entrañará ninguna persistencia del derecho de propiedad, aunque sea
“descentralizado”. La actividad productiva no estaría ya ligada a la noción de
posesión, sino a la creatividad individual y colectiva, a la conciencia de
satisfacer las necesidades humanas a un tiempo en tanto que individuos y en
tanto que comunidad.
Con el reemplazo del
intercambio por la puesta en común, los bienes dejarán de tener un valor
económico y se convertirán simplemente en objetos físicos de los que los seres
humanos podrían disponer para satisfacer cualquier necesidad. En esto, los
objetos se diferenciarán fundamentalmente de los que (aún teniendo la misma
apariencia) había creado y desarrollado el capitalismo. No se tratará simplemente
de apropiarse de los bienes del pasado, sino de repensarlos, a veces de
reemplazarlos, en función del gozo y no del beneficio. A este cambio de
finalidad corresponderá un cambio igualmente profundo del proceso productivo,
pues un cuestionamiento de la tecnología tendrá que incluir, también, el
cuestionamiento de la utilización de las “adquisiciones” legadas por el
capitalismo, un redescubrimiento de técnicas anteriormente abandonadas porque
no eran rentables y una innovación que no someta al hombre a la máquina.
Esta nueva
organización de la actividad productiva no impedirá la necesidad de hacer una
estimación de las necesidades y posibilidades de la comunidad en un momento
dado. Sólo que aquéllas no estarían reducidas a un denominador común medido
según una unidad universal. Es en tanto que cantidades físicas que serán
contadas y tendrán sentido para los hombres. Pero se hace necesario no
reconducir el comunismo a meros problemas de contabilidad. Hacerlo así,
supondría sustituir la perspectiva de la comunidad humana por la de un ideal
tecnocrático que mantendría el trabajo en tanto que actividad social exterior a
los hombres. En el pasado, los comunistas han expuesto la idea de que la
distribución de los productos podría ser regulada por la puesta en circulación
de bonos de trabajo que correspondiesen a un tiempo social medio de trabajo
efectuado teniendo en cuenta las deducciones destinadas a los fondos
colectivos. De hecho, la existencia de un patrón común que mida producto y
trabajo no puede corresponder a una abolición real del salario y del
intercambio ni del valor.
Además, sería
necesario –para su total “equidad”– hacer intervenir variables (por otra parte
perfectamente arbitrarias) en función de la dureza del trabajo, de su
interés... Se recaería, así, en un “cálculo económico” que necesita una “unidad
de valor” ya sea expresada en dinero o, directamente, en tiempo de trabajo. El
comunismo, en tanto que sociedad sin dinero no necesitaría, por contra, ninguna
unidad universal de medida, sino que estaría calculada en función de su
naturaleza. La atracción de un objeto u otro provendrá, entonces, de él mismo y
no de un valor concedido más o menos arbitrariamente. Su producción, como su
utilización estarán determinadas en función de lo que significarán para los
hombres y la naturaleza.
Con la desaparición
del valor mercantil se opera, también, la desaparición de la separación del ser
humano en productor y consumidor. Para el comunista, consumir no se opondrá a
producir puesto que no habrá antagonismo entre ocuparse de sí mismo y ocuparse
de los otros. La producción se transformará en actividad creadora. El grupo o
el individuo se expresará a través de lo que haga. A menos que no sea por
imposición de la naturaleza, los hombres no tendrán ya necesidad de atribularse
sin cesar, al no estar ya acosados por la necesidad de producir mercancías. El
“consumidor” no podrá reprochar al “productor” la imperfección de lo que hace
en nombre del dinero que le dé a cambio, sino simplemente podrá criticarlo como
copartícipe del producto. Lo que se pondrá en cuestión será su obra común.
RELACIONES ENTRE LOS HOMBRES
Contra la deshumanización
El capitalismo es el
reino de las separaciones que compartimentan nuestra vida. El usuario, el
productor (“productivo” o “improductivo”), el asalariado con o sin trabajo,
todos ellos pierden, dominados, el sentido de la vida. Desposeídos de todo y de
sí mismos, los individuos llevan una vida parcelizada (tiempo de trabajo/tiempo
de ocio), especializada (orientación profesional, estatutos definidos y
limitados), esparcida (tiempo pasado en los transportes para los
desplazamientos provocados por las divisiones geográficas del hábitat y del
trabajo, así como de las gestiones necesarias para gestionar la propia
miseria). Esta existencia en migajas nos encadena a nuestra situación de
usuario, de consumidor. Nos conduce a una situación de relaciones de
dependencia o de indiferencia en relación a los demás. Las diferencias de edad,
sexo, aptitud, conocimiento, inclinación intelectual o afectiva, apariencia
física, etc. todas estas diversidades que podrían dar motivo a una constelación
de relaciones y de interdependencias enriquecedoras, todo esto queda
reconvertido en un sistema de autoridad y de obediencia, de superioridad y de
inferioridad, de derechos y deberes, de privilegios y de privaciones. Esta
jerarquización de signos de diferenciación no se manifiesta sólo en las
relaciones sociales: también repercute en el interior de cada individuo en lo
que se refiere a la aprehensión de los fenómenos naturales, sociales o íntimos.
No es sólo y únicamente el modo de actuar en común y de comunicarse el que está
jerarquizado; también lo está el modo de comprender, y la propia sensibilidad
de cada uno en la organización del inmenso material diversificado proporcionado
por los sentidos, la memoria, los pensamientos, los valores, las pasiones...
En conexión con los
otros condicionamientos sociales, la educación también coopera en mantener la
existencia dispersa y jerarquizada. Es por este motivo que el hombre vive su
vida escindida: durante los primeros años de su vida, por la “educación”;
luego, por el trabajo (como si el aprendizaje, la búsqueda del saber, la
curiosidad hacia nuevas formas de conocer, no pudieran sucederse durante todo
el transcurso de la vida). Esta separación entre la vida productiva, por un
lado, y la educación, por el otro, no es el fruto de una necesidad humana. No
encuentra, en modo alguno, su razón de ser en la creciente importancia del
“saber” que debe ser tragado. En lo que se refiere al saber, la escuela no es
otra cosa sino un simulacro.
La escuela es el
lugar donde uno aprende a leer y a escribir, pero, sobretodo, donde uno aprende
a soportar el aburrimiento, a respetar a la autoridad, a triunfar en contra de
los compañeros, a disimular y a mentir. Lo que interesa es que el niño aprenda
a leer porque hay que saber leer y no porque esto satisface su curiosidad o su
amor por los libros. El resultado paradójico es que si la escuela ha reducido
el analfabetismo, de modo simultáneo ha ahogado el gusto y la verdadera
capacidad de leer en la mayoría de las personas.
La escuela es el
aprendizaje de la sumisión y de la renuncia. En primer lugar, se necesita más
tiempo para domar al alumno que para enseñarle cualquier cosa. Las estructuras
de control, evaluaciones, disciplina, fichaje... se hinchan a un ritmo
vertiginoso y alucinante, totalmente independiente del trabajo efectuado.
Luego, la poca enseñanza impartida se sitúa bajo el signo de la autoanulación y
de la permanente retrogradación: todo resultado obtenido es inmediatamente
desvalorizado, cuando no es absolutamente anulado. Lo que se ha enseñado, no es
nada; lo importante es lo que todavía no se ha enseñado, a falta de lo cual, uno
no podrá hacer nada en la vida. Por consiguiente, lo importante es que no se
alcance nada, que la rueda de lo condicionado vaya girando sin parar. El mañana
queda suprimido y será sustituido por el aburrido y repetitivo hoy. Es por este
motivo, que la distribución del tiempo de los escolares está calcado del de los
trabajadores. La sumisión hay que trabajarla, aprenderla... La escuela no es
sino otra cosa que el purgatorio que prepara el infierno... Nunca la gente ha
“aprendido” tantas cosas, para poder ignorar hasta tal punto su propia vida.
Hoy en día, estamos
sumergidos por la masa de las informaciones que nos inundan, la institución
escolar, los periódicos, la televisión. En esta acumulación de saber-mercancía,
todo se puede intercambiar y todo es indistinto. Es un saber muerto e incapaz
de comprender la vida porque su naturaleza más profunda consiste en haberse
desgajado de la experiencia de lo vivido.
Fundamentalmente, lo
que ha hecho mantener las sociedades de clases hasta nuestros días es la adhesión
más o menos afirmada de los explotados hacia la moral y las representaciones
que expresan su renuncia en relación a una vida sobre la que no tienen ningún
tipo de dominio, es decir su sumisión hacia la dominación y explotación que los
propios dominados soportan. Sólo se podrá cuestionar esta sumisión cuando
emerjan representaciones de la actividad humana que expresen el rechazo de los
roles estereotipados en los que, hasta el momento presente, se ha venido
representando de manera fija y enlodada, esta misma actividad. Este estado de
pasividad es, hablando con propiedad, un auténtico estado de deshumanización,
de desposesión, pero que no significa, en modo alguno, total sumisión o
adhesión al capitalismo. Su dominio sobre la vida no hace otra cosa sino ahogar
lo humano, el amor, la creatividad, la iniciativa. Las tentativas para
protegerse de esta dominación se sueldan, por consiguiente, y a menudo, en un
encerrarse en la mentira.
En los restos de una
familia reducida a su más simple expresión (los padres, los hijos, la tele)
domina la hipocresía. Las relaciones entre padres e hijos alcanzan a menudo el
fondo de la degradación, cuando las apariencias descansan sólo en la posesión
en común de un cierto número de mercancías. Entonces se presenta como amor lo
que sólo es seguridad económica, afectiva o sexual.
También es para
resistir a la destrucción de la vida personal por el capitalismo, por lo que
los individuos aspiran a la propiedad. Incluso si ésta representa una garantía
irrisoria contra la violencia del mundo y de los “demás”. La propiedad moderna
no impide que el ruido pase a través de las paredes de los pisos mal
insonorizados; ni evita la contaminación provocada por las exigencias del
mercado; ni el paro que echa por el suelo las previsiones económicas a partir
de las cuales se firmaron las letras de la compra del coche o de la casa; ni
las expropiaciones; ni el aburrimiento... Si la noción de propiedad cubre una
realidad, también sirve para enmascarar la realidad del mundo. La propiedad es
el producto de las relaciones humanas que son las relaciones de fuerza que
descansan sobre la violencia y la expropiación. La generalización del dinero ha
enmascarado esta violencia abierta al permitir a quien lo posee el disponer de
un poder social sin necesidad de utilizar directamente la fuerza. De esta
manera es posible expresar la distancia (real o supuesta) entre unos y otros.
De esta manera se puede saber, cuando está en litigio, quién es el que dispone
verdaderamente de la mercancía y quién es el que no dispone de ella. Hasta el
siglo XIX, un cierto número de reglas y disposiciones limitaba todavía el poder
del poseedor, el cual no podía, en una sociedad rural, disponer sino de la
primera siega de un prado, dejando para los otros los pastoreos posteriores. Con
la generalización de las relaciones mercantiles, la costumbre local ya no es
vigente. Sólo permanecen, en zonas rurales marginales, algunas costumbres como
el derecho al paso, la conducción del agua, etc. La mercancía y el capital
necesitan un conjunto de reglas válidas con independencia del carácter
particular de cada situación. En el mundo burgués, todo el mundo es libre
propietario: el campesino, de sus campos; el patrón, de su fábrica; el obrero,
de su fuerza de trabajo... La propiedad esconde las relaciones de explotación.
A favor de una Comunidad humana
El comunismo
significa el fin de las separaciones que compartimentan nuestra vida. En él,
los seres humanos ya no pueden definirse por más tiempo como simples usuarios.
La aspiración humana hacia el comunismo significa que ya no se trata de
continuar siendo ni consumidor (de bienes, de relaciones), ni productores de
mercancías, sino de transformar la actividad humana. Con la abolición del
salario y del dinero, el hombre podría devenir realmente activo, actuando sobre
la existencia y su cuadro y no, como sucede ahora, “siendo actuado por ellos”.
Este fin de las
separaciones se encontraría en el mismo centro del proceso productivo donde
toda noción de parcialización del trabajo, de calificación, sería puesto en
tela de juicio. Para los apóstoles del trabajo, es por necesidad una
monstruosidad el creer que un día no habrá ni albañil, ni peón, ni arquitecto
de profesión, y que el mismo hombre que habrá desempeñado la función de
arquitecto también podrá cargar con la carretilla. Sin embargo, ¿qué opinión
nos merece un mundo que eterniza la profesión de peón, para quienes la vida
profesional queda separada de las demás actividades humanas?
Una sociedad
comunista dejaría de oponer vida profesional, vida afectiva..., tiempo dedicado
a consumir o a producir... Los lugares de educación, producción, distracción...
ya no serían por más tiempo universos cerrados extraños los unos de los otros.
El logro de estas transformaciones quizá tomará tiempo. Pero su compromiso sólo
podrá ser inmediato, al igual que la abolición de la producción mercantil y del
salario, desde los inicios del proceso revolucionario. Para realizar una
actividad, productiva o no, la gente ya no se reuniría en función de la fuerza
del capital. Su asociación, sin embargo, tampoco necesitaría la resurrección de
formas pasadas, como la antigua familia patriarcal. La gente se asociará,
reunida por sus gustos comunes y por sus afinidades, con vínculos donde las
relaciones interpersonales serán tan importantes como sus actividades.
La dominación que
transforma los seres humanos en instrumentos de producción, en objetos como las
herramientas o las máquinas, se ha infiltrado hasta lo más profundo de la
personalidad humana, modelando nuestro lenguaje, nuestro gesto, nuestras
actitudes más cotidianas. Pensar el comunismo, por el contrario, consiste en
comprender que nosotros hemos de acabar con esta percepción de los individuos
en términos de antagonismo donde el yo no es sólo una persona que se distingue de
los “otros”, sino una persona que intenta dominarlos y subyugarlos. En esta
relación, el pensamiento del ser individual se define por el dominio de los
objetos y la reducción de los otros individuos al rango de objetos apreciados
según su utilidad. En la medida en que las “necesidades” individuales sólo
existen para sí e ignoran la integridad del otro, los demás permanecen como
puro objeto y la manipulación de este objeto deviene apropiación. A este
panorama, se opondría una relación de complementariedad entre los hombres,
donde el otro sería reconocido como un fin en sí mismo y donde las necesidades
del otro se definirían en términos de reciprocidad. Estos vínculos serían la
negación misma de las relaciones de dominación que imposibilitan y niegan, hoy
en día, cualquier relación humana real.
Esto no significa, en
modo alguno, que se suprima cualquier tipo de conflicto, pero sí que se pondrá
término a la oposición irreconciliable entre grupos e intereses humanos. Hay
que acabar con el “miserabilismo” y las glorificaciones de los enfrentamientos;
las definiciones nacidas de la burguesía que consideran que “el hombre es un
lobo para el hombre” y que no se puede cambiar nada. El comunismo no abolirá lo
humano; más bien lo rehabilitará en todas sus posibilidades que van mucho más
allá de un gesto agresivo entre los seres (nuestro lote cotidiano actual). No
se sigue, de ello, que la vida sobre la tierra será “paradisíaca”, pero sí que
las relaciones entre las personas ya no serán más relaciones entre individuos indiferentes
los unos para con los otros. La gente se podrá unir o no fuera de toda presión
exterior.
Sin duda alguna, la
dependencia existirá siempre, pero significará complementariedad y no
dominación. Los niños dependerán siempre de los adultos para la satisfacción de
sus necesidades fisiológicas elementales, al mismo tiempo que necesitarán de
ellos para que los asistan con su saber y su experiencia. Por su parte, las
generaciones mayores continuarán tributarias de las más jóvenes para la
reproducción de la sociedad y para encontrar el necesario estímulo que
constituye el espíritu de búsqueda y de innovación. Por consiguiente, la
concepción actual que define al otro en términos de “superioridad” o de
“inferioridad” será reemplazada por un contacto de respeto y de mutuo
enriquecimiento. No existe otra “garantía” para el desarrollo de una comunidad
humana, para la cual no sea cuestión el reglamentar cuartelariamente las
relaciones entre las generaciones, entre hombres y mujeres... Peor para todos
aquellos a quienes esto inquieta porque no saben pasar de la garantía del
guardia civil, del maestro y del cura.
En el comunismo, los
viejos ya no serían aparcados en hospicios precementerios, ni los niños
estarían sujetos a sus padres debido a la necesidad de comer. La educación
tampoco sería una obligación, preparatoria del asalariado. El niño aprendería a
leer y a escribir porque siente la necesidad de ello. Debido al hecho de que el
mundo infantil no está separado del resto de la vida social, este aprendizaje
sería una necesidad imperiosa, al igual que el andar y el hablar, aunque en un
momento muy posterior ya que se trata de una de las últimas necesidades
humanas. Para ello, no habría ninguna necesidad de aparcar a los pequeños
durante largas horas diarias, ya que quedaría siempre abierta la posibilidad de
dedicarse a múltiples actividades. La lectura, o cualquier otro aprendizaje,
podría entonces formar parte de la vida en lugar de ser una obligación sometida
a juicio y sanción.
Las relaciones
amorosas serían la base de la vida, sustituyendo al matrimonio, que perdería
toda razón de existir. La cuestión de saber si dos... o tres o diez personas
quieren convivir, o relacionarse mediante un pacto tácito, sólo les importaría
a ellos.
En el comunismo, el
fin de las relaciones de fuerzas, de la violencia, del antagonismo universal de
cada uno contra todos... supondría el fin de la propiedad sobre las cosas y las
personas. Suprimir la propiedad privada significa acabar con sus fundamentos:
la dominación del “otro” (hombre o naturaleza); la apropiación, que sólo
percibe al otro en relación de utilidad; la degradación general de las
relaciones entre los hombres y entre éstos y la naturaleza.
No se podrá ya más
“usar y abusar” de cualquier cosa, sea la que sea, por el hecho de ser su
propietario. Nada pertenecerá ya más a nadie. El uso volverá a tener el sentido
del uso. Una bicicleta servirá para desplazarse y no para que sólo el señor
López, su legítimo propietario, se desplace. La propia idea de propiedad pronto
será considerada como un absurdo. Saber si, por razones sentimentales o de otro
tipo cualquiera, los seres humanos o algunos de ellos tienen necesidad de un
territorio dado o de objetos sobre los cuales puedan establecer vínculos, no
tiene nada que ver con la propiedad. La seguridad material y afectiva de cada
uno quedará, por otro lado, reforzada: la desaparición de las relaciones de
fuerza, del dinero, permitirá relaciones humanas en las que cada uno deberá
poder alimentarse, vestirse, vivir sólo con otras personas, según quiera. Es el
interés de cada persona el que prevalece por encima del derecho de propiedad,
de la fuerza, o del dinero, que pueda o no pueda tener. El fin de la violencia
institucionalizada y de la indiferencia permitirán a cada persona estar tranquila,
sin destruirse ni ignorarse.
Estado, Nación... O Comunidad humana
El Estado, es decir,
la organización de la división de los hombres entre gobernantes y súbditos, se
ha apoyado siempre en la noción de territorio, que responde para los diferentes
explotadores a la necesidad, a la vez, de fijar sus esclavos, sometidos, en un
territorio determinado, y de marcar la distancia con los eventuales enemigos,
haciéndoles saber que en tal zona, hombres, animales y plantas les pertenecen.
La idea nacional se apoya
en los mitos engendrados por la sedentarización: mitos del país natal, del
extranjero... mitos que limitan la visión del mundo, que la mutilan. El
desarrollo de las relaciones mercantiles, determinando y además disolviendo las
relaciones jerárquicas o comunitarias por las cuales se expresaban directamente
la dependencia y/o cooperación entre los hombres, no ha cuestionado esta
dependencia del territorio ya que la formación de los Estados nacionales, el
mito de la patria, es el fruto directo del advenimiento del capitalismo.
Recuperando a la vez los límites y las aspiraciones de las antiguas
comunidades, el capitalismo valora no una comunidad real, sino la imagen de una
comunidad que se manifiesta en el débil fetichismo de bandera y héroe nacional.
El aumento de las relaciones impersonales entre los hombres se acompaña de la
invención de una comunidad de destino enmascarando la división entre clases
socialmente antagónicas, permitiendo una racionalización de la dominación del
capitalismo, imponiendo a sus gestores, divididos por la competencia, una
unidad correspondiente a los intereses superiores del Estado, guardián y
gerente de la relación social general, protegiéndolo contra las influencias
disolventes del mercado.
Si bien esta dominación capitalista se
resguarda detrás de las fronteras, se apoya en un movimiento de mundialización
de las relaciones mercantiles, sobre la tendencia imperialista de conquistar,
unificar y, tan necesaria, de constituir mercados. La colonización, las guerras
mundiales, el desarrollo de nuevos polos de acumulación, la constitución de
nuevos estados nacionales, han sido etapas de este movimiento. En la época
contemporánea, el intercambio uniformiza la vida a través del mundo y es el
mismo tipo de alimentación, de urbanismo, enseñanza e información, lo que se
encuentra por todos lados. El colorido local salvaguardado es un gancho
comercial que participa en la generalización del intercambio. El nacionalismo,
la xenofobia, por el contrario, se han desarrollado a medida que se degrada el
conocimiento y enraizamiento del hombre en su entorno.
El comunismo es la
ruptura con las viejas nociones de territorio, de patria, de nación, de Estado.
Los problemas que deberá resolver serán mundiales y sólo podrán ser resueltos
por una comunidad humana mundial que destruya totalmente las trabas nacionales
e internacionales.
En ruptura con la
“lógica del progreso”, la revolución comunista deberá asumir, sobre la base más
amplia posible, la protección de la naturaleza y de aquellos que en ella viven.
El comunismo no se instalará como el capitalismo por la imposición de una
estructura social disgregando las comunidades tradicionales. Es seguro que las
poblaciones implicadas y sus relaciones con el resto de la humanidad se
transformarán, pero esta transformación no habrá de ser una destrucción de los
hombres ni una negación de los valores comunitarios.
El comunismo
introducirá una libertad desconocida hasta ahora: la de viajar por toda la
superficie del planeta sin tenerse que justificar o presentar documentos, la de
ir donde se quiera cuando se quiera y permanecer tanto tiempo como se quiera.
Los hombres no estarán prisioneros detrás de las fronteras estatales, y de este
modo se desvanecerán también las fronteras culturales y étnicas. La única colectividad
en el comunismo será la comunidad humana, organizada sobre las bases
igualitarias y comunitarias que tomarán, evidentemente, la forma de
colectividades particulares, pero donde el hombre no tendrá la limitada visión
actual dado que sabrá, de una parte, que las diferencias que puedan existir
entre comunidades, no constituyen obstáculo a su contacto con el exterior dados
los aspectos vitales de una misma humanidad, y, de otra, que puede a merced de
sus necesidades y deseos incorporarse y participar con tal o cual comunidad sin
que el origen de su nacimiento sea un obstáculo en su integración.
Revolución y comunización
Entre el capitalismo
y el comunismo no hay una especie de modo de producción mixta ni intermedia. El
periodo de “transición”, o más bien... el período de ruptura es esa fase en la
que un proceso comunista deberá enfrentarse a secuelas humanas y materiales de
una era de esclavismo y neutralizar las fuerzas que las defiendan. No habrá en
un primer tiempo revolución armada y a continuación, permitida por esta
revolución, la transformación de la realidad social. Revolución y comunización
están íntimamente unidas. La revolución es la comunización de las relaciones
entre los hombres a través de movimientos de masa dirigidos contra las relaciones
mercantiles y el Estado.
La revolución será
una formidable conmoción social. Implica enfrentamientos y no excluye la
violencia. Pero, si bien es una fuerza, su problema esencial no es el de la
violencia, y la condición de su éxito no es esencialmente una cuestión de
poder. No disputa el Estado y la Economía a los poderosos. La revolución
comunista no persigue el poder, ni siquiera cuando se atribuye el poder de
tomar sus medidas expresando el rechazo práctico del Estado y del capitalismo.
Este rechazo práctico se expresará por la formación de comunidades de lucha
independientes de las instituciones estatales (partidos, sindicatos, policía,
ejército), permitiendo un verdadero compromiso de todos, la unidad y la
transparencia efectiva de las decisiones y de sus aplicaciones, rechazando la
división representantes-representados, por la instauración de relaciones no
mercantiles que, en un primer tiempo, puedan servirse de ciertos aspectos de
las actuales estructuras productivas reorientándolas en el sentido de la
satisfacción de las necesidades humanas mediante la distribución de los
productos.
La fuerza de la
revolución será, de hecho, una relación social que cambie completamente las
otras, que haga de los hombres los sujetos de su propia historia. Es rompiendo
los vínculos de dependencia y de aislamiento como destruirá al Estado y la
política, es aboliendo las relaciones mercantiles como destruirá al
capitalismo.
La revolución
comunista no es el choque entre dos ejércitos, uno a las órdenes de los
privilegiados y explotadores y otro al servicio de los proletarios. No puede
ser reducida a una guerra en la que lo que está en juego sea la toma de poder y
el control territorial. Los proletarios resbalarían sobre el terreno del
enemigo si se entregaran a un enfrentamiento cuerpo a cuerpo, si ellos buscasen
establecer una relación de fuerzas, preservar las “conquistas” para la
construcción de otra estructura estatal. La revolución degeneraría entonces en
guerra civil, fatalmente resbaladiza que no haría más que reproducir los
fracasos del pasado. El enfrentamiento entre dos ejércitos, rojo y blanco, no
será la revolución comunista sino la transformación de los proletarios en
tropas de una vanguardia cualquiera.
Los proletarios
deberán ser activos para triunfar, no teniendo ni patria que defender, ni
estado que construir. Frente a ellos estará el ejército y la policía, así como
todos aquellos que quieran que los seres humanos estén siempre dominados,
explotados, o quienes no puedan vislumbrar la vida humana nada más que de esta
forma. Para la transformación inmediata y radical de la organización social, es
necesario que los militares y los conservadores actuales sean privados de
cualquier cosa que defender. El ejército, los grupos paramilitares no pueden
conseguirlo todo por ellos mismos en tanto que organizaciones de la violencia.
Su acción puede expresarse directamente por la destrucción de hombres y cosas,
o bien creando y manteniendo una situación de penuria adecuada para desarrollar
el egoísmo, el miedo... Serán relevados en eso por aquellos para quienes lo que
existe es el mejor de los mundos posibles, quienes tratarán de canalizar la
violencia de los explotados. Preconizando las liquidaciones masivas de los
oponentes reales o supuestos, dando a las frustraciones que empezarán a
exteriorizarse, objetivos asesinos, apelarán al homicidio para evitar que se
plantee la necesidad para los hombres de organizar ellos mismos su propia vida.
La revolución
comunista no se sustenta ni del sabor de la sangre ni del espíritu de venganza.
Su objetivo no es la masacre, sino la emergencia de una comunidad reconciliada.
Los movimientos del pasado demuestran que la sangre derramada se debe
generalmente en una débil parte a los sublevados. Son las fuerzas sociales
conservadoras quienes han masacrado, encarcelado y deportado. La sangre ha
corrido durante los combates, pero a menudo después de su victoria. Les es
necesario destruir a aquellos en quienes parece radicar la revolución. A la
inversa, la ética del movimiento comunista implica la posibilidad de cambio de
vida para sus adversarios, actuando de tal forma que ellos comprendan, lo más
ampliamente posible, que el gozo verdadero no reside en la humillación y la
muerte, sino en la realización de la comunidad de los hombres sin amos ni
esclavos. La guerra es, por encima de todo, destrucción y sumisión de los
hombres. La revolución comunista tiene por meta barrer las estructuras
materiales y mentales de la opresión y no destruir y someter a los hombres.
De lo que se trata,
pues, es de rechazar el mundo de la dominación, rompiendo todas las relaciones
en las que se basa: esto no es construir un ejército, sino abolir el ejército;
no es conseguir que algunos sean ministros o comisarios del pueblo, sino de
hacer inútil esta función.
CONCLUSIÓN
1. Frente a la
negación de la humanidad que representa el capitalismo, todo lo que se puede
finalmente proponer es otra vida donde nuestras acciones, nuestra palabra,
nuestra imaginación, toda nuestra sensibilidad dejen de estar encadenadas. Es
evidente que esto sólo se puede conquistar con la destrucción de la sociedad
capitalista, pero no puede reducirse únicamente a eso. Esta destrucción deberá
enfrentarse a todas las viejas separaciones entre los seres herederos de las
viejas sociedades de clase. Deberá acompañarse de un movimiento positivo
tendente a la comunidad humana. Aunque la trunque, el capitalismo no puede
prescindir de la actividad humana. Los seres humanos no son objetos; los
hombres sufren los roles en los que les encierra esta sociedad y pueden
manifestar su rechazo a todo esto. Esta contradicción es la única insalvable
del capitalismo, la que hace del comunismo una posibilidad humana.
2. La humanidad
entera tiene interés en la supresión de la dominación capitalista. No obstante,
esto no significa que el capital y el estado se han transformado en monstruos
abstractos frente a los cuales toda la humanidad se opondría potencialmente y
unánimemente. Todavía hay clases que dirigen y administran la producción y la
venta de mercancías. Todavía hay también proletarios, explotados, que no
poseyendo más que su fuerza de trabajo, su existencia depende de la venta de
ésta. Asimismo, todavía hay categorías sociales, incluso asalariadas, que
participan en la reproducción y mantenimiento del trabajo asalariado. Si bien
la revolución comunista se hará “a título humano”, no puede ser considerada
independientemente del lugar que ocupan unos y otros en esta organización
social; no puede ser más que la negación de esta organización.
3. Si bien los
explotados, los oprimidos, desempeñan por su movimiento de clase un papel
importante en la liberación de la perspectiva comunista, ésta no será un simple
incremento de las luchas para la adecuación de la sociedad mercantil. No será
engendrada por las conciencias alienadas reconociéndose en sus determinaciones
esenciales, sino por los seres humanos que no soportan verse reducidos a su rol
de productores y consumidores de mercancías. No se puede tender a la comunidad
humana constituyendo comunidades parciales y separadas que no son jamás un
obstáculo al capital, ni cultivando el ser individual en el cual se encontrará
finalmente al “verdadero hombre”. Reafirmar la individualidad es insuficiente,
incluso como un primer momento de rebelión. ¿Es que acaso esta sociedad no
conduce a un culto del individuo –en la separación, la atomización? La
revolución comunista no se hará ni por los individuos que quieran situarse en
esta sociedad, ni por las conciencias desdichadas que padecen en la vida, ni
por los desesperados, sino por los seres que buscan su humanidad, no
fragmentados, insatisfechos, y solamente cuando tengan la visión de otra
posible. Los seres sólo son verdaderamente humanos –por lo tanto,
potencialmente subversivos– cuando siendo exploradores de lo posible no se contentan
con lo que les es presentado como lo inmediatamente realizable.
4. La tendencia a la
comunidad atraviesa la historia humana y se ha concretado repetidas veces. Su
eventual realización no será, por tanto, ni el producto de un supuesto sentido
de la historia, ni el fin de ella. Será el producto de un movimiento práctico
de intervención humana. La sociedad no estará entonces fijada y cerrada a toda
evolución; el hombre no será un ser pasivo, disfrutando embelesadamente de
bienes ajenos a su actividad y a su creatividad. Su disfrute dependerá de lo
que el haga y de lo que sea en el seno de la comunidad. No tiene sentido
preguntarse si esta tendencia vencerá o no dado que nosotros no la hemos
escogido: es ella la que nos tienta y nos permite explicar lo que consideramos
como lo mejor de nosotros.
[1] Publicado en
la revista Etcétera –Correspondencia de la guerra social, nº 7, julio 1985.
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