Foto:congestión vehicular en Quito
Si como dijo Hegel el aire de la ciudad
nos hace libres, en la misma medida el aire de la conurbación nos hace
esclavos. Si el ágora, el foro o la plaza pública hicieron posible la
libertad y la igualdad, su desaparición las aniquila. La conurbación que
sustituye a la ciudad -y que algunos llaman posciudad-tiene
características bien diferentes. La conurbación es exactamente lo
contrario de la ciudad, lo opuesto de un lugar a la medida del
habitante: es una no-ciudad, un espacio hecho a la medida del automóvil.
Un amontonamiento aleatorio de edificios desparramándose por el
territorio sin más orden que el que imponen los cinturones y ejes
viarios. Lo que define la ciudad es el espacio público, el terreno común
donde se dan las condiciones de una vida pública, allí donde los
habitantes, a los que llamamos con propiedad ciudadanos, pueden
expresarse; allí donde pueden formular y defender un proyecto colectivo.
Gracias a esa dimensión política, la polis, es decir, la ciudad, fue el
lugar privilegiado de la historia, de la historia como despliegue de la
libertad. En cambio, en la conurbación no existe espacio público; se
sigue llamando así a una zona neutral donde son imposibles las
relaciones urbanas, el diálogo político o la gestión ciudadana; un
espacio-espectáculo que no llama a prácticas comunitarias sino a circos
que consagran la pasividad. Lo que define a la conurbación es el espacio
circulatorio, el asfalto, que abarca prácticamente todo el espacio no
construido. Un espacio donde se puede ir de un lado a otro sin tocarse,
pero donde los encuentros son imposibles; un lugar muerto en el que se
deshacen la libertad y la historia. Desde que la ciudad no es ciudad,
los ciudadanos no son ciudadanos. Los que ahora se llaman así son sólo
votantes, sin un sentido particular de pertenencia, puesto que la
conurbación no pertenece a los que la habitan. El urbanismo ha sido el
instrumento de esa desposesión.
El urbanismo surge cuando los destinos
de la ciudad caen en poder de la burguesía. El urbanismo no es más que
la proyección de la ideología burguesa en el espacio ciudadano, o lo que
es lo mismo, la herramienta mediante la cual se convierte la ciudad en
un centro de acumulación de capital. Sus primeros pasos son quirúrgicos:
a costa de los huertos conventuales desamortizados, de las murallas y
de las venerables callejuelas, se ensanchan plazas y se abren vías
rectas de penetración que establecen el primer peldaño en el predominio
de la circulación sobre el lugar: circulación de tropas, de mercancías,
de carruajes..., de capital en suma. La mercancía coloniza las
relaciones sociales e introduce un nuevo concepto del tiempo: el tiempo
es oro. Las masas ciudadanas se ponen en movimiento espoleadas por la
prisa que les impone la economía. La ciudad crece porque ha de absorber
los excedentes depauperados de población campesina que fluyen a ella en
busca de trabajo y porque la nueva clase dominante necesita un espacio
propio. La burguesía mediante reformas interiores, fabrica nuevos
centros donde concentrar la actividad comercial y financiera. El centro
se segrega de la periferia, adonde se instalan las actividades
industriales, se trasladan los mataderos, los cementerios, los
manicomios y las cárceles. Para vivir la burguesía construye nuevos
barrios, los ensanches, separados de los viejos barrios de artesanos y
obreros. El espacio público al aburguesarse, desaparece; la burguesía es
una clase que sobrevalora su intimidad. En los exclusivos ensanches los
edificios son altos, con amplias viviendas, las calles espaciosas, con
comercios y establecimientos de lujo. La idea burguesa de edificio
público no es el palacio, ni la modesta “casa del pueblo”. El inmueble
grandioso representa la ideología burguesa de progreso. Así se
construirán gracias al uso del hierro los nuevos consistorios,
preferentemente en un estilo ecléctico, las centrales de Correos y
Teléfonos, los mercados municipales, las estaciones del ferrocarril y
todas las sedes de bancos y grandes empresas. La función de la mole de
ladrillo, hierro y cemento no es otra que la de plasmar en el espacio la
nueva jerarquía social que rige en la ciudad, preocupada exclusivamente
por el movimiento de mercancías y dinero. Con su imponente presencia el
inmueble ha de inhibir cualquier práctica cotidiana típica de una
sociedad igualitaria, paralizar la dinámica social a su alrededor; en
resumen, ha de mantener el orden.
El diseño en cuadrícula u ortogonal no
da significación alguna a valores colectivos, más bien revela una
parcelación del terreno que obedece a razones económicas: la creación
del mercado inmobiliario. Al mismo tiempo que la burguesía hace negocio
con los terrenos, consagra la privacidad como valor supremo, pues al
contrario de lo que sucede en los barrios obreros, en los ensanches se
prima lo interior sobre lo externo y, como consecuencia, se desvaloriza
la vida social. La preponderancia de la circulación sobre el lugar es
también la de la vida privada, urbanísticamente representada por la isla
de casas, la manzana. La ciudad burguesa es una ciudad rota, en la que
cada fragmento cobra autonomía: el centro político, el centro comercial y
financiero, el ensanche residencial burgués, las barriadas obreras, los
suburbios fabriles, la plaza de toros... Los espacios antaño comunes
pierden su capacidad de relación y de comunicación, las calles separan
las casas, las escaleras separan los pisos y los vecinos, encerrándose
en ellos, se separan del mundo. El movimiento repetido al infinito acaba
con la experiencia del espacio. Separa el espacio del tiempo y de la
memoria; los monumentos son homenajes al olvido. Al someterse a la
circulación la ciudad pierde su ritmo. La calle ya no se habita; es
solamente un lugar de paso para ir de compras o al trabajo.
En el estado español, a finales de los
años cincuenta del siglo pasado, las grandes ciudades dieron un salto
cualitativo en la urbanización. Los Planes de Desarrollo y la entrada de
capital foráneo fueron para la época el equivalente de lo que fueron
derribo de las murallas y la llegada del ferrocarril para el periodo
anterior. La actividad industrial pasó a ser preponderante y a
concentrarse alrededor de las ciudades, forzando un vaciado de población
rural. En quince años la población de muchas ciudades llegó a
duplicarse. La oleada migratoria apenas pudo ser albergada en bloques de
pisos, polígonos y grupos de viviendas, de arquitectura pésima,
vertical y barata, ubicados según el precio del suelo con el objetivo de
contener el mayor número posible de habitantes por metro cuadrado. La
manzana como unidad edificatoria fue definitivamente abandonada y el
bloque abierto pasó a ser la unidad celular del tejido urbano.
Espacialmente significaba un grado myaror de privatización y de
anonimato. Aunque por primera vez, o casi, el crecimiento estuvo
planificado, los Planes Generales de Ordenación no sirvieron más que
para rellenar con total permisividad los terrenos situados entre la
ciudad histórica y una ronda viaria diseñada ex profeso, plasmando un
esquema de crecimiento concéntrico -como una mancha de aceite— que nunca
será modificado. El deterioro de los barrios populares provocó la huida
de las clases medias a la periferia, lo que a su vez obligó a largos
desplazamientos y generalizó el uso del automóvil. La ciudad se sale de
sus límites merced al vehículo de motor. Al expandirse se multiplican
las distancias y pierde la forma, exigiendo cada vez más medios de
transporte. El tráfico rodado aparece tímidamente y toma posesión de las
calles. En pocos años será el amo absoluto de la ciudad industrial.
Durante los años sesenta las ciudades no solamente se extendieron sino
que se suburbializaron. La motorización de la población, el almacenaje
masivo de gente en los extrarradios, la degradación de los centros
históricos y la destrucción de los huertos urbanos fueron fenómenos
simultáneos. A los problemas económicos se añadieron los relativos a la
miseria cotidiana, o, dicho con palabras prestadas de la sociología, a
la “mala calidad de vida”.
Pero mientras que cualquier
manifestación pública era reprimida, el coche propio, la televisión y
una mínima capacidad de consumo ensanchaban los límites de lo privado.
El fútbol sucedió a los toros como primer espectáculo de masas. La
zonificación como principio exclusivo, la privatización equipada y la
dictadura de la circulación caracterizaron el urbanismo desarrollista,
dando como resultado una aglomeración de individuos con escasos vínculos
entre sí, indiferentes al lugar, automovilistas esclavos de las leyes
dictadas por las “infraestructuras”, bien fuesen circunvalaciones o
autovías radiales.
El desarrollismo no fue sin embargo un
rasgo específico de la dictadura franquista. Formulado por primera vez
por el presidente norteamericano Truman en 1949, fue la doctrina oficial
de todas las clases dirigentes y de todos los que hablaban en nombre de
las clases oprimidas. Por eso el cambio de régimen alumbró una clase
política separada pero no supuso un cambio de orientación en el fascismo
urbanizador y mucho menos un retorno de la vida pública. Tras un corto
espejismo se produjo una profesionalización acelerada de la política y
el sindicalismo a la par que una desactivación del movimiento vecinal,
procesos que sustituyeron a los mecanismos represivos anteriores de
forma mucho más eficaz. España siguió siendo “una, grande y
urbanizable”. Los nuevos PGOU eran trajes aparentemente distintos pero
hechos a con los mismos patrones. Unos pocos zurcidos, más verticalidad,
mayor zonificación, mucha más motorización y de nuevo un desarrollismo
sin otra justificación que la continuidad del proceso especulativo,
puesto que la población dejó de crecer durante casi dos décadas. Bajo la
consigna “la tierra para el que la recalifica”, los especuladores
colmaron de edificios los huecos de las ciudades hasta un segundo,
tercero o cuarto cinturón, consumiendo el suelo de uso industrial
periclitado y lo que quedaba de suelo agrícola, para soldarse luego con
las ciudades y pueblos circundantes y constituir una gran área
metropolitana. El fenómeno ha sido llamado “periurbanización”. Las
antiguas barriadas céntricas se despoblaron y fueron parcialmente
reocupadas por población marginal, acentuándose el deterioro de los
lugares. Los viejos ensanches también empezaron a perder gente; buena
parte del relevo generacional buscó casa en la primera o segunda corona
metropolitana, ya por deseo de mejor entorno, ya por precios más
asequibles. Gracias a la derrota del movimiento obrero pudieron
pacificarse los escasos lugares liberados a la vida pública y lograron
disolverse las ansias emancipadoras en un océano de consumismo y
evasiones lúdicas. El subdesarrollo intelectual del habitante resultaba
tan acentuado por el urbanismo que era muy fácil de adoctrinar para el
consumo y las hipotecas. El desarrollismo exacerbó todas las taras del
urbanismo burgués: la fragmentación de la ciudad, la destrucción del
territorio, la masificación, la inmadurez mental, el predominio de la
movilidad sobre los lugares, la urbanización sin límites... Los
materiales prefabricados prepararon a los consumidores para una la
uniformidad absoluta a traves de unos cualtos milllones de pisos,
apartamentos y casas idénticos. Una arquitectura anónima entraña un modo
de vida impersonal, insensible a la belleza tanto como a la fealdad,
regido por una idea de confort privado que descansa en el ascensor, las
cristaleras, el aire acondicionado, los cuartos de baño y sobre todo en
la bunkerización, a base de alarmas, códigos de acceso y puertas
blindadas. El desarrollismo urbano, tanto en la Dictadura como en la
Democracia posdictatorial, transformó la ciudad en mero soporte de la
circulación autónoma y de ahí vino lo demás. Al resultado final ya no se
le podía llamar ciudad, puesto que se trataba de una extensión
urbanizada sin fronteras, sin forma y sin carácter; un nódulo, o un
“hub”, o un punto de articulación del retículo de la economía
mundializada, semejante a cualquier otro. Patrick Geddes tempranamente
llamó a eso “conurbación”; otros le llamaron “sistema urbano”. No era un
fruto de la globalización; era la conditio sine qua non de su
funcionamiento. La globalización descansa sobre una red de territorios
hiperurbanizados por donde se mueven en tiempo real la información y los
capitales; sobre un racimo pues de conurbaciones.
La conurbación de la era globalizadora
tiene tres rasgos que la acompañan: ausencia de límites (“generalización
de lo urbano”), diversidad de centros (“multipolaridad”) y
desagregación social extrema (atomización). Son los trazos requeridos
por una economía terciaria que, al separar geográficamente el proceso
productivo de los lugares de consumo, eleva la circulación al rango de
actividad preponderante. Y con la circulación todos los aspectos
relacionados: el almacenamiento, la manipulación, la distribución y
transporte. Para adaptarse a una economía de servicios, la conurbación
debe por una parte sobrepasar un determinado tamaño crítico que la haga
rentable como mercado; por la otra, disolver su centro en una red eficaz
de polos especializados. La población necesaria viene de lejos,
expulsada de sus países por la liquidación de las formas de sociedad
anteriores a la globalización. Finalmente, la conurbación ha de
conectarse con las demás de todas las maneras y a toda velocidad. La
permanencia dentro de la red de flujos capitalistas exige grandes
infraestructuras, suministro regular de gasolina, una mayor oferta de
servicios a las empresas y un márketing espectacular a base de eventos
mundiales de tipo deportivo o cultural. La conurbación es un
territorio-empresa en perpetua exposición y promoción, cuya entrada ha
de ser cómoda y la salida, fácil. La actividad a la que sus habitantes
dedican el mayor tiempo es circular, ir desde su suburbio-dormitorio al
trabajo o al centro comercial. El espacio urbano es ahora un espacio sin
conflictos, sin sucesos, donde nunca pasa nada; un espacio sin pasado,
y, por lo tanto, sin historia. Las torres de veinte o treinta pisos son
el paradigma de la soledad y de la paz urbana. Un lugar inhóspito, donde
nadie entabla relaciones gratificantes, ni establece sólidas ataduras,
ni piensa en quedarse para siempre. Un lugar peligroso donde el azar
reparte la mala suerte, puesto que pesar de que los individuos han
sacrificado su libertad, su independencia e incluso su salud a la
protección que les brinda la economía y al Estado, la sensación de
inseguridad es considerable. Un lugar apto para personal gregario y
gente infeliz y depredadora.
La memoria histórica ha sido borrada
gracias a la destrucción o a la museificación de los lugares donde
alguna vez hubo vida y hubieron tensiones. Su significación ha sido
extirpada de cuajo o desnaturalizada por el relato entre aséptico y
feliz de los paneles para visitantes. Los recorridos por ellos se
ordenan al ritmo del museo, confundiéndose con los itinerarios
turísticos. La conurbación ha perdido toda seña de identidad, cualquier
significado cultural o histórico, cualquier especificidad: puede ser
cualquier parte, un lugar provisional y estéril, un no-lugar. Los
dirigentes intentan ofrecerle una identidad nueva a través de la
arquitectura monumental de “marca”. Dicha arquitectura es independiente
del lugar donde se ubica; igual podía estar en cualquier otro lado y por
eso resulta ideal para la conurbación: refleja fidedignamente la
disolución de la ciudad, el desarraigo reinante sobre el cadáver de los
valores comunitarios. El arquitecto “artista” es indiferente al
ambiente, enemigo de la trama, hostil al equilibrio con el entorno. El
exabrupto tecnológico, la salida de tono, en fin, la grosería edificada,
es justamente lo que busca, su “firma”. El alarde constructivo no ha de
arraigar para nada, solamente aterrizar. Tiene por eso un regusto
extraño, como venido de una realidad “marciana”. No puede establecer una
relación mínima con los habitantes, pues estos, en cierto modo, también
son “marcianos”. Los monumentos de la era de la globalización
desrealizan los lugares, los acercan a la virtualidad. En tanto que
imágenes, son señas de una realidad aparte, donde todos han de
comportarse como espectadores. Son como los macroacontecimientos:
enormes operaciones de publicidad que de paso hacen tabla rasa con la
historia. Su presencia en ese caos neutralizado materializa la
concepción del mundo que tienen los responsables del totalitarismo
urbano, y afirma con contundencia el modelo criminal de sociedad que
estos ha elegido en nombre de todos.
Si la política de infraestructuras tiene
un punto débil, ese no es el suministro de agua potable, la producción
ingente de residuos o la generalización de conductas anormales; hace
mucho tiempo que la conurbación dejó atrás las condiciones humanas de
vida. El talón de Aquiles es el petróleo. El avance de los suburbios
depende de la proliferación de automóviles y de la disponibilidad
ilimitada de carburante. Así pues, el final del ultradesarrollismo
urbanizador -del capitalismo— no vendrá de la mano de un cambio
climático o de una epidemia mortífera sin igual, sino de una sencilla
crisis energética. Los combustibles fósiles hicieron posibles las
industrias, los transportes, y, por lo tanto, las conurbaciones. Están
tan íntimamente ligados a la economía global que cuando empiecen a
escasear ésta no sobrevivirá. El crecimiento en un contexto de recesión
de la producción petrolífera conduce al colapso social. Hoy por hoy
ninguna energía, ni siquiera la nuclear, puede tomar el relevo. Todo el
sistema económico dejará de ser rentable. Las conurbaciones, sin
automóviles, no serán viables. Millones de segundas residencias quedarán
vacías o serán ocupadas por fugitivos de las metrópolis. Y eso es lo
que sucederá dentro de unas décadas, pocas. De nuevo volverán
condiciones objetivas que empujen a los individuos proletarizados a
mirar el mundo fríamente y actuar en consecuencia. No se trata pues de
sentarse y esperar a que pase por la puerta el cadáver del capitalismo.
Conviene ir sabiendo por donde hay que tirar. La lucha por liberar el
espacio urbano será la nueva lucha de clases. Un programa radical ha de
oponerse al desarrollismo y reclamar un retorno a la ciudad, es decir,
al ágora, a la asamblea. Ha de proponerse fijar límites al espacio
urbano, devolverle la forma, reducir el tamaño, frenar la movilidad.
Reunir los fragmentos, reconstruir los lugares, restablecer relaciones
solidarias y lazos fraternales, recrear la vida pública. Desmotorizarse,
vivir sin prisas. Olvidarse del mercado, relocalizar la producción,
mantener un equilibrio con el campo, demoler las tres cuartas partes de
lo construido, deshormigonar el territorio. La economía ha de volver a
ser un simple asunto doméstico. Salir del anonimato. El individuo ha de
desarrollarse hasta encontrar su punto en la colectividad y echar
raíces. La ciudad ha de generar una atmósfera que al respirarla haga
libres a sus habitantes.
* Conferencia dada en el Ateneo Libertario de El Cabanyal, Valencia, 16-VI-2007
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