lunes, 22 de marzo de 2010

La locura de Nietzsche x Georges Bataille


(Traducción: Margarita Martínez)
El 3 de enero de 1889, hace cincuenta años, Nietzsche sucumbía a la locura: en la plaza Carlo Alberto de Turín se arrojó sollozando al cuello de un caballo apaleado, y luego se desplomó; creía, al despertar, ser DIONISO o EL CRUCIFICADO.

Este acontecimiento debe ser conmemorado como una tragedia. "Cuando lo que está vivo –decía Zaratustra– se da órdenes a sí mismo, es preciso que lo que está vivo expíe su autoridad y sea juez, vengador y VÍCTIMA de sus propias leyes".

I

Queremos conmemorar un acontecimiento trágico y estamos aquí, ahora, sostenidos por la vida. El cielo estrellado se extiende por sobre nuestras cabezas y la tierra gira bajo nuestros pies. La vida está en nuestro cuerpo, pero en nuestro cuerpo también se abre camino la muerte (incluso de lejos un hombre puede sentir siempre la llegada de los últimos estertores). Por sobre nosotros, el día sucederá a la noche, la noche al día. Sin embargo, hablamos, hablamos en voz alta, sin incluso saber qué son esos seres que somos. Y de aquel que no habla siguiendo las reglas del lenguaje, los hombres razonables que debemos ser aseguran que está loco.

Nosotros mismos tenemos miedo de volvernos locos y observamos las reglas con mucha inquietud. Por otra parte los desórdenes de los locos están clasificados y se repiten con tal monotonía que de ello se desprende un extremo aburrimiento. El poco atractivo de los dementes garantiza la seriedad y severidad de la lógica. Sin embargo, ¿será quizás el filósofo, en su discurso, un "espejo del cielo vacío" más infiel que el insensato y, en ese caso, no debería acaso saltar todo en pedazos?

Este interrogante no puede ser tomado en serio porque, aunque sensato, dejaría inmediatamente de tener un sentido. Sin embargo es resueltamente extraño al espíritu de la broma. Porque es preciso también que conozcamos el sudor de la angustia. ¿Bajo qué pretexto no dejarse incomodar hasta sudar? La ausencia de sudor es mucho más infiel que las bromas de aquél que suda. Aquél al que llamamos sabio es el filósofo, pero no existe independientemente de un conjunto de hombres. Este conjunto se compone de algunos filósofos que se laceran entre sí y de una muchedumbre, inerte o agitada, que los ignora.

En este punto, quienes sudan tropiezan en la oscuridad con quienes ven a la historia tumultuosa convertir en claro el sentido de la vida humana. Porque es cierto que, cuando a través de la historia las muchedumbres se exterminan unas a otras, ofrecen consecuencias a la incompatibilidad de las filosofías –bajo esa forma de diálogo que son las carnicerías. Pero la culminación es un combate tanto como el nacimiento y, más allá de la culminación y del combate, ¿qué otra cosa hay, más que la muerte? Más allá de las palabras que se destruyen entre sí sin fin, ¿qué otra cosa hay más que un silencio que hará volverse loco a fuerza de sudar y reír?

Pero si el conjunto de los hombres –o más simplemente su existencia integral– SE ENCARNARA en un solo ser –evidentemente tan solitario y tan abandonado como el conjunto–, la cabeza del ENCARNADO sería el lugar de un combate inmitigable y tan violento que tarde o temprano ésta estallaría en pedazos. Porque es difícil percibir hasta qué grado de tempestad o de desencadenamiento llegarían las visiones de este encarnado, que debería ver a Dios pero en el mismo instante asesinarlo, luego convertirse él mismo en Dios pero solamente para precipitarse de inmediato en una nada: volvería a encontrarse entonces como un hombre tan desprovisto de sentido como el primer transeúnte que llegara, pero privado de toda posibilidad de reposo.

No podría, en efecto, contentarse con pensar y hablar, porque una necesidad interior lo empujaría a vivir lo que piensa y lo que dice. Un encarnado de tal tipo conocería de este modo una libertad tan grande que ningún lenguaje sería suficiente para reproducir su movimiento (y tampoco la dialéctica). Sólo el pensamiento humano encarnado de tal modo se convertiría en una fiesta cuya ebriedad y licencia no estarían menos desencadenados que el sentimiento de lo trágico y de la angustia. Esto lleva a reconocer –sin que quede ninguna escapatoria– que el "hombre encarnado" debería también volverse loco.

¡Cómo le giraría la Tierra dentro de la cabeza con violencia! ¡Hasta qué punto estaría crucificado! ¡Hasta qué punto sería una bacanal (y por detrás aquellos que tendrían miedo de ver su...)! ¡Pero qué solitario se volvería, César, todopoderoso y tan sagrado que un hombre no podría ya adivinarlo sin deshacerse en lágrimas! Suponiendo que..., ¿cómo Dios no se enfermaría si descubriera frente a él su razonable impotencia para conocer la locura?

(3 de enero de 1939)





II

Pero no basta con expresar de este modo un movimiento violento: las frases serían la traición del impulso primero si no estuvieran ligadas a los deseos y las decisiones que son su razón de vivir. Ahora bien, es fácil ver que una simulación de la locura en su apogeo no puede tener consecuencia directa: nadie puede destruir voluntariamente el aparato de expresión que lo ata a sus semejantes, como un hueso a otros huesos.

Un proverbio de Blake dice que si otros no se hubiesen vuelto locos, deberíamos estarlo nosotros. La locura no puede ser arrojada fuera de la integralidad humana, que no podría llevarse a término sin el loco. Nietzsche, al volverse loco –en nuestro lugar–, hacía posible así dicha integralidad; y los locos que perdieron la razón antes que él no habían podido hacerlo con tanto brillo. Pero el don constituido por la locura que un hombre hace a sus semejantes, ¿puede ser aceptado por ellos sin que lo devuelvan con usura? ¿Y si no fuera el desquiciamiento de aquél que recibe la locura de otro como don regio, cuál podría ser la contrapartida?

Existe otro proverbio: el que desea pero no actúa alimenta la pestilencia.

Sin duda alguna, el más alto grado de pestilencia se alcanza cuando la expresión del deseo se confunde con los actos.

Porque si un hombre comienza a seguir un impulso violento, el hecho de que lo exprese significa que renuncia a seguirlo al menos durante el tiempo de la expresión. La expresión pide que se sustituya la pasión por el signo exterior que la figura. El que se expresa debe por lo tanto pasar de la esfera ardiente de las pasiones a la esfera relativamente fría y somnolienta de los signos. En presencia de la cosa expresada, es preciso entonces preguntarse siempre si el que la expresa no se prepara un sueño profundo. Tal interrogante debe ser conducido con un rigor sin desfallecimiento.

El que comprendió alguna vez que solamente la locura puede llevar a su término al hombre, se ve conducido lúcidamente por ello a elegir –no entre la locura y la razón– sino entre la impostura de "una pesadilla que justifica los ronquidos" y la voluntad de darse órdenes a uno mismo y de vencer. Ninguna traición de lo que haya descubierto como destello y desgarro en la cumbre le parecerá más odiosa que los delirios simulados del arte. Porque si es cierto que debe convertirse en la víctima de sus propias leyes, si es cierto que el cumplimiento de su destino exige su pérdida –en consecuencia, si la locura o la muerte tienen a sus ojos el brillo de una fiesta–, entonces el amor mismo de la vida y del destino quiere que cometa antes que nada en sí mismo el crimen de autoridad que expiará. Es esto lo que exige la suerte a la cual lo vincula un sentimiento de riesgo extremo.

Al proceder así desde el delirio impotente hasta la potencia en un comienzo –del mismo modo que deberá, en el epílogo de su vida, proceder en contrapartida desde la potencia hasta algún derrumbamiento, repentino o lento–, sus años no podrán transcurrir más que a la búsqueda –impersonal– de la fuerza. En el momento en que la integralidad de la vida se le aparece ligada a la tragedia que la lleva a término, él pudo percibir cuánto corría esta revelación el riesgo de debilitarse. Pudo ver alrededor de él a aquellos que se aproximan al secreto –los que representan de este modo la verdadera "sal" o "sentido" de la tierra– abandonarse al sueño disoluto de la literatura o del arte. La suerte de la existencia humana se le aparece así ligada a un pequeño número de seres privados de toda posibilidad de poder. Porque algunos hombres llevan dentro de sí mucho más de lo que en su decadencia moral creen llevar: cuando la muchedumbre alrededor de ellos, y quienes la representan, convierten todo lo que tocan en servil a la necesidad. Aquél que se ha formado hasta el extremo en la meditación de la tragedia deberá entonces –en lugar de complacerse en la "expresión simbólica" de las fuerzas que desgarran– enseñar la consecuencia a aquellos que se le asemejan. Deberá a través de su obstinación y su firmeza conducirlos a organizarse, a dejar de ser, en comparación con los fascistas y los cristianos, andrajos despreciados por sus adversarios. Porque les incumbe la tarea de procurar para la masa de aquellos que exigen de todos los hombres un modo de vida servil, la posibilidad, la oportunidad de ser lo que son pero también lo que abdican por insuficiencia de voluntad.

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