Las mentes de los hombres están confusas, cada fundamento de nuestra
civilización parece estar tambaleándose. Las personas están perdiendo su
fe en las instituciones existentes y los más inteligentes están
comprendiendo que el capitalismo industrial está fracasando en cada uno
de los propósitos que se supone que defiende.
El mundo ha
perdido el tino. El parlamentarismo y la democracia están en declive. La
salvación se busca en el fascismo y otras formas de gobiernos “fuertes”.
El
enfrentamiento entre ideas opuestas, que está teniendo lugar en el
mundo, implica problemas sociales que demandan una urgente solución. El
bienestar del individuo y el destino de la sociedad humana dependen de
la correcta respuesta dada a estas cuestiones. La crisis, el desempleo,
la guerra, el desarme, las relaciones internacionales, etc., están entre
esos problemas.
El Estado, el gobierno con sus funciones y
poderes, es el tema de interés de todo pensador. Los desarrollos
políticos en todos los países civilizados han colocado estas cuestiones
en cada hogar. ¿Tendremos un gobierno fuerte? ¿Es la democracia y el
parlamentarismo el gobierno preferido, o es el fascismo de un tipo o de
otro, la dictadura –monárquica, burguesa o proletaria– la solución de
todos los males y dificultades que asedian a la actual sociedad?
En
otros términos, ¿podremos curar los males de la democracia por medio de
más democracia, o cortaremos el nudo gordiano del gobierno popular con
la espada de la dictadura? Mi respuesta es que ni una ni otra. Estoy en
contra de la dictadura y el fascismo, como de igual modo me opongo a los
regímenes parlamentarios y de las denominadas democracias políticas.
El
nazismo correctamente ha sido denominado como un ataque a la
civilización. Esta caracterización se aplica con igual fuerza a cada
forma de dictadura; de hecho, a cualquier modo de autoridad represiva y
coercitiva. Pero, ¿qué es la civilización en estricto sentido? Todo
progreso es, en esencia, una ampliación de las libertades del individuo
con la correspondiente reducción de la autoridad ejercida sobre él por
fuerzas externas.
Esto es tan cierto en el reino físico como en
las esferas políticas y económicas. En el mundo físico, el hombre ha
progresado hasta el grado de dominar las fuerzas de la naturaleza y
hacerlas útiles para el mismo. El hombre primitivo dio el primer paso en
el camino del progreso en el momento en que produjo el primer fuego y
así triunfó sobre las oscuridades, cuando encadenó el viento o encauzó
el agua.
¿Cuál es el papel que la autoridad o el gobierno jugó
en el esfuerzo humano por mejorar, en los inventos y en los
descubrimientos? Ninguno, o al menos, ninguno que fuera útil. Siempre ha
sido el individuo quien ha logrado cada milagro en esta esfera,
normalmente a pesar de las prohibiciones, persecuciones e interferencias
de la autoridad, humana y divina.
De igual modo, en la esfera
política, el camino del progreso se ha basado en un distanciamiento cada
vez más de la autoridad del jefe tribal o del clan, del príncipe y rey,
del gobierno, del Estado. Económicamente, el progreso ha significado un
mayor bienestar de cada vez más personas. Culturalmente, ha supuesto la
consecuencia de todos los otros logros: mayor independencia política,
mental y física.
Considerado desde este ángulo, el problema de
las relaciones humanas con el Estado asume una significación
completamente diferente. No es cuestión de si la dictadura es preferible
a la democracia, o si el fascismo italiano es superior al hitlerismo.
Una cuestión más amplia y vital se plantea: ¿el gobierno político, el
Estado, es beneficioso para la humanidad? y ¿cómo afecta al individuo el
modelo social?
El individuo es la verdadera realidad de la
vida. Un universo en sí mismo no existe para el Estado, ni para esa
abstracción denominada “sociedad”, o para la “nación”,
que sólo es una reunión de individuos. El hombre, el individuo, siempre
ha sido, y necesariamente es, la única fuente y fuerza motora de la
evolución y el progreso. La civilización ha sido una continua lucha de
individuos o grupos de individuos en contra del Estado e, incluso, en
contra de la “sociedad”, esto es, en contra de la mayoría
dominada e hipnotizada por el Estado y el culto al Estado. Las más
grandes batallas del ser humano han sido emprendidas contra los
obstáculos impuestos al hombre y los impedimentos artificiales impuestos
para paralizar su crecimiento y desarrollo.
El pensamiento
humano siempre ha sido falseado por la tradición, la costumbre y una
pervertida falsa educación, en interés de aquellos que mantienen el
poder y disfrutan de privilegios; en otras palabras, por el Estado y la
clase gobernante. Este conflicto constante ha sido la historia de la
humanidad.
El individualismo puede describirse como la
conciencia del individuo acerca de lo que él es y cómo vive. Es
inherente a todo ser humano y es la clave del crecimiento. El Estado y
las instituciones sociales vienen y van, pero el individualismo
permanece y persiste. Es expresión de toda esencia de la individualidad;
el sentido de la dignidad e independencia es el suelo en donde germina.
La individualidad no es un elemento impersonal y mecánico que el Estado
trata como un “individuo”. El individuo no es meramente el
resultado de la herencia y el entorno, de la causa y efecto. Es eso y
mucho más, algo más. El hombre vivo no puede ser definido; es el origen
de toda la vida y valores; no es una parte de esto o de aquello; es el
todo, un todo individual, creciente, cambiante, siempre un todo
constante.
La individualidad no debe ser confundida con las diversas formas y conceptos del individualismo; y mucho menos con el “individualismo a ultranza”
el cual sólo es intento enmascarado para reprimir y frustrar al
individuo y su individualidad. El denominado individualismo es el laissez faire
social y económico: la explotación de las masas por las clases altas
mediante la superchería legal, la degradación espiritual y el
adoctrinamiento sistemático de los espíritus serviles, a través del
proceso conocido como “educación”. Este corrupto y perverso “individualismo”
es la camisa de fuerza de la individualidad. Ha convertido la
existencia en una carrera degradante por las apariencias, por las
posesiones, por el prestigio social y la supremacía. Su máxima sabiduría
es “Que al último se lo lleve el diablo”.
Este “individualismo a ultranza”
inevitablemente ha conllevado la mayor esclavitud moderna, las más
extremas distinciones de clases, conduciendo a millones de personas
hasta la miseria. El “individualismo a ultranza” simplemente ha supuesto el pleno “individualismo”
para los amos, mientras que el pueblo está regimentado dentro de la
casta de los esclavos para servir a un puñado de egoístas “superhombres”.
Norteamérica es tal vez el mejor ejemplo de este tipo de
individualismo, en cuyo nombre se defienden la tiranía política y la
opresión social, los cuales se consideran como virtudes; mientras cada
aspiración e intento de un hombre por alcanzar la libertad y oportunidad
social para vivir es denunciado como “antiamericano” y satanizado en nombre de ese mismo individualismo.
Hubo
un tiempo cuando el Estado era desconocido. En su condición natural, el
hombre existía sin Estado o gobierno organizado. Las personas vivían
como familias en pequeñas comunidades; araban la tierra y practicaban
las artes y artesanías. El individuo, y posteriormente la familia, era
la unidad de la vida social en donde cada uno era libre e igual a su
vecino. La sociedad humana no era entonces un Estado sino una
asociación; una asociación voluntaria para la mutua protección y
beneficios. Los miembros más viejos y con más experiencia eran los guías
y consejeros del pueblo. Ayudaban a gestionar los problemas vitales, y
no a dirigir y dominar al individuo.
El gobierno político y el
Estado se desarrollaron muy posteriormente, surgiendo del deseo de los
más fuertes para beneficiarse de los más débiles, de unos pocos sobre
los demás. El Estado, eclesiástico y secular, servía para dar una
apariencia de legalidad y corrección de las maldades hechas por unos
pocos a los demás. Esta apariencia de corrección era necesaria para un
más fácil gobierno de las personas, ya que ningún gobierno puede existir
sin el consenso de las personas, consenso abierto, tácito o asumido. El
constitucionalismo y la democracia son las formas modernas de este
consenso; el consenso se inocula y adoctrina a través de la denominada “educación “, en el hogar, en la iglesia y en cada fase de la vida.
Este
consenso es la creencia en la autoridad, necesario para el Estado. En
su base se encuentra la doctrina de que el hombre es tan malvado, tan
vicioso, tan incompetente como para reconocer lo que es bueno para él.
Sobre ésta, se levanta todo gobierno y opresión. Dios y el Estado
existen y son apoyados por este dogma.
El Estado no es nada más
que un nombre. Es una abstracción. Como otros conceptos similares
–nación, raza, humanidad– no tiene una realidad orgánica. El considerar
al Estado como un organismo sólo demuestra una tendencia enfermiza a
convertir las palabras en fetiches.
El Estado es el término
para la maquinaria legislativa y administrativa en donde algunos
realizan sus tejemanejes. No hay nada sagrado, santo o misterioso en
torno de ello. El Estado no tiene más conciencia o misión moral que una
compañía comercial que explota una mina de carbón o gestiona un
ferrocarril.
El Estado no tiene más existencia que los dioses o
los diablos. Son igualmente el reflejo y la creación del hombre, para
el hombre, el individuo es la única realidad. El Estado es sólo la
sombra del hombre, la sombra de su ininteligibilidad, de su ignorancia y
sus miedos.
La vida empieza y termina en el ser humano, el individuo. Sin él no existe raza, ni humanidad, ni Estado. No, ni incluso la “sociedad”
es posible sin el ser humano. Es el individuo quien vive, respira y
sufre. Su desarrollo, su crecimiento, ha sido una continua lucha contra
los fetiches de su propia creación, y en concreto contra el “Estado”.
En
los primeros momentos, las autoridades religiosas moldearon la vida
política a imagen de la Iglesia. La autoridad del Estado, el “derecho”
de los gobernantes, procede del cielo; el poder, como las creencias,
era divino. Los filósofos han escrito gruesos volúmenes para demostrar
la santidad del Estado; algunos incluso lo han revestido con la
infalibilidad y los atributos divinos. Alguien han mantenido la
insensata noción de que el Estado es un “superhombre”, la suprema realidad, “lo absoluto”.
El
cuestionar se condenó como una blasfemia. La servidumbre era la más
alta virtud. Mediante tales preceptos y adiestramientos, ciertas cosas
llegaron a ser consideradas como manifiestas, como sagrada su verdad,
debido a su constante y persistente reiteración.
Todo progreso se ha encaminado esencialmente hacia el desenmascarar la “divinidad” y “misterio”, la presunta santidad, la eterna “verdad”;
ha sido la gradual eliminación de lo abstracto y la sustitución en su
lugar de lo real, lo concreto. En resumen, de los hechos frente a la
fantasía, del saber frente a la ignorancia, de la luz frente a la
oscuridad.
Esta lenta y ardua liberación del individuo no fue
alcanzada con la ayuda del Estado. Al contrario, fue en un continuo
conflicto, una lucha a vida o muerte con el Estado, para conquistar el
más pequeño vestigio de independencia y libertad.
Ha costado a la humanidad mucho tiempo y sangre defender esos pequeños logros frente a los reyes, zares y gobiernos.
La gran figura heroica de este largo Gólgota
ha sido el Ser Humano. Siempre ha sido el individuo, a menudo solo e
individualmente, en otras ocasiones juntos y cooperando con otros de su
tipo, quien ha luchado y derramado sangre en la vieja batalla contra la
represión y la opresión, contra los poderes que lo esclavizan y lo
degradan.
Más aún, y lo que es más significativo: fue el
hombre, el individuo, cuya alma se rebeló primero contra las injusticias
y la degradación; fue el individuo quien primero concibió la idea de
resistencia frente a las condiciones bajo las que buscaba algo de calor.
En resumen, siempre ha sido el individuo quien ha sido el progenitor
del pensamiento liberador así como de su puesta en práctica.
Esto
se refiere no sólo a la lucha política, sino a todos los aspectos de la
vida humana y sus luchas, en todas las épocas y lugar. Siempre ha sido
el individuo, el hombre de fuerte pensamiento y deseo de libertad, quien
ha pavimentado el camino de cada avance humano, de cada paso hacia
delante a favor de un mundo más libre y mejor; en ciencia, en filosofía y
en el arte, así como en la industria, cuyos genios han rozado la cima,
concibiendo los “imposibles”, visualizando su realización e
imbuyendo a otros con su entusiasmo para trabajar y lograrlo. Hablando
socialmente, siempre han sido los profetas, los videntes, los
idealistas, quienes han soñado un mundo más de acuerdo con los deseos de
sus corazones y quienes han servido, como la luz del faro en el camino,
para alcanzar logros mayores.
El Estado, todo gobierno,
independiente de su forma, carácter o color, sea absoluto o
constitucional, monárquico o republicano, fascista, nazi o bolchevique
es, por propia naturaleza, conservador, estático e intolerante al
cambio, rechazándolo. Cualquier cambio experimentado siempre ha sido el
resultado de la presión ejercida sobre él, fuerte presión para obligar a
los poderes gobernantes a asumirlo pacíficamente o de otra forma,
generalmente “de otra forma”, esto es, a través de la
revolución. Es más, el conservadurismo inherente del gobierno, de la
autoridad de cualquier tipo, inevitablemente se transforma en reacción.
Por dos razones: primero, porque está en la naturaleza del gobierno no
sólo retener el poder que posee, sino igualmente ampliarlo y
perpetuarlo, nacional como internacionalmente.
Cuanto más fuerte
es la autoridad, mayor es el Estado y su poder, y menos puede tolerar a
una autoridad similar o poder político a su vera. La psicología del
gobierno exige que esta influencia y prestigio crezca constantemente,
tanto dentro como fuera, y explotará cualquier oportunidad para
incrementarlo. Esta tendencia está motivada por los intereses
financieros y económicos que están detrás del gobierno, a los cuales
representa y se sirven de él. La fundamental raison d’être (razón de ser)
de cualquier gobierno que, a propósito, ante lo cual antiguamente los
historiadores de manera intencionada cerraron sus ojos, se ha hecho tan
obvio en la actualidad que incluso los estudiosos no lo pueden ignorar.
El
otro factor, que obliga a los gobiernos a ser cada vez más
conservadores y reaccionarios, es su inherente desconfianza frente al
individuo y el temor a la individualidad. Nuestro contexto político y
social no puede permitirse el lujo de tolerar al individuo y su
constante demanda de innovación. Por lo tanto, para su “autodefensa”,
el Estado reprime, persigue, castiga e incluso priva al individuo de su
vida. Es ayudado en esta labor por diversas instituciones creadas para
preservar el orden existente. Recurre a cualquier forma de violencia y
fuerza, y sus tentativas son apoyadas por la “indignación moral”
de la mayoría frente al herético, el disidente social y el rebelde
político; la mayoría durante siglos ha sido instruida en el culto al
Estado, adiestrada en la disciplina y la obediencia y dominada por el
temor a la autoridad en el hogar, la escuela, la iglesia y la prensa.
El
más fuerte baluarte de la autoridad es la uniformidad; la menor
divergencia frente a ella, es el mayor crimen. La generalización de la
mecanización de la vida moderna ha multiplicado por mil la uniformidad.
Está presente en cualquier lugar, en los hábitos, en los gustos, en el
vestir, en el pensamiento y en las ideas. La mayor estupidez concentrada
es la “opinión pública”. Pocos tienen el coraje de enfrentarse a ella. Quien se niega a someterse rápidamente es etiquetado como “raro” o “diferente” y desacreditado como un elemento perturbado en el confortable estancamiento de la vida moderna.
Tal vez más que la autoridad constituida, sea la uniformidad social y la igualdad lo que más atormenta al individuo. Su misma “singularidad”, “separación” y “diferenciación”
lo convierte en un extraño, no sólo en su lugar de nacimiento sino
incluso en su propio hogar. En ocasiones, más que los propios
extranjeros quienes generalmente aceptan lo establecido.
En el
verdadero sentido, el terruño de uno, con sus tradiciones, las primeras
impresiones, reminiscencia y otras cosas añoradas, no es suficiente como
para hacer a los seres humanos susceptibles de sentirse en el hogar.
Una cierta atmósfera de “pertenencia”, la conciencia de ser “uno” con
las personas y el medio, es más esencial para que uno se sienta en casa.
Esto se basa en una buena relación con nuestra familia, el más pequeño
círculo local, así como el aspecto más amplio de la vida y actividad,
comúnmente denominado como nuestro país. El individuo cuya visión
abarque todo el mundo a menudo no suele sentirse en ningún lugar tan
desprotegido y tan desvinculado a su entorno como en su tierra natal.
En
los tiempos anteriores a la guerra, el individuo podía al menos escapar
al aburrimiento nacional y familiar. El mundo entero estaba abierto a
sus anhelos y sus demandas. Actualmente, el mundo se ha convertido en
una prisión y la vida continuamente confinada solitariamente.
Especialmente esto es cierto con el advenimiento de las dictaduras,
tanto de derechas como de izquierdas.
Friedrich Nietzsche
denominó al Estado como un frío monstruo. ¿Cómo habría llamado a la
bestia horrorosa en su forma de dictadura moderna? No es que el gobierno
alguna vez hubiera permitido muchas oportunidades al individuo; pero
los adalides de la ideología del nuevo Estado incluso no llegan ni a
conceder esto. “El individuo no es nada”, declaran, “es la colectividad lo que cuenta”. Nada más que la completa rendición del individuo podrá satisfacer el insaciable apetito de la nueva deidad.
Aunque
parezca extraño, los más ruidosos defensores de este nuevo credo los
encontraremos entre la intelectualidad británica y norteamericana. Ahora
están entusiasmados con la “dictadura del proletariado”. Sólo
en teoría, está claro. En la práctica, prefieren todavía las pocas
libertades de sus respectivos países. Han acudido a Rusia en cortas
visitas o como mercaderes de la “revolución”, aunque se sienten más seguros y cómodos en su casa.
Tal
vez no sólo sea falta de coraje lo que mantiene a estos buenos
británicos y norteamericanos en sus tierras nativas antes que en el
venidero milenio1. De manera subconsciente, tal vez se pueda
apreciar un sentimiento que demuestra que la individualidad sigue siendo
el hecho más fundamental de toda asociación humana, reprimido y
perseguido aunque nunca derrotado, y a la larga, vencedor.
El “genio humano”,
que es lo mismo pero con otro nombre, que la personalidad y la
individualidad, ha abierto un camino a través de todas las cavernas
dogmáticas, a través de las gruesas paredes de la tradición y la
costumbre, desafiando todos los tabúes, dejando la autoridad en la nada,
haciendo frente a las injurias y al patíbulo; en última instancia, para
ser bendecido como profeta y mártir por las generaciones venideras.
Pero si no fuera por el “genio humano”, que es la cualidad inherente y persistente de la individualidad, seguiríamos vagando por los primitivos bosques.
Peter
Kropotkin ha demostrado qué maravillosos resultados se han alcanzado
por medio de esta única fuerza de la individualidad cuando ha sido
fortalecida por medio de la cooperación con otras individualidades. La
teoría unilateral e inadecuada de Darwin de la lucha por la existencia
recibió su complementación biológica y sociológica por parte del gran
científico y pensador anarquista. En su profundo trabajo, El apoyo mutuo,
Kropotkin demuestra que en el reino animal, de igual forma que en la
sociedad humana, la cooperación –como oposición a los conflictos y
enfrentamientos intestinos– ha trabajado por la supervivencia y
evolución de las especies. Ha demostrado que sólo el apoyo mutuo y la
voluntaria cooperación –y no el omnipotente y devastador Estado– pueden
crear las bases para la libertad individual y una vida en asociación.
En la actualidad, el individuo es la marioneta de los zelotes de la dictadura y de los igualmente obsesionados zelotes del “individualismo a ultranza”. La excusa de los primeros es que buscan un nuevo objetivo. Los últimos, nunca han pretendido nada nuevo. De hecho, el “individualismo a ultranza”
no ha aprendido nada ni ha olvidado nada. Bajo su guía, la burda lucha
por la existencia física todavía está vigente. Aunque pueda parecer
extraño, y absolutamente absurdo, la lucha por la supervivencia física
campa a sus anchas aunque su necesidad ha desaparecido completamente. De
hecho, la lucha continúa aparentemente, ya que no es necesaria. ¿La
denominada sobreproducción no lo prueba? ¿No es la crisis económica
mundial una elocuente demostración de que la lucha por la existencia es
mantenida por la ceguera del “individualismo a ultranza” a riesgo de su propia destrucción?
Una
de las dementes características de esta lucha es la completa negación
de la relación del productor con las cosas que él produce. El trabajador
medio no tiene un estrecho vínculo con la industria en donde está
empleado, y es un extraño a los procesos de producción en los cuales es
una parte mecánica. Como otro engranaje de la máquina, es reemplazable
en cualquier momento por otro similar despersonalizado ser humano.
El
proletario intelectual, aunque tontamente se concibe como un agente
libre, no está mucho mejor. Él, igualmente, tiene pocas opciones o
autoorientación, en sus particulares materias de la misma manera que sus
hermanos que trabajan con sus manos. Las consideraciones materiales y
el deseo de un mayor prestigio social suelen ser los factores decisivos
en la vocación de un intelectual. Junto a esto, está la tendencia a
seguir los pasos de la tradición familiar, convertirse en doctores,
legisladores, profesores, ingenieros, etc. Seguir la corriente requiere
menos esfuerzo y personalidad. En consecuencia, casi todos estamos fuera
de lugar en el presente esquema de las cosas. Las masas siguen
trabajando cansinamente, en parte porque sus sentidos han sido embotados
por la mortal rutina del trabajo, y porque deben ganarse la vida. Esto
es pertinente con mayor fuerza aún a la estructura política actual. No
existe espacio en este contexto para la libre elección, para el
pensamiento y actividad independiente. Sólo hay lugar para votar y para
los contribuyentes títeres.
Los intereses del Estado y los del
individuo difieren fundamentalmente y son antagónicos. El Estado y las
instituciones políticas y económicas que soporta, pueden existir sólo
modelando al individuo según sus propios propósitos; adiestrándolo para
que respete “la ley y el orden”; enseñándole obediencia,
sumisión y fe incondicional en la sabiduría y justicia del gobierno; y,
sobre todo, leal servicio y completo autosacrificio cuando lo manda el
Estado, como en la guerra. El Estado se impone a sí mismo y sus
intereses por encima, incluso, de las reivindicaciones de la religión y
de Dios. Castiga los escrúpulos religiosos o de conciencia de la
individualidad, ya que no existe individualidad sin libertad, y libertad
es la mayor amenaza de la autoridad.
La lucha del individuo
contra estas tremendas desigualdades es lo más difícil –también, en
ocasiones, peligroso para la vida y el propio cuerpo– ya que no es la
verdad o la falsedad lo que sirve como criterio de la oposición que
tendrá que hacer frente. No es la validez o utilidad de su pensamiento o
actividad lo que despierta contra él las fuerzas del Estado y de la “opinión pública”.
La persecución del innovador y del que protesta generalmente está
inspirada por el temor de una parte de la autoridad constituida al
sentir su incapacidad cuestionada y su poder minado.
La
verdadera liberación del hombre, individual y colectiva, reposa en su
emancipación de la autoridad y de la creencia en ella. Toda la evolución
humana ha sido una lucha en esa dirección y con ese objetivo. No son
los inventos y mecanismos los que constituyen el desarrollo. La
habilidad de viajar a una velocidad de cien millas por hora no es una
evidencia de un ser civilizado. La verdadera civilización será medida
por el individuo, la unidad de toda vida social; por su individualidad y
hasta qué punto es libre para desarrollarse y expandirse sin el estorbo
de la invasora y coercitiva autoridad.
Socialmente hablando,
el criterio de la civilización y la cultura es el grado de libertad y
oportunidad económica que disfruta el individuo; de unidad social e
internacional, y de cooperación sin restricciones por leyes hechas por
el hombre y demás obstáculos artificiales; por la ausencia de castas
privilegiadas y por la realidad de la libertad y dignidad humanas; en
pocas palabras, por la verdadera emancipación del individuo.
El
absolutismo político se ha abolido porque los hombres han comprendido
con el paso del tiempo que el poder absoluto es dañino y destructivo. Lo
mismo es cierto con todo poder, ya sea el poder de los privilegios, del
dinero, del sacerdote, del político o de la denominada democracia. En
sus consecuencias sobre la individualidad, importa poco cuál es el
carácter particular de la coacción, ya sea negra como el fascismo,
amarilla como el nazismo o con pretensión de roja como el bolchevismo.
Es el poder lo que corrompe y degrada tanto al amo como al esclavo, y da
lo mismo si el poder es ejercido por un autócrata, por un parlamento o
por los soviets. Más pernicioso que el poder de un dictador es el de una
clase; lo más terrible: la tiranía de la mayoría.
El largo
devenir de la historia ha enseñado al hombre que la división y los
conflictos internos significa la muerte, y que la unidad y la
cooperación lo hace avanzar en su causa, multiplica sus fuerzas y amplía
su bienestar. El sentido del gobierno siempre ha operado en contra de
la aplicación social de esta lección vital, salvo cuando sirve al Estado
y los ayuda en sus particulares intereses. Éste es el antiprogresivo y
antisocial sentido del Estado y de sus castas privilegiadas que están
detrás de él, el cual ha sido responsable de la amarga lucha entre los
hombres. El individuo y los amplios grupos de individuos han comenzado a
ver debajo del orden establecido de las cosas. No por mucho tiempo
seguirán cegados como en el pasado, por el deslumbre y el oropel de la
idea del Estado, y por las “bendiciones” del “individualismo a ultranza”.
El hombre está extendiendo su mano para alcanzar las más amplias
relaciones humanas que sólo la libertad puede otorgar. La verdadera
libertad no es un mero trozo de papel denominado “constitución”, “derecho legal” o “ley”. No es una abstracción derivada de la irrealidad llamada “el Estado”.
No es el aspecto negativo de ser liberado de algo, ya que con tal
libertad uno puede morirse de hambre. La libertad real, la libertad
verdadera, es positiva: es la libertad a algo; es la libertad de ser, de
hacer; en resumen, es la libertad de la real y activa oportunidad.
Este
tipo de libertad no es obsequio: es el derecho natural del hombre, de
cada ser humano. No puede otorgarse; no puede ser encadenada por medio
de ninguna ley o gobierno. Su necesidad, su anhelo, es inherente al
individuo. La desobediencia a cualquier forma de coerción es su
instintiva expresión. La rebelión y la revolución son el intento más o
menos consciente de alcanzarla. Estas manifestaciones, individual y
social, son las expresiones fundamentales de los valores humanos. Debido
a que esos valores deben ser alimentados, la comunidad debe comprender
que su mayor y más duradero recurso es la unidad, el individuo.
En
la religión, como en la política, las personas hablan de abstracciones y
creen que se trata de realidades. Sin embargo, cuando van a lo real y
concreto, la mayoría de las personas parecen perder su fogosidad. Tal
vez puede ser porque la realidad únicamente puede ser demasiado
práctica, demasiado fría, como para entusiasmar al alma humana. Sólo
puede encender el entusiasmo las cosas no triviales, excepcionales. En
otros términos, el Ideal es la chispa que prende la imaginación y el
corazón de los hombres. Se necesita cierto ideal para despertar al
hombre de la inercia y rutina de su existencia, y convertir al sumiso
esclavo en una figura heroica.
La discrepancia vendrá, por
supuesto, del objetor marxista quien es más marxista que el propio Marx.
Para ellos, el hombre es un mero títere en manos de ese omnipotente
metafísico llamado determinismo económico o, más vulgarmente, la lucha de clases.
La voluntad humana, individual o colectiva, su vida psíquica y
orientación mental no cuenta para nada para nuestro marxista y no afecta
a su concepción de la historia.
Ningún estudioso inteligente
puede negar la importancia de los factores económicos en el crecimiento
social y desarrollo de la humanidad. Pero sólo un estrecho y deliberado
dogmatismo puede persistir en mantener ciego al importante papel jugado
por una idea concebida por la imaginación y las aspiraciones del
individuo.
Sería vano e improductivo intentar determinar un
factor como contrario a otro en la experiencia humana. Ningún factor en
solitario, en el complejo individuo o en la conducta social, puede ser
designado como el factor decisivo. Sabemos muy poco, y nunca se sabrá lo
suficiente, de la psicología humana como para sopesar y medir los
valores relativos de este o de ese otro factor como determinantes de la
conducta del hombre. Dar lugar a tales dogmas en su connotación social
no es más que fanatismo; tal vez, incluso, tiene su utilidad, pues sus
diversos intentos sólo probarán la persistencia de la conducta humana,
refutando a los marxistas.
Afortunadamente, algunos marxistas
han comenzado a ver que no todo es correcto en el credo marxista.
Después de todo, Marx era un humano –demasiado humano– y, por tanto, de
ninguna manera infalible. La aplicación práctica del determinismo
económico en Rusia ha ayudado a aclarar las mentes de los más
inteligentes marxistas. Esto puede apreciarse en la evaluación de los
principios marxistas entre las filas socialistas, e incluso comunistas,
en algunos países europeos. Poco a poco han apreciado que sus teorías
habían pasado por alto el elemento humano, den Menschen, como
lo expresó un periódico socialista. Aunque es importante el factor
económico, no es suficiente. La renovación de la humanidad necesita de
la inspiración y de la vivificadora fuerza de un ideal.
Tal
ideal yo lo hallo en el anarquismo. Está claro, no estoy hablando de las
mentiras populares vertidas por los adoradores del Estado y de la
autoridad. Me refiero a la filosofía de un nuevo orden social basado en
la liberación de las energías del individuo y en la libre asociación de
los individuos liberados.
De todas las teorías sociales, el
anarquismo es la única que proclama firmemente que la sociedad existe
para el hombre, y no el hombre para la sociedad. El único legítimo
propósito de la sociedad es servir a las necesidades e incrementar las
aspiraciones del individuo. Sólo haciendo esto, está justificada su
existencia y puede ser una ayuda para el progreso y la cultura.
Los
partidos políticos y los hombres que luchan salvajemente por el poder
me menospreciarán como a alguien completamente desconectada de nuestro
tiempo. Tranquilamente asumo la acusación. Me reconforta la seguridad
que su histeria no tiene un carácter perdurable. Sus hosannas son cantos momentáneos.
El
hombre anhela la liberación frente a toda autoridad, y el poder nunca
será más suave, a pesar de sus cantos altisonantes. La búsqueda de la
libertad de cualquier grillete es eterna; debe y seguirá siéndolo.
Nota:
1 La expresión milenio venidero debe entenderse dentro de la tradición milenarista de salvación venidera.
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