Hablar de crecimiento y decrecimiento es
lo mismo que hablar de capitalismo y anticapitalismo, pues el
capitalismo es la única formación económica que no se basa únicamente en
la obtención de beneficios, sino en la obtención creciente de los
mismos. Los frutos de la explotación capitalista no se emplean
principalmente en dispendios sino que se convierten en capital y se
reinvierten. De este modo el capital crece, se acumula sin cesar. El
crecimiento es la condición necesaria del capitalismo; sin crecimiento
el sistema se desmoronaría. Es el indicador del funcionamiento normal de
la sociedad; es por tanto un objetivo de clase. Desde que la burguesía
es consciente de los fundamentos de su poder, la expansión es su
bandera; no obstante, hasta 1949 el crecimiento no se define como
política general de Estado, en el famoso discurso de Truman. El
capitalismo ya se había vuelto más técnico, más dependiente de la
tecnología, más americano. La ideología basada en el crecimiento
económico como panacea, el desarrollismo, se convertirá en el eje de
todas las políticas nacionales, tanto de derechas como de izquierdas,
tanto parlamentaristas como dictatoriales. La primacía del crecimiento
económico sobre el objetivo político caracterizó durante los años
cincuenta y sesenta los discursos de los representantes de la
dominación. La libertad fue asimilada a la posibilidad de un mayor
consumo, del acceso a un mayor número de mercancías, gracias al
crecimiento. Y quedó garantizada por los pactos sociales de posguerra
entre las administraciones, los partidos y los sindicatos, al permitir
el pleno empleo y la mejora del poder adquisitivo de los trabajadores
asociada a la productividad.
La vacuidad de una vida entregada al
consumo y manipulada por la industria cultural fue puesta de manifiesto
por la revuelta juvenil de los sesenta, que afectó las capitales de los
países llamados «desarrollados»: los jóvenes insatisfechos no querían
una vida donde el no morir de hambre se cambiaba por la certeza de morir
de hastío. Los disturbios del gueto negro americano añadieron nuevo
combustible al fuego de la rebeldía. Los excluidos de la abundancia
demostraban su rechazo mediante el saqueo y la destrucción de
mercancías. Esa revuelta nihilista encontró su teoría en Mayo del 68.
Pero eso no fue todo. El propio sistema empezó a ser cuestionado desde
dentro por especialistas disidentes, concretamente desde el campo de la
teoría económica y desde el ambientalismo. Rachel Carson fue la primera
en advertir de la amenaza que para la vida en la Tierra significaba la
producción industrial. Los economistas N. Georgescu-Roegen, H. Daly o E.
J. Misham (el primero en escribir de "Los costes del desarrollo" en
1969), daban un enfoque «físico» y holístico a su disciplina,
considerando el mundo como un sistema cerrado, una «nave espacial
Tierra» donde todo está relacionado con todo y todo tiene un coste.
Según un artículo histórico de Kenneth Boulding escrito en 1966, en la
economía del cowboy la medida del éxito la proporcionan la producción y
el consumo, mientras que en la economía del «astronauta» el éxito
corresponde a la conservación del medio. Sin embargo, el crecimiento
inherente a la primera se alimenta con su degradación, bien visible a
partir del punto en que la destrucción domina sobre lo demás (cuando la
capacidad del planeta en soportar desperdicios queda superada).
Contaminación, aditivos químicos, lluvia ácida, residuos, explosión
demográfica, urbanismo depredador, motorización, turismo, etc.,
problemas que revelaban el desequilibrio biológico del planeta, fueron
planteados y debatidos muy tempranamente. Por entonces, Barry Commoner,
en El círculo se cierra, y Edward Goldsmith, desde la revista The
Ecologist, criticaron el desarrollo tecnológico unilateral, la
dilapidación irreparable del «capital natural» y el impacto negativo
creciente de la industria moderna sobre los ecosistemas, la salud y las
relaciones sociales. Científicos como J. Lovelock y L. Margulis
formularon la «hipótesis Gaia» sobre el planeta como sistema
autorregulado, y revelaron por primera vez el aumento del efecto
invernadero debido a los vertidos gaseosos a la atmósfera de la
industria y la circulación motorizada. Otro experto, Donella Meadows,
del MIT, a instancias del Club de Roma redactó un informe titulado Los
límites del crecimiento para la Conferencia de Estocolmo (1972), que
planteaba la contradicción irresoluble entre un desarrollo infinito y
unos recursos naturales finitos. La expansión económica desorganizaba
la sociedad y obligaba a multiplicar las jerarquías y los controles. Se
efectuaba en detrimento de la ecosfera y de mantenerse iba a terminar
agotando los recursos. Cualquier política económica había de contar con
el medio ambiente si de verdad quería saber los costes reales. Además,
el aumento exponencial de la población acabaría provocando una crisis
alimentaria (como decía Malthus) y en un siglo se llegaría al colapso
social y a la desaparición de la vida. La solución residiría en un
«crecimiento cero». Recordando la recomendación de Stuart Mill, una
economía estacionaria restablecería el equilibrio entre la sociedad
industrial y la naturaleza. Finalmente, Goldsmith y un grupo de
colaboradores publicaron en 1972 un Manifiesto para la supervivencia
que retomaba y sistematizaba las críticas anteriores. Su mensaje:
economía y ecología debían reconciliarse, para dar lugar a formas
sociales estables, autárquicas, descentralizadas.
Las críticas que resaltaban el papel
menospreciado de la naturaleza en la historia social fueron ignoradas
por casi todos los contestatarios con la salvedad honrosa del anarquista
Murray Bookchin, porque primeramente cuestionaban el dogma del
desarrollo de las fuerzas productivas, la base sagrada del socialismo. Y
en segundo lugar, porque lejos de pretender un cambio revolucionario
tratando de agrupar a una mayoría tras un programa antidesarrollista
radical, no aspiraban sino a convencer a los gobernantes, empresarios y
políticos del mundo de la necesidad de hacer frente a los hechos
denunciados, con medidas que no iban más allá de los impuestos, las
multas y las subvenciones. Los científicos y demás expertos eran
víctimas de su posición de clase subalterna y auxiliar del capitalismo,
que no cuestionaban en absoluto, por lo que cerraban los ojos ante las
consecuencias раra la acción de sus objeciones al crecimiento y negaban
su anticapitalismo esencial. Limitándose а ejercer su función de
consejeros, cometían el еггor de confiar en los dirigentes, o sea, en
los responsables del deterioro planetario que ellos mismos ha
denunciado. El movimiento ecologista arrastrará siempre ese pecado de
origen y en los ochenta los proyectos «verdes» confluirán con las
innovaciones capitalistas. La huida neoliberal hacia delante en el
crecimiento y la degradación -encarecimiento del petróleo, Bhopal,
Chernóbil, las dioxinas, el agujero de la capa de ozono, la polución,
etc. — confirmó la pertinencia de las críticas y el fracaso del
desarrollismo sin trabas convirtió al ecologismo la mayoría dirigente.
El concepto de «desarrollo sostenible» del informe Bruntland (1987),
presentado por la Comisión Mundial sobre el Medio Ambiente y el
Desarrollo, y sobre todo, por la Conferencia de Río (1992), marcaría la
fusión de la ideología ecologista con el capitalismo, aceptada en primer
lugar por los partidarios de la regulación estatal de crecimiento, la
vieja «izquierda». En realidad se trataba de preservar el desarrollo, no
la sostenibilidad. De administrar la nocividad, no suprimirla. Para
ello se buscaba la armonización del medio ambiente con la economía de
mercado. La capa de ozono y el modo de vida consumista podían ser
compatibles merced a una nueva contabilidad que incluyera el coste
ambiental. El mercado beneficiaría la producción «limpia» y castigaría
la contaminante. El reciclaje sería premiado y la basura, penalizada. No
obstante, la Conferencia de Kyoto sobre el cambio climático (1997) рuso
de manifiesto las dificultades insalvables que presentaba el proceso de
reconversión ecologista de la producción y el consumo. A pesar de la
aparición de un negocio ambiental cada vez más importante y del ahorro
que significaba el desguace de los servicios sociales del Estado, el
mercado no podía hacerse cargo de dicha transformación por ser onerosa
para las industrias. Medidas elementales como los topes a la emisión de
gases ponían en peligro el crecimiento puro y duro, pilar central del
sistema capitalista actual. La solución encontrada, la globalización de
los intercambios, y su consecuencia primera, la deslocalización de las
industrias y el incremento exponencial del transporte, caminaba en la
dirección contraria. Exigía que la agricultura intensiva siguiese
alimentando al mundo, esta vez con ayuda de la ingeniería genética, que
la industria química determinara el metabolismo humano, que los niños
asiáticos trabajasen en fábricas y que el TAV acuchillase Europa. Otro
tanto se diría de la energía nuclear o de los transgénicos. Si el
crecimiento destructivo necesitaba la cobertura ecológica, la
destrucción había de presentarse como el acto ecológico por excelencia.
En diciembre de 1912, seis años antes de
ser asesinada por la soldadesca de un gobierno socialdemócrata, Rosa
Luxemburg publicaba un controvertido libro, La acumulación del capital,
donde afirmaba la reproducción ampliada de capital, o sea, el
«crecimiento», no podía asegurarse sin que entrasen en la órbita
mercantil los sectores atrasados de los países modernos y la población
del resto del mundo que se desenvolvía en economías precapitalistas o de
capitalismo incipiente. Para el mundo capitalista era vital la
existencia de un mundo exterior, fuente de consumidores, materias primas
y mano de obra barata. Las dificultades que el proceso podía tener se
solucionaban a la fuerza: «En los países de ultramar, su primer gesto,
el acto histórico con que nace el capital y que desde entonces no deja
de acompañar ni un solo momento a la acumulación, es el sojuzgamiento y
la aniquilación de la comunidad tradicional. Con la ruina de aquellas
condiciones primitivas, de economía natural, campesina y patriarcal, el
capitalismo europeo abre la puerta al intercambio de la producción de
mercancías, convierte a sus habitantes en clientes obligados de las
mercancías capitalistas y acelera, al mismo tiempo, en proporciones
gigantescas, el proceso de acumulación, desfalcando de un modo directo y
descarado tesoros naturales y las riquezas atesoradas por pueblos
sometidos a su yugo.»
Quizás por contradecir a Marx el libro
fue olvidado, pero su punto de vista fue repetido en los setenta por
determinados críticos, que tenían en común el haber sido altos
funcionarios -Ivan Illich, de la Iglesia; Francois Partant, de las
finanzas francesas; Fritz Schumacher, de la industria inglesa-
implicados en programas de desarrollo del «Tercer Mundo», y el hecho de
postular, a diferencia de los ecologistas, el abandono del capitalismo.
En efecto, libros como La convivencialidad (Illich), El final del
desarrollo (Partant), Lo pequeño es hermoso (Schumacher) o El manual
completo de la autosuficiencia (John Seymour), denunciaban la ausencia
de relación entre prosperidad económica y bienestar social, rechazaban
el productivismo, las nuevas tecnologías, los sistemas burocráticos y
autoritarios, el consumo de masas, los monocultivos, los pesticidas y
fertilizantes químicos, el urbanismo desbocado, etc., y propugnaban la
economía vernácula basada en lazos comunitarios, la descentralización,
la tecnología tradicional, la diversidad de cultivos y los abonos
naturales, el autoabastecimiento, la reducción del tamaño de las
ciudades... Eso comportaba en teoría la ruptura con al menos dos
aspectos esenciales del marxismo (y del sindicalismo revolucionario): la
sociedad plenamente industrializada como alternativa emancipadora, o
sea, el despliegue ilimitado de las fuerzas productivas socializadas
como condición elemental de una sociedad libre, y el papel de la clase
obrera fabril en la liberación de las servidumbres capitalistas, es
decir, la función del proletariado industrial -con su ética del trabajo y
su docilidad sindical- como agente histórico y sujeto revolucionario.
Puesto que la libertad dependía de la estabilidad de los ecosistemas
dentro de los cuales se insertaba, no podía nacer ésta de un
desarrollismo socializado universal sino de un retorno a la colectividad
autosuficiente y a la producción local; surgiría no de la toma de los
medios de producción capitalistas, sino de su desmantelamiento. No
debían asegurarse un mayor consumo y por lo tanto una producción mayor,
sino su subsistencia material. Sus necesidades habían de definirse en
función de los recursos, no en función del poder adquisitivo. Para eso
no tenían que organizar de otra manera la misma sociedad, sino
transformarla de abajo arriba, abolir todas las dependencias, destruir
la maquinaria que obligaba a la jeraquía, a la especialización y al
salario. En la sociedad convivencial ninguna actividad impondría a quien
no participara en ella un trabajo, un consumo о un aprendizaje. La
sociedad organizada de modo autónomo y horizontal debería dominar las
condiciones de su propia reproducción sin alterarse. Los intercambios no
podían comprometer su existencia. Una sociedad así había de ser una
sociedad donde el tejido social sustituyera al Estado, controlando su
tecnología y prescindiendo del mercado. Siguiendo el hilo del discurso, a
fin de alcanzar una sociedad de ese tipo -añadimos nosotros- los
obreros habrían de luchar no para colocarse mejor o simplemente
mantenerse en el mercado del trabajo, sino para salirse de la economía.
Tenían que destruir las fábricas y las máquinas, no autogestionarlas. Y,
puesto que en el capitalismo contemporáneo el consumo prevalece sobre
la producción, el terreno del conflicto residiría menos en los lugares
de trabajo que de la vida cotidiana. Este combate requeriría la voluntad
de vivir de otra manera, por lo que no podía ser asumido por
asalariados satisfechos y consumistas. Los destinados a hacerlo serían
los trabajadores precarios, los inmigrantes, los parados, los
automarginados -los excluidos en general- actuando no en el marco de la
producción capitalista, sino al margen, es decir, con un pie fuera del
sistema, y por consiguiente, más proclives a colocarse, mediante la
autoorganización y el autoconsumo, en una perspectiva de debilitamiento
de la economía y del Estado. En los países «desarrollados» el grado de
exclusión es mínimo, aunque crece, pero en los países que los dirigentes
llaman «subdesarrollados» los excluidos son legión.
La destrucción del medio obrero en los
ochenta es responsable de que esta crítica permaneciese anclada en los
medios que le dieron origen y de que quince años más tarde fuera
recuperada por los ideólogos del decrecimiento. En el campo de la
radicalidad, apenas podemos citar reflexiones en ese sentido: Bookchin,
Freddy Perlman, Theodore Kaczinski, L’Encyclopédie des Nuisances, Fifth
Estate… Lo menos que puede decirse de aquellos medios es que no eran los
más apropiados para expurgar dicha crítica de contradicciones y
difundirla. De acuerdo con ella, la reproducción ampliada de capital y
de la fuerza de trabajo estaba asegurada por el crecimiento, pero no así
la reproducción del medio que proveía de recursos, ni tampoco de la
sociedad en su conjunto. Entonces, cabía preguntarse si los conflictos
que forzosamente han de derivar del deterioro ambiental, las catástrofes
y la descomposición social, favorecerían una transformación del sistema
o, en otras palabras, si permitirían la emergencia de una alternativa
creíble. La ideología del decrecimiento pretende ser esa alternativa.
El nombre es una simple etiqueta tomada
de Georgescu-Roegen. En principio consiste en un conjunto aparentemente
coherente de ideas como las que podemos encontrar en Illich, Partant,
Mumford o en The Ecologist, elaborado por expertos desde instancias de
cooperación para el desarrollo, universidades, ONG y «Foros sociales»,
el mismo medio que alumbró la ideología ciudadanista de la
«alterglobalización». No obstante, existen diferencias importantes entre
ambas: la del decrecimiento es antidesarrollista y condena claramente
el ecocapitalismo y el papel de las nuevas tecnologías. Desaprueba tanto
el desarrollo sostenible como el crecimiento cero. Defiende pues una
salida del mercado, no un mercado mundial controlado; es más, desconfía
del Estado como sistema de poder centralizado y jerárquico
injustificable ante una sociedad sin mercado, prefiriendo en su lugar el
ideal gandhiano de una federación de aldeas autosuficientes. En teoría
estáriamos ante una concepción libertaria semejante a la del naturismo, o
a la más próxima del comunalismo, en la práctica no hay otra cosa que
ciudadanismo. El apoyo de ATTAC, Ecologistas en Acción o Le Monde
diplomatique vendrían a corroborarlo si necesidad hubiere. Los objetivos
podrán variar, pero lo de menos son los objetivos, pues el
«decrecimiento convivencial» aspira a reducir pacíficamente la
producción y el consumo de masas «mediante el control democrático de la
economía por la política». Arnau, «desde un rincón de Collserola»,
precisa que se trataría de formar «gobiernos de transición, de ética
inquebrantable y monitorizados desde abajo». ¿Cómo conseguirlo? Mediante
la acción «convivencial», que nos conducirá, a través de la inanidad de
actos simbólicos y festivos «para concienciar la sociedad», a la
política oficial, a las asociaciones de consumidores, a las candidaturas
municipales y al sindicalismo. Y es que la transición a la economía
autónoma ha de discurrir sin problemas, porque los desencuentros con el
poder ponen en peligro «la democracia». Los partidarios del
decrecimiento, en tanto que lumpenburguesía ilustrada, tienen pánico al
«desorden» y prefieren de lejos el orden establecido a las algaradas
populares. Las ideas habrán cambiado, pero los métodos son
ciudadanistas. Hay que «ejercer la ciudadanía» y avanzar en «la
democracia», nos dice el ideólogo Serge Latouche. El partido del
decrecimiento a fin de conjurar la crisis social pretende sustituir el
aparato económico del capitalismo conservando su aparato político. Como
al fin y al cabo la proclamada salida del mercado no es rupturista sino
suavemente transaccional, quiere separarse de la economía sin separarse
de la política, acepta todas las mistificaciones que ha rechazado en
teoría. No olvidemos que escapar al crecimiento no significa para
Latouche renunciar a los mercados, la moneda o el salario, puesto que no
busca amotinar a los oprimidos sino convencer a los dirigentes. Su
discurso es el del tecnócrata experto, no el del agitador. Mostrando el
cambio climático, el estallido de las burbujas financieras, el aumento
del paro, el endeudamiento de los países empobrecidos, las sequías y
demás catástrofes, pretende animar a la clase dirigente a que se olvide
del crecimiento. Se supone que los dirigentes, ante la imposibilidad de
controlar las crisis y bajo la amenaza de conflictos imprevisibles,
preferirán la paz social y la «deconstrucción» mercantil. Eso explica
que dicho partido no contemple un cambio social revolucionario a
realizar por las víctimas del crecimiento, y que en la práctica proponga
un conjunto de reformas, impuestos, desgravaciones, moratorias, leyes,
etc., o sea, un «programa reformista de transición» a aplicar desde las
instituciones políticas actuales. Ni que decir tiene que es lo mismo que
proponen las plataformas cívicas, los ecologistas, los
antiglobalizadores de pega e incluso la «izquierda» integrada. Excusamos
decir que el fomento de una economía marginal sin autonomía real ni
posibilidad de convertirse en una verdadera alternativa es sólo una
coartada. Agricultura campesina, reducción del consumo y de la
movilidad, prioridad de las relaciones, alimentación sana, redes locales
de trueque, no competir, no acumular, etc., son ideas
antidesarrollistas que pierden todo el sentido cuando no se quiere la
fractura social que sus intentos de realización efectiva han de provocar
cuando su generalización altere seriamente las condiciones de
producción e intercambio poniendo en peligro la existencia del mercado,
de las instituciones y de las clases sociales privilegiadas. Presionada
por la necesidad de apaciguamiento, cualquier medida alternativa sigue
la dirección del capitalismo. Así las economías marginales de cierta
envergadura no son más que zonas de reserva de mano de obra industrial
autosostenidas; las energías renovables desembocan en grandes parques
eólicos o solares según el modelo industrial; el reciclaje y la
reutilización nos llevan al gran negocio de la exportación de basura
digital; la crisis del petróleo inaugura la época de las grandes
plantaciones de agrocombustibles. El interés del decrecimiento
convivencial por las ONG, los sindicatos, los parlamentos o las Naciones
Unidas como instancias reguladoras y «monitorizadoras» ilustra a
contrario su desinterés por las asambleas comunales y, en general, por
la reconstrucción de una esfera pública autónoma. No quiere liquidar a
los dirigentes, por lo que ha de conservar primorosamente la maquinaria
política que los hace necesarios, aunque para ello tenga que impedir en
su backyard cualquier experiencia real de democracia asociativa, pues
estas cosas está bien que ocurran en Mali, Bolivia o la selva Lacandona,
pero no en las metrópolis occidentales.
La producción cooperativa y el
intercambio sin beneficios no podrán nacer del consenso con el poder
sino de la imposición por parte de los oprimidos de unas condiciones
sociales que proscriban la producción industrial y el comercio
lucrativo. La lucha contra la opresión -que como diría Anders, ocurre
entre víctimas y culpables- es la única que puede sentar las bases de
una «democracia ecológica local» y una autonomía social, en los
alrededores de Kinshasa y en todas partes.
La ideología del decrecimiento es la
última mutación del ciudadanismo tras el miserable fracaso del
movimiento contracumbres; una ilusión renovable, como dirían Los Amigos
de Ludd. Como trivialización de la protesta y supresión del conflicto,
es un arma auxiliar de la dominación. En los días que corren, el capital
ha salido vencedor, como ya saliera de la lucha de clases de los
sesenta y setenta. Sin nada ni nadie que le detenga prosigue su carrera
de destrucción creciendo sin parar, esta vez gracias a las aportaciones
ecologistas y ciudadanistas. Una sociedad libre no puede concebirse sin
su abolición que para el partido del decrecimiento acarrearía el caos
social y el terrorismo, algo que de sobra está presente y que configura
paulatinamente un régimen ecofascista. Dada la magnitud de la catástrofe
ecológica, luchar por una vida libre no es diferente a luchar por
salvar la vida. Pero la lucha por la supervivencia -por las redes de
intercambio regionales, por el transporte público o por las tecnologías
limpias- no significa nada separada del combate anticapitalista; es más
su fuerza radica en la intensidad de dicho combate. Se trata de un
movimiento de secesión pero también de subversión, cuyo empuje depende
más de la profundidad de la crisis social que de la crisis ecológica.
Dicho de otra manera, de la conversión de la crisis ecológica en crisis
social, y por lo tanto, de su transformación en lucha de clases de nuevo
tipo. Si ésta alcanza un nivel suficiente, las fuerzas de los oprimidos
podrán desplazar al capitalismo y abolirlo. Entonces la humanidad podrá
reconciliarse con la naturaleza y reparar los daños a la libertad, a la
dignidad y al deseo provocados por los intentos de dominarla.
*Extraido de la publicación Resquicios, Año IV, Número 6, Abril de 2009.
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