miércoles, 24 de febrero de 2010

Malestar en el tiempo x John Zerzan


Últimamente, la dimensión temporal parece ejercer una atracción considerable, a juzgar por el número de películas recientes que versan sobre ella, como Regreso al Futuro, Terminator, Peggy Sue se Casó, etc. En 1989, la Breve historia del tiempo, de Stepl1en Hawking, se convirtió en un superventas y también (lo que resulta aún más sorprendente) en una película de éxito. Además de los libros que tratan sobre el tiempo, también son dignos de atención aquellos que sin llegar a tanto, incluyen no obstante la palabra en el título, como The Color of Time: Claude Monet, de Virginia Spate (1992). Tales referencias tienen que ver, cierto es que indirectamente, con la súbita, aterrorizada conciencia del tiempo, la inquietante sensación de estar todos atados a quien se está revelando cada vez más claramente como una manifestación clave del extrañamiento y la humillación que caracterizan nuestra existencia moderna: ilumina todo su paisaje deformado y seguirá haciéndolo aún con mayor aspereza hasta que este paisaje y las fuerzas que lo moldean cambien más allá de lo reconocible.

La presente contribución a este tema poco tiene que ver con la fascinación que parece ejercer sobre los directores y productores de cine y televisión; o con el reciente interés académico que suscitan sus concepciones geológicas y la historia de la relojería. Ni siquiera se ocupa de la sociología del tiempo, de observaciones personales al respecto o de consejos sobre su uso. Ni los aspectos

ni los excesos del tiempo merecen tanta atención como su propia lógica interna, el significado de esta dimensión en sí misma. Pues, aun cuando el carácter estupefactivo del tiempo se haya convertido, nos dice John Michon, «en casi una obsesión intelectual» (1988), la sociedad es sencillamente incapaz de lidiar con él. El tiempo nos enfrenta a un enigma filosófico, un misterio psicológico, un puzzle de la lógica. Nada tiene de sorprendente, considerando la vastísima cosificación que entraña, que no hayan faltado quienes pusieran en duda su existencia desde que la humanidad comenzó a distinguir entre el tiempo per se y los cambios visibles y tangibles que se producen en el mundo. En palabras de Michael Ende (1984): «Existe en el mundo un secreto a la vez ordinario y extraordinario. Todos formamos parte de él y somos conscientes de el, pero son muy pocos los que piensan en él. La mayoría se limita a aceptarlo sin cuestionárselo jamás. Este secreto se llama tiempo».

¿A qué llamamos «tiempo»? Spengler declaró que la pregunta misma debería estar prohibida. Richard Feynman (1988) tampoco la contestaba: «Ni me lo pregunten siquiera: es algo en lo que me resulta demasiado difícil pensar». Tanto empírica como teóricamente, los laboratorios se muestran impotentes para revelamos en qué consiste el fluir del tiempo: no existe instrumento capaz de registrar su paso. Y sin embargo, ¿por qué poseemos una sensación tan acusada de que efectivamente es algo que pasa, ineluctablemente y siempre en la misma dirección, cuando en realidad no es así? ¿Por qué ejerce esta «ilusión» tanto poder sobre nosotros? ...Lo que vale tanto como preguntarse por qué la alienación nos tiene tan bien sujetos. El paso del tiempo nos es íntimamente familiar; pero su concepto nos es burlonamente elusivo. Bien mirado, no debería parecemos tan contradictorio en un mundo cuya supervivencia depende de la mistificación de sus categorías más básicas.

Hemos tolerado la sustanciación del tiempo para que éste nos parezca un hecho natural, un poder que existe por derecho propio. El desarrollo del sentido del tiempo -esto es, la aceptación del tiempo- constituye un proceso de adaptación a un mundo cada vez más cosificado. Se trata de una dimensión construida que se erige en el aspecto más elemental de la cultura. La naturaleza inexorable del tiempo lo convierte en un insuperable sistema de dominación.

Cuanto más avanzamos en el tiempo, peor se pone la cosa. Según Adorno, vivimos en una era de desintegración de la experiencia. La presión del tiempo, corno la de ese progenitor esencial suyo que es la división del trabajo, fragmenta y dispersa todo lo que le sale al encuentro. La uniformidad, la equivalencia, el apartamiento son subproductos de su áspera acción. La belleza y el significado intrínsecos de todo aquel fragmento del mundo que no es -todavía- cultura avanzan con paso firme hacia su aniquilación bajo un ancho reloj unicultural. Cuando Paul Ricoeur (1985) afirma que «somos incapaces de concebir una idea de tiempo que sea a la vez cosmológica, biológica, histórica e individua!», pasa por alto cómo todos estos aspectos están convergiendo.

Respecto de esta «ficción» que sustenta y acompaña toda forma de aprisionamiento, dijo elocuente mente Beenard Aaronson (1972) que «el mundo está lleno de propaganda de su propia existencia». O, en no menos elocuentes palabras de la poetisa Dense Levertov (1974), «toda conciencia es conciencia del tiempo». Nada nos aliena más profundamente que el tiempo, que nos ha convertido en súbditos regidos por su imperio, mientras tanto el tiempo como la alienación siguen profundizando en su intrusión en nuestra vida diaria, para envilecerla. «¿Significa esto», se pregunta David Carr (1988), «que la principal lucha de nuestra existencia consiste en vencer al mismísimo tiempo?» Bien pudiera ser que éste sea el último enemigo al que debamos vencer.

Para aprehender a este ubicuo pero fantasmal adversario nuestro, resulta algo más sencillo determinar lo que el tiempo no es. No es sinónimo, por razones bastante obvias, de cambio. Tampoco es secuencia ni orden de sucesión. El perro de Pavlov, por ejemplo, debió de aprender que el sonido de la campanilla iba seguido de alimento. ¿Cómo si no pudo condicionársele para salivar al oírlo? y sin embargo los perros no poseen conciencia del tiempo; por tanto, no puede afirmarse que éste esté constituido por un antes y un después.

Algo relacionados con lo anterior están los inadecuados intentos de explicar nuestro nada ineludible sentido del tiempo. El neurólogo Gooddy (1988), bastante en la línea de Kant, lo describe como una de «nuestras premisas subconscientes acerca del mundo». Otros lo han descrito, de forma no más provechosa, como un producto de la imaginación. El filósofo J.J.C. Smart decidió (1980) que se trata de un sentimiento que «surge de la confusión metafísica». McTaggart (1908), F.H. Bradley (1930) y Dummett (1978) se encuentran entre los pensadores del siglo xx que han negado la existencia del tiempo debido a sus características contradictorias desde el punto de vista lógico, pero resulta meridianamente claro que la presencia de esta variable tiene causas mucho más profundas que la simple confusión mental.

No existe nada que se parezca, siquiera remotamente, al tiempo. Es tan natural y sin embargo tan universal como la alienación. Como señala Chacalos (1988, la noción de presente nos, es tan abstrusa y tan huraña como el propio tiempo. ¿Qué es el presente? Sabemos que el presente siempre es ahora; que, en un sentido importante, estamos confinados en él y no podemos experimentar ninguna otra «parte» del tiempo. No obstante, nos referimos con gran soltura a otras partes de él, que llamamos «pasado» y «futuro». Pues bien, como observa Sklar, las cosas que existen en algún otro lugar del espacio siguen existiendo aunque no estén aquí; pero las cosas que no existan ahora, ésas no existen en absoluto.

El tiempo, necesariamente, fluye; sin su paso no existiría sensación de tiempo. todo lo que fluye, sin embargo, sólo puede fluir con respecto al tiempo. Luego el tiempo fluye con respecto a sí mismo, lo cual carece de sentido: nada puede fluir con relación a ello mismo. No existe ningún vocabulario para una explicación abstracta del tiempo, aparte de los vocabularios que ya lo den por presupuesto. Lo necesario es cuestionarse todas estas premisas. Pero la metafísica, debido a la estrechez que la división del trabajo le ha impuesto desde su incepción, carece de la anchura necesaria para semejante tarea.

¿Qué hace al tiempo fluir, qué es lo que lo mueve hacia el futuro? Sea lo que fuere, debe de ser algo fuera de nuestro tiempo, más profundo, más poderoso. Debe depender, como opinaba Conly (1975), «de fuerzas elementales que se encuentran en funcionamiento constante».

William Spanos (1987) ha observado que ciertos términos latinos del sema cultural no sólo designan agricultura o domesticsción, sino que son traducciones de palabras griegas referidas a la imagen espacial del tiempo. Básicamente somos

«encuadernadores de tiempo», según el léxico de Alfred Korzybski (1948); es decir, la especie, debido a esta característica, crea una clase de vida simbólica, un mundo artificial. Y esta encuadernación del tiempo se demuestra con un «enorme aumento de nuestro control sobre la naturaleza». El tiempo se hace real porque tiene consecuencias, y esta eficacia nunca ha sido más dolorosamente evidente.

Se dice que nuestras vidas, en su bosquejo más desnudo, son un viaje a través del tiempo. Que también son un viaje a través de la alienación es el más público de los secretos. «Dem glücklichem schlägt keine Stunde[2][2]», sentencia un proverbio alemán. El paso del tiempo, que érase una vez carente de significado, se ha convertido en un ritmo o lempo ineludible que nos constriñe y nos coerce, como un espejo de la más pura y ciega autoridad. Guyau (1890) definió su fluir como «la distinción entre lo que uno necesita y lo que uno tiene», es decir, «el origen de todo remordimiento o pena». Carpe diem, aconseja la máxima, pero la civilización siempre acaba forzándonos a hipotecar el presente en aras del futuro.

El tiempo tiende continuamente hacia una regularidad y una universalidad cuyos rigores son cada vez más estrictos. En ausencia de tan exacta medida, el mundo tecnológico del capital no podría calcular sus progresos, ni siquiera existiría. Como escribió Bertrand Russell (1929), «la importancia del tiempo está menos relacionada con la verdad que con nuestros deseos». Existe un anhelo que se ha vuelto tan palpable como el tiempo; y la negación de nuestros deseos no puede calibrarse de manera más definitiva que a través de esta vasta construcción abstracta.

Como la tecnología, el tiempo nunca es neutral; muy al contrario, «siempre está dotado de significación», según el certero juicio de Castoriadis (1991). De hecho, todo lo que eruditos como Ellul han dicho sobre la tecnología puede aplicarse, con más razón, también al tiempo. Ambos males son de carácter penetrante,omnipresente, básico; y tienden a darse tan por sentados como la propia alienación. Como la tecnología, el tiempo no sólo es un factor determinante sino también el elemento envolvente en el que se desenvuelve la sociedad dividida. En consecuencia, exige de sus súbditos que seamos concienzudos, «realistas», serios y ante todo devotos trabajadores, al igual que él es, ante todo, un ente autónomo que fluye eternamente sin depender de nadie.

Pero, como la división del trabajo, soporte y motor del tiempo y de la tecnología, también es, después de todo, un fenómeno socialmente aprendido. Somos los humanos (y con nosotros, el resto del mundo) quienes nos sincronizamos con él y con su encarnación técnica, no al revés. Un sentimiento enclavado en el

centro mismo de esta magnitud -como ocurre también con la alienación per se- es el de estar reducidos a la condición de espectadores impotentes. De aquí se sigue que toda rebeldía tendrá que empezar por rebelarse contra el tiempo y su inexorabilidad; y que por tanto toda redención habrá de empezar, en un sentido absolutamente fundamental, por redimimos del tiempo.

EL TIEMPO EN UN MUNDO SIMBÓLICO

El tiempo, dijo Epicuro, «es el accidente de accidentes»; pero si uno se fija más, su génesis no parece tan misteriosa. De hecho, a muchos se les ha ocurrido que nociones como pasado, presente y futuro pertenecen más a la lingüística que a la física. El teórico neofreudiano Lacan, por ejemplo, concluía que la experiencia temporal es en esencia un efecto del lenguaje. Así, una persona sin capacidad de lenguaje probablemente carecería de sensación del paso del tiempo. R.A. Wilson (1980), acercándose más todavía al fondo de la cuestión, sugiere que las lenguas nacen por la necesidad de expresar el tiempo simbólico. Gosseth (1972) observa que el desarrollo de los tiempos verbales en las lenguas indoeuropeas es paralelo al de la conciencia del tiempo universa lo abstracto. Tiempo y lenguaje, concluye Derrida (1982), son entes coextensos: «No se puede estar en uno sin estar en el otro». Y aquél es una construcción simbólica, inmediatamente anterior -hablando en términos relativos- a todas las otras fabricaciones, que necesita del lenguaje a fin de verificarse.

Paul Valéry (1962) aludió a la caída de nuestra especie en el tiempo como el hito que marca nuestra enajenación de la naturaleza: «Por una suerte de abuso, el hombre crea el tiempo», escribiría. En la época atemporal anterior a dicha caída, esto es, durante la parte abrumadoramente mayor de la existencia de la humanidad, la vida, como suele recordarse, estaba dotada de ritmo, pero no de progresión. Se trataba de un estado en el que, nos dice Rosseau, el alma podía «reunirse en la completitud de su ser»; un estado en el que, gracias a la ausencia de estrecheces temporales, «el tiempo no significa nada para el alma». Antes del tiempo y la civilización, eran las propias actividades humanas (por lo general indolentes) las que servían como puntos de referencia; la naturaleza aportaba las señales necesarias, con absoluta independencia del «tiempo». La humanidad debe de haber sido consciente de tener recuerdos y propósitos mucho antes de que se trazaran cualesquiera distinciones explícitas entre pasado, presente y futuro (Fraser, 1988). Es más, tal como supuso el lingüista Whorf (1956), «las comunidades prelingüísticas [o sea, las llamadas primitivas], lejos de ser subracionales, bien pudieron haber estado dotadas de unas mentes capaces de funcionar en planos de racionalidad más elevados y complejos que los que maneja el hombre civilizado».

La tan oculta clave del mundo simbólico es el tiempo, que en verdad se encuentra en el origen de la actividad simbólica humana. Acarrea así la primera alienación, el desvío de nuestra riqueza y plenitud originales, ab-orígenes. «A partir de la simultaneidad de todas las experiencias humanas, el evento del lenguaje constituye», como apunta Charles Simic (1971)[3][3], «una inmersión en la linealidad del tiempo», Investigadores como Zohar (1982) consideran que el ser humano habría sacrificado facultades telepáticas y precognitivas, adivinatorias, en aras de su involución en la vida simbólica. Si esto parece un tanto traído por los pelos, recuérdese que un positivista tan sobrio como Freud (1932) consideraba que la telepatía fue muy probablemente «el medio original y arcaico a través del cual los individuos se entendían entre sí», Y si la percepción y la apercepción del tiempo están relacionadas con la esencia misma dela vida cultural (Gurevich 1976), entonces el advenimiento de dicha conciencia temporal y su concomitante, la cultura, significarán un empobrecimiento, incluso una desfiguración de la humanidad a manos del tiempo.

Las consecuencias de esta intrusión del tiempo a través del lenguaje indican que éste no es más inocente, neutral ni empírico que aquél, El tiempo no sólo se encuentra, como diría Kant, en la base de todas nuestras representaciones, sino también, por eso mismo, en la base de nuestra adaptación a un mundo simbólico, cualitativamente reducido. Nuestra experiencia en este mundo está sometida a una omnipresente presión para que seamos representaciones, para que nos degrademos casi inconscientemente a la condición de símbolos y medidas. «El tiempo», escribió el místico alemán Meister Eckhart, «es lo que impide que la luz nos alcance».

Y la conciencia del tiempo es10 que nos otorga la capacidad de utilizar los símbolos para relacionamos con nuestro entorno. No hay tiempo aparte de este extrañamiento. Sólo mediante la progresiva simbolización llega el tiempo a naturalizarse, a darse por sentado, a suprimirse del ámbito de la producción cultural consciente. O dicho de otra forma: «El tiempo se convierte en un atributo humano en la medida en que se verifica desde un punto de vista narrativo» (Ricoeur 1984). Los acrecentamientos simbólicos dentro de este proceso van estrangulando, imperturbables, nuestro deseo instintivo; esta represión alimentará la sensación del desdoblamiento del tiempo; la inmediatez cede el "paso a las mediaciones -la primera de todas, el lenguaje- que posibilitan la existencia de la historia.

Así, uno empieza a ver más allá de banalidades como la siguiente: «El tiempo es una cualidad inaprensible del mundo dado» (Sebba 1991). Porque el número, el arte y la religión harán sus respectivas apariciones en este mundo «dado», como fenómenos incorpóreos de una vida cosificada. A su vez, conjetura Gurevitch (1964), estos ritos emergentes conducen a «la producción de nuevos contenidos simbólicos, fomentando así los saltos hacia adelante que da el tiempo», Los símbolos, incluido, como no podía ser de otra manera, el que nos ocupa, han llegado a poseer vida propia en esta progresión acumulativa, interactiva, como ilustra la obra de David Braine The Reality of Time and the Existence of God (1988), donde se afirma que la realidad del tiempo es precisamente el factor que demuestra la existencia de Dios: he aquí la perfecta lógica de la civilización,

Todo ritual es un intento de regresar, mediante el simbolismo, al estado en el que el tiempo no existía. Sin embargo, este acto de abstracción implica un paso en falso que sólo conduce a alejarnos aún más de dicho estado. La «a temporalidad» del número forma parte de esta trayectoria y contribuye en gran medida a la idea de tiempo como concepto fijado. Blumenberg (1983) parece acertar de lleno cuando deduce que el «tiempo no se mide como algo que siempre haya estado presente; por el contrario, se produce, por primera vez, cuando empieza a medirse», No podemos expresarlo sin cuantificarlo de alguna manera; por eso el número es esencial. Incluso después de ya aparecido el tiempo, sólo mediante el número podrá una existencia social paulatina- mente más dividida marchar hacia su progresiva cosificación. La noción del paso del tiempo no es nada vívida, por ejemplo, entre los pueblos tribales, que no lo marcan con calendarios ni relojes.

Uno de los significados originales del griego Kpovos, tiempo, es el de división. y el número, al añadirse al tiempo, refuerza enormemente esta división o separación. En general, los no civilizados consideran que contar criaturas vivas «trae mala suerte», por que suelen resistirse a adoptar esta práctica (véase, por ejemplo, Dobrizhoffer 1822), Pero aunque la intuición del número estaba bien lejos de ser algo espontáneo e inevitable, «ya en las civilizaciones tempranas», nos informa Schimmel (1992), «uno tiene la sensación de que los números constituían una realidad algo así como dotada de una especie de campo magnético a su alrededor». No tiene nada de sorprendente que las culturas antiguas -Como la egipcia, la babilonia o la maya-, en las que el sentido del tiempo emerge con más empuje, sean también las que asocian determinados números con deidades y figuras rituales. y ciertamente, tanto los mayas como los babilonios tenían dioses del número (Barrow 1992).

Mucho más tarde, el reloj y su rostro numerado animarían a la sociedad a abstraer y cuantificar todavía más la experiencia temporal. Toda lectura de un reloj implica un acto de medición que nos arrastra dentro del «fluir del tiempo» y nos permite autoengañarnos, ausentes, en la creencia de que sabemos qué es el tiempo sólo porque sabemos de qué es tiempo ahora, porque sabemos qué hora es. Pero, como nos recuerda Shallis (1982), si decidiéramos prescindir de los relojes, el tiempo objetivo desaparecería con ellos. y lo que es más importante, si decidiéramos prescindir de la especialización y la tecnología, la alienación en que vivimos se disiparía por sí sola.

La matematización de la naturaleza sentó las bases para el nacimiento del racionalismo y la ciencia modernos en occidente. Tanto el uno como la otra surgían de las exigencias de número y medida planteadas por enseñanzas similares que tenían por objeto al tiempo como un ente al servicio del capitalismo mercantil. La continuidad del número y del tiempo como un locus geométrico jugaría un papel fundamental en la revolución científica, que ejecutó la sentencia de Galileo: mídase todo aquello que sea mensurable y conviértase en mensurable todo aquello que no lo sea. El tiempo matemáticamente divisible es pues necesario para la conquista de la naturaleza y aun para los más básicos rudimentos de la tecnología moderna.

A partir de este dictum, el tiempo simbólico, numerado, se volverá aplastantemente real, una construcción abstracta «desarrimada de, e incluso contraria a, toda experiencia humana, tanto interna o externa» (Syzamosi 1986). Bajo esta presión, el dinero y el lenguaje, la mercancía y la información se vuelven cada vez más indistintas; y la división del trabajo, cada vez más exagerada.

Simbolizar equivale a expresar conciencia del tiempo, pues todo símbolo encarna la estructura temporal (Darby 1982). Meerloo lo expresa más gráficamente: «Comprender un símbolo y su desarrollo es atrapar la historia humana con la mano». Contrástese con la vida de los incivilizados, vivida en un presente espacioso imposible de reducir al momento aislado del presente matemático: a medida que la continuidad del ahora perdía terreno frente a una creciente dependencia de sistemas de símbolos significantes (las lenguas, el número, el arte, el ritual, el mito), desligados del ahora, comenzaría a desarrollarse un grado mayor de abstracción: la historia. El tiempo histórico en efecto no es más inherente a la realidad ni tiene menos de imposición sobre ella que otras manifestaciones temporales no tan perfeccionadas, más rudimentarias.

En un contexto gradualmente más sintético, la observación astronómica será investida de nuevos significados: lo que antes se justificaba en sí mismo empezará a servir de vehículo para programar los rituales y coordinar las actividades de una sociedad compleja. Con la ayuda de las estrellas, existirán el año y sus divisiones como instrumentos de autoridad organizadora (Leach 1954). La creación de un calendario es una tarea básica en la formación de la civilización: el calendario fue el primer artefacto simbólico que reguló el comportamiento social mediante el registro del tiempo. Pero ello no implica su control, sino lo contrario: nuestro encierro por él en un mundo de alienación bien real. Recordemos que la palabra proviene del latín kalendae o primer día del mes, en el que debían saldarse las cuentas comerciales.

TIEMPO DE ORAR, TIEMPO DE TRABAJAR


«Ningún tiempo es enteramente presente», afirmaba el filósofo estoico Crisipo mientras el concepto del tiempo iba abriéndose camino empujado por la doctrina judeocristiana subyacente[4][4]: la existencia de un camino lineal e irreversible entre la creación y la salvación. Esta visión esencialmente histórica del tiempo está en el meollo mismo del pensamiento cristiano. La obra de San Agustín, que data del siglo v, contiene ya todas las nociones básicas de tiempo mensurable y unidireccional. Al propagarse la nueva religión, se hará necesaria una estricta regulación temporal, en un plano práctico, a fin de mantener la disciplina que exigía la vida monástica. Las campanas que llamaban a los monjes a la oración ocho veces al día eran audibles bastante más allá de los confines del claustro, con lo cual esta medición del tiempo acababa imponiéndose al conjunto de la sociedad. La población continuó exhibiendo «une vaste indifférance au temps», en palabrasde Marc Bloch (1940), durante toda la época feudal, pero nada tiene de casual que los primeros relojes públicos aparezcan adornando las catedrales de la Cristiandad. En este sentido, también merece la pena señalar que la llamada a la oración a ciertas horas fijas se convertiría en la principal exteriorización de la fe islámica durante el medievo.

La invención del reloj mecánico es uno de los más importantes puntos de inflexión en la historia de la ciencia y la tecnología; y ciertamente, también del arte y la cultura (Synge 1959). Cada perfeccionamiento de la exactitud pondría a disposición de la autoridad nuevos y mejorados medios de opresión: un temprano devoto de los esmerados relojes mecánicos fue, por ejemplo, el duque Gian Galeazzo Visconti, descrito en 1381 como «un sosegado pero taimado gobernante, enamorado del orden y la precisión» (Fraser 1988). Como escribe Weizenbaum (1976), el reloj empezará a crear, «literalmente, una nueva realidad ...que era, y sigue siendo, una versión empeorada de la vieja».

Se había introducido un cambio cualitativo: el tiempo no cesaría de fluir, aun cuando no ocurriera nada. A partir de entonces, cualquier acontecimiento se rodearía de este envoltorio homogéneo, objetivamente medido, móvil, cuyo progreso unilineal instigará movimientos de resistencia. El más radical de ellos es el quiliasmo[5][5], que surge en distintas partes de Europa, entre los siglos XIV y XVII Y generalmente se presenta en forma de levantamientos de un campesinado que aspiraba a re-crear el estado de igualdad primigenia que dictan las leyes de la naturaleza y se oponía explícitamente a la noción de tiempo histórico. Pese a que tales explosiones utópicas fueron sofocadas, los restos de los anteriores conceptos de tiempo persistirían localmente en muchas áreas como un estrato «inferior» de la conciencia popular.

El Renacimiento alcanzaría nuevas cotas de dominación mediante el tiempo, pues los relojes públicos empezaron a tañer sus campanas las veinticuatro horas del día; y además se les añadió otra aguja más para marcar el paso de los segundos. El gran descubrimiento de la época será una aguda sensación de la presencia omni-devoradora del tiempo; y nada lo retratará de forma más gráfica que el Tiempo con mayúscula, esa deidad híbrida del Kronos de los griegos y el Saturno de los romanos, ese lóbrego anciano, tan familiar, que representa el poder cronológico y va armado con la fatídica guadaña de la agricultura, la domesticación. El Dios Tiempo vino precedido de la danza de la muerte y otros artificios relacionados con el momento mori, pero la diferencia es que este dios renacentista pondrá el acento en el tiempo, no en la muerte.

En el XVII la población cobraría conciencia, por primera vez, de vivir en un siglo determinado. Toda persona debía conocer su ubicación en el tiempo. En El nacimiento masculino del tiempo (1603) y El avance del conocimiento (1605), Francis Bacon abrazaría esta dimensión en auge para revelar cómo un endiosado sentido del tiempo iba a ponerse al servicio del naciente espíritu científico. «Elegir el tiempo es ahorrar tiempo», escribió; también: «La verdad es hija del tiempo[6][6]». Le seguiría Descartes, quien introdujo el concepto de tiempo ilimitado y se convertiría en uno de los primeros en abogar por la idea de progreso en su sentido moderno, que está íntimamente relacionado con el de un tiempo lineal sin ataduras y encuentra una expresión característica en la famosa invitación cartesiana a que nos convirtamos en «dueños y señores de la naturaleza».

El universo mecánico de Newton, cima de la revolución científica del XVII, se basa en su concepción del «tiempo absoluto, verdadero y matemático, que de por sí y por su propia naturaleza fluye uniformemente sin relación con nada eterno». El tiempo se ha convertido en el gran regidor que no rinde cuentas ante nadie ni está sujeto a ninguna influencia; que es completamente independiente del entorno, modelo de autoridad impertérrita, garante perfecto de una alienación inconmovible. Y desde luego, a pesar de los cambios en la ciencia, la concepción del tiempo cotidiana y dominante hoy sigue ateniéndose a la física newtoniana clásica.

La aparición y la apariencia de un tiempo independiente y abstracto encontraría su paralelo en el surgimiento de una clase obrera numéricamente en alza y formalmente libre, pero obligada a vender en el mercado su fuerza de trabajo o mano de obra como un artículo también abstracto. Esta mano de obra, anterior a la instauración del factory system pero ya sujeta a la potestad disciplinaria del tiempo, era la antítesis del monarca Tiempo, pues de libre y de independiente no tenía más que el nombre. A juicio de Foucault (1973), Occidente ya se había vuelto una «sociedad carcelaria». Seguramente sea más explícito el proverbio balcánico que reza: «Mi reloj es mi cerrojo».

En 1749 Rousseau simbolizaba su rechazo de la ciencia y la civilización modernas tirando su reloj de bolsillo. Pero los cincuenta y uno que le regalaron a María Antonieta para celebrar su compromiso matrimonial encajan mejor en la tónica dominante de la época. La palabra no puede ser más apropiada, pues en efecto el tiempo se había convertido en algo que vigilar cada vez más estrechamente[7][7]. Los relojes no tardarían en convertirse en los primeros bienes de consumo duraderos de la era industrial.

William Blake y Goethe coincidirían en sus ataques contra Newton, el abanderado de los nuevos conceptos de tiempo y ciencia, porque éste alejaba la vida de lo sensual y reducía lo natural a lo mensurable. El ideólogo capitalista Adam Smith, por el contrario, se hizo eco del pensamiento newtoniano e incluso lo amplió al exigir más racionalización y más reducción de la vida a rutina. Smith, como Newton, trabajaba bajo el hechizo de un tiempo cuyos avances hacia una exhaustiva división del trabajo se volvían cada vez más poderosos e implacables, como condición y a la vez resultado de un progreso tenido por objetivo y absoluto.

Los puritanos habían proclamado que perder el tiempo era el primero y en principio el más mortal de los pecados. Un siglo después Ben Franklin lo diría con otras palabras: «El tiempo es oro». Los relojeros habían sido los padres del factory system y el reloj era símbolo y manantial del orden por la misma razón por la cual la disciplina y la represión exigían el nacimiento de un proletariado industrial.

El gran sistema hegeliano de principios del XIX pregonaba la «irrupción en el tiempo», o sea, nuestra incorporación a empellones en la inercia de la historia. El tiempo es nuestro «destino y necesidad», declararía Hegel. Postone (1993) observa cuán apretadamente se atarán entre sí «el progreso» del tiempo abstracto y «el progreso» del capitalismo como estilo de vida. Así, las sucesivas oleadas de industrialismo ahogarán la resistencia opuesta por los ludditas. Al hacer balance de este período, Lyotard (1988) llega a la conclusión de que «el tiempo se había convertido en una enfermedad incurable».

La creciente complejidad de la sociedad de clases requiere una batería aún más elaborada de señalizaciones temporales. Como han indicado Thompson (1967) y Hohn (1984), la lucha contra el tiempo dará paso a la lucha por él; es decir, la radical resistencia a uncirse a su yugo se vería por lo general derrotada y por lo común sustituida por disputas sobre horarios laborales menos injustos y sobre una duración menos inhumana de la jornada de trabajo (y por cierto, al dirigirse a la Primera Internacional el 28 de julio de 1868, Karl Marx defendió que el tiempo de empezar a trabajar eran los nueve años de edad).

El reloj descenderá de las catedrales a las cortes de los monarcas y los tribunales de justicia; y de ahí a los bancos y las estaciones ferroviarias para acabar en la muñeca o el bolsillo de todo ciudadano respetable. Si quería colonizar la subjetividad en serio, el tiempo debía «democratizarse», pues como bien entendió, entre otros, Adorno, el sometimiento de la naturaleza externa sólo tiene éxito en la medida en que nuestra naturaleza interna también sea conquistada. Dicho de otra manera, la victoria del tiempo en su larga guerra contra la libertad de conciencia humana era una condición necesaria para que se liberasen energías que destinar a la producción industrial. El industrialismo traerá consigo una transformación aún más acusada del tiempo en una materia prima o un artículo de consumo, el tiempo como un depredador de voracidad jamás alcanzada hasta entonces, lo que Giddens (1981) identifica como «la clave de las más profundas alteraciones de nuestro día a día social provocadas por el incipiente capitalismo».

«El tiempo no pasa en vano», como se suele decir: en un mundo cada vez más dependiente del tiempo y en un tiempo cada vez más unificado, un único reloj gigante cuelga sobre el mundo, dominándolo. Todo lo gobierna y su corte no tiene tribunal de apelación. La regularización de una hora universal estándar marca una victoria para la sociedad de la eficacia mecanizada al consagrar un universalismo que deshace toda particularidad tan ciertamente como las computadoras están conduciendo a la homogeneización de pensamiento.

Paul Virilio (1986) ha llegado a profetizar que «la pérdida del espacio material conducirá al gobierno de nadie más que el tiempo». Un paso más en tan sugestiva deducción postula una inversión del nacimiento de la historia fuera del tiempo corriente. Es más, Virilio (1991) nos ve viviendo ya dentro de un sistema de temporalidad tecnológica donde la historia se ha eclipsado: «...lo principal es menos una cuestión de relaciones con la historia que una cuestión de relaciones con el tiempo».

Dejando de lado semejantes levitaciones teóricas, no escasean las pruebas ni los testimonios del papel central del tiempo en nuestra sociedad. En «Time - The Next Source of Competitive Advantage» (julio-agosto de 1988, Harvard Business Review),George Stark Jr. lo analiza como un eje sobre el que descansa el capital: «En tanto que arma estratégica, el tiempo equivale a dinero, productividad, calidad, incluso innovación». Desde luego las empresas no son las únicas en gestionar el tiempo: el , estudio por Levine (1985) de la exactitud de los relojes públicos ; en seis países demostró que ésta era una medida exacta de la industrialización relativa de vida nacional.

EL TIEMPO EN LA LITERATURA

Es claro que el advenimiento de la escritura facilitó la fijación, de los conceptos de tiempo y el principio de la historia. Perú como ha apuntado el antropólogo Jack Goody (1991), «las culturas orales no suelen estar nada faltas de preparación para aceptar estas innovaciones». Después de todo, ya han sido condicionadas por el propio idioma que hablan. y McLuhan (1962) ya explicó cómo la llegada del libro impreso y la consiguiente alfabetización de las masas reforzó la lógica del tiempo lineal.

Fue la vida la que inexorablemente tuvo que adaptarse. «Pues que ahora me ha hecho el Tiempo su reloj numerador», escribe Shakespeare en su Ricardo 11. «Tiempo», al igual que «rico», era uno de las palabras favoritas del Bardo inmortal, una figura rondada por el primero de estos conceptos. Cien años después, el Robinson Crusoe de Defoe reflejó cuán escasas eran las posibilidades de escapatoria: abandonado a su suerte en una isla desierta, Crusoe está hondamente preocupado por el tiempo; y al registrar celosamente, incluso en tan desesperadas circunstancias, sus asuntos personales, registraba ante todo el paso de éste, al menos mientras le duraran la tinta y la pluma.

Para Northrop Frye (1950), la «alianza entre el tiempo y el hombre occidental» es la característica definitoria del género novelístico. En la misma línea, The Rise of the Novel, de Jan Watt (1957), trata del nuevo interés por el tiempo que estimularía el florecimiento de la novela en el siglo XVIII. Jonathan Swift cuenta cómo el protagonista de los Viajes de Gulliver (1726) nunca hace nada sin consultar su reloj: «Lo llamaba su oráculo y decía que señalaba la hora de todas las acciones de su vida». Los liliputienses llegarían a la conclusión de que el reloj era su dios. Y en el Tristam Shandy de Sterne (1760), escrito en vísperas de la Revolución Industrial, el protagonista, quien comienza el relato ¡ narrando su propia concepción, cuenta cómo su madre interrumpió a su padre de él en el momento del coito que realizaban una vez al mes para recordarle que había olvidado dar cuerda al carillón[8][8].

En el siglo XIX, roe satirizó esta autoridad de los relojes, asociándolos a la superficialidad burguesa y la obsesión por el orden. Hauser (1956) afirma que el verdadero tema de las nove las de Flaubert es el tiempo, del mismo modo en que lo que Walter Pater (1901) buscaba en la literatura no era sino «el momento plenamente concreto capaz de absorber el pasado y el futuro en una intensa consciencia del presente»; un poco como la celebración de «epifanías» joyceana. En Mario el epicúreo (1909), Pater describe el repentino momento en que Mario comprende «la posibilidad de un mundo real más allá del tiempo» mientras Swinburne pedía un respiro fuera de las «tierras heridas por el tiempo» y Baudelaire proclamaba su miedo y su odio por el tiempo cronológico, ese voraz antagonista.

La desorientación propia de una edad demolida por el tiempo y sujeta a la aceleración de la historia ha llevado a los escritores modernos a tratar esta cuestión desde puntos de vista nuevos y extremados. Proust delineó las relaciones mutuas entre sucesos que transcendían el orden temporal convencional, violando así las concepciones de causalidad newtoniana. Aunque suele traducirse al inglés como Remembrance of Things Past [remembranza o recuerdo de las cosas pasadas], el título de su obra en siete tomos Á la recherche du temps perdu (1925) también puede traducirse más literal y precisamente como Searching for Lost Time [En busca del tiempo perdido]. En À la recherche... Proust juzga que «un minuto liberado del orden del tiempo ha recreado en nosotros (...) al individuo liberado del orden del tiempo»; que reconoce como «el único estado en el cual uno podría vivir y gozar de la esencia de las cosas, es decir, completamente fuera del tiempo».

El tiempo ha venido siendo una preocupación recurrente para la filosofía del siglo XX. Considérense los extraviados intentos por ubicar su auténtico ser a cargo de pensadores tan diferentes como Bergson y Heidegger (o su virtual deificación por parte de éste último). Time and the Novel (1952), de A.A. Mendilow, revela hasta qué punto el mismo intenso interés ha dominado las novelas del siglo; en particular, las de Joyce, Woolf, Conrad, James, Gide, Mann y, por supuesto, Proust. Otros estudios, como Church's Time and Reality (1962), expanden esta lista de novelistas hasta incluir, entre otros, a Kafka, Sartre, Faulkner y Vonnegut.

Y naturalmente es imposible confinar la literatura herida por el tiempo al género de la novela: la poesía. T.S. Eliot a menudo expresa un anhelo por huir de una convencionalidad ceñida y cabalgada por el tiempo. «Burnt Norton» (1941) es un buen ejemplo; v. gr., los siguientes versos:

Time past and time future

Allow but a little consciousness.

To be conscious is not to be in time[9][9].

Al principio de su carrera -más concretamente, en 1931- Samuel Beckett escribió epigramáticamente de «la venenosa ingeniosidad del Tiempo en la ciencia de la aflicción». Su Esperando a Codot (1955) es un evidente candidato a esta catego-

ría, como lo es su Murphy (1957), donde el tiempo se vuelve reversible en la imaginación del personaje principal. Cuando las agujas del reloj pueden ir en cualquier dirección, nuestro sentido del tiempo -o sea, el tiempo mismo- se evapora.

PSICOLOGÍA DEL TIEMPO

Atendiendo a lo que comúnmente se conoce como psicología, es inevitable regresar a una de las preguntas fundé1mentales: el fenómeno del tiempo ¿existe realmente, independiente de cualquier subjetivismo O reside únicamente en nuestras percepciones de él? Husserl, por ejemplo, no acierta a explicar por qué la consciencia en el mundo moderno parece autoconstituirse inevitablemente en términos temporales. Pues sabemos que las experiencias, como cualquier otro tipo de acontecimiento, no son propiamente pasadas, presentes ni futuras.

Aunque hasta los años setenta el interés de la sociología por el tiempo fue más bien escaso, el número de los estudios psicológicos sobre él ha venido aumentando rápidamente desde 1930 (Lauer 1988). El psicológico quizá sea el punto de vista desde el cual resulte más dificultoso definir esta variable. ¿Qué es el tiempo y qué es la experiencia de él? O bien, ¿qué es la alienación y qué es la experiencia de ella? Si la segunda cuestión no estuviera tan relegada, sería obvia la relación entre ambas.

Davies (1977) definió el paso del tiempo como «un fenómeno psicológico de origen misterioso» para concluir (1983) que «sólo cuando comprendamos el secreto del tiempo habremos resuelto el secreto de la mente». Ahora bien, dada la separación artificial que establecen entre el individuo y la sociedad y que tanto limita su campo de trabajo, ¡cómo no van psicólogos y psicoanalistas como Eissler (1955), Loewald (1962), Namnum (1972) y Morris (1983) a tropezar con «grandes dificultades» al estudiar el tiempo!

Pero seamos justos: por lo menos algunas veces sí que consiguen aproximarse parcialmente al fondo de la cuestión. Hartcollis (1983), por ejemplo, se dio cuenta de que el tiempo no solo es una abstracción, Sino también un sentimiento, aunque ya en 1948 Korzybski había llevado bastante más lejos este mismo punto con su observación de que «lo que llamamos tiempo no es ,sino una sensación provocada por las condiciones que impone ; este mundo». Nos pasamos la vida «esperando a GodOD), en opinión de Arlow (1986), quien creía que la experiencia temporal surge de necesidades emocionales no satisfechas. Análogamente, Reichenbach (1956),se había referido a las filosofías contratemporales como la religión en tanto que “documentos de insatisfacción emocional”. Y, en términos freudianos, Bergler y Roheim (1946) ya advirtieron que el paso del tiempo simbolizaba periodos de , separación originados en estadios tempranos de la infancia que se remontarían hasta la lactancia. “El calendario constituye la materialización definitiva de la angustia que nos provoca la separación”. Si las ilaciones que fácilmente se pueden inferir a partir de estas ideas no desarrolladas vinieran acompañadas de un interés crucial y crítico por su contexto histórico-social, entonces se convertirían en contribuciones muy dignas de tenerse en cuenta. No obstante, cuando se constriñen al ámbito de la psicología, resultan extraviadas y aun engañosas.

En un mundo de alienación ningún adulto puede discurrir ni menos decretar esa liberación de las ataduras del tiempo que los niños disfrutan de manera habitual ...y a la que debe obligárseles a renunciar, pues el amaestramiento en el tiempo que constituye la esencia de la escolarización es de vital importancia para nuestra sociedad. Dicho amaestramiento, como expresa muy convincentemente Fraser (1984), ”contiene en forma casi paradigmática las características del proceso civilizadop”. Una paciente de Joost Meerlo (1966) «lo expresaba sarcásticamente: el tiempo -decía- es civilización; lo cual significa que para ella la : programación u organización meticulosa de los acontecimientos es la gran arma de que disponen los adultos para forzar a los más jóvenes a la sumisión y el servilismo». Los estudios de Piaget 1946, 1952) dan resultado negativo cuando pretenden detectar un sentido del tiempo innato al ser humano. Claro, la noción abstracta de «tiempo» encierra considerable dificultad para los más jóvenes; no se trata de algo que aprendan automáticamente ni hacia lo que se orienten espontáneamente (Hermelin y O'Connor 1971, Voyat 1977).

Existe una relación etimológica entre time (tiempo) y tidy (ordenado[10][10]) y nuestra idea newtoniana del tiempo representa una ordenación perfecta y universal. El peso acumulativo de esta presión cada vez más asfixiante se manifiesta en el creciente número de pacientes que presentan síntomas de ansiedad por el paso del tiempo (Lawson 1990). Dooley (1941) consigna «el hecho de que las personas de carácter obsesivo, cualquiera que sea su tipo de neurosis, son aquéllas que hacen un uso más dilatado y extensivo del tiempo». Yen su Anality and Time (1969), Pettit presentaba argumentos harto persuasivos para establecer una íntima conexión entre ambos [la analidad y el tiempo], igual que Meerloo (1966) encontraría, citando el carácter y los objetivos alcanzados por Mussolini y Eichmann, «una conexión cierta entre la compulsión por el tiempo y la agresión fascista».

Capek (1961) llamaba al tiempo «inmensa y crónica alucinación de la mente humana»; y en verdad existen muy pocas experiencias que puedan calificarse como atemporales: el orgasmo, el LSD, la visión de nuestra vida entera en un momento de peligro extremo... He aquí algunas de esas raras y evanescentes situaciones suficientemente intensas para permitimos escapar a la insistencia del tiempo.

La atemporalidad es el ideal del placer, escribió Marcuse (1955). El paso del tiempo, en cambio, da alas al olvido de lo que fue y lo que pudiera ser. Es el enemigo del eros y el fiel aliado del orden represivo. Y de hecho, los procesos mentales del inconsciente son, nos dice Freud (1920), atemporales: «Ni el tiempo los altera en modo alguno ni tampoco puede aplicárseles el propio concepto temporal. Así, el deseo se sitúa ya fuera del tiempo. Como también diría Freud en 1932: «Nada hay en el ello que corresponda a la noción de tiempo; no existe reconocimiento de, su Paso».

Marie Bonaparte (1939) argüía que el tiempo se torna cada vez , más plástico y obediente al principio del placer en la misma J" medida en que nosotros mismos seamos capaces de aflojar los lazos necesarios para el pleno control del yo. Los sueños constituyen una forma de pensamiento para los pueblos no civilizados (Kracke 1987); y alguna vez esta facultad debió de ser mucho más accesible para nosotros. Los surrealistas estaban convencidos de que la realidad podía comprenderse mucho más plenamente si conseguíamos establecer conexión con nuestras experiencias instintivas, subconscientes. Así, Breton (1924) proclamó como objetivo radical la inseparabilidad entre el mundo onírico y la realidad consciente.

Cuando soñamos, nuestro sentido del tiempo es prácticamente inexistente, queda sustituido por una sensación de inmediatez. Nada tiene de sorprendente pues que los sueños, ignorantes de las reglas temporales, atraigan la atención de quienes buscan señales liberadoras; ni que las «tormentas impulsivas del subconsciente» (Stem 1977) atemoricen a aquéllos que han depositado intereses en la neurosis colectiva que llamamos civilización. Norman O. Brown (1959) concibió el sentido del tiempo -o, dicho de otro modo, la historia- como una función de la represión: si se aboliera ésta, razonaba, nos liberaríamos de aquél. En este sentido, el poeta Coleridge (1801) reconoció en el hombre de «metódica diligencia» el origen, el creador del tiempo.

En su Crítica de la razón cínica (1987), Peter Sloterdijk llamó al «reconocimiento radical del ello, sin reservas», una declaración de autoafirmación narcisista que se reiría a la cara malhumorada de nuestra bronca sociedad. Por supuesto, el narcisismo ha venido tradicionalmente desechándose como una manía inicua, perversa, «una herejía consistente en amarse a uno mismo». En realidad, esto significaba que se consideraba un privilegio reservado a la clase dirigente, mientras se esperaba que todas las demás (trabajadores, mujeres, esclavos) practicaran la sumisión e incluso se esforzaran por pasar desapercibidos (Fine 1986). Entre los síntomas de la personalidad narcisista se cuentan los sentimientos de vacuidad y la sensación de irrealidad, de alienación, de que la vida no es más que una sucesión de momentos, acompañada por un vehemente deseo de autoestima y autonomía efectivas (Alford 1988, Grunberger 1979). Como dichos “síntomas” y deseos no pueden venir más al caso, difícilmente podrá sorprendernos que el narcisismo pueda verse como una fuerza potencialmente emancipadora (Zweig 1980). Su exigencia de satistacción completa es obviamente una forma de individualismo subversivo, como mínimo.

El narcisista «odia el tiempo, niega su existencia» (carta al autor, Alford .1993), lo cual, como de costumbre, provoca una severa reacción por parte de los defensores del tiempo y la autoridad. Oigamos, por ejemplo, al psiquiatra E. Mark Stern (1977): «Puesto que el comienzo del tiempo se sitúa fuera del control de cada cual, es preciso que cada cual corresponda a sus exigencias [...]. El valor es la antítesis del narcisismo». Pero si bien el narcisismo en efecto puede incluir aspectos negativos, contiene sin embargo el germen de una realidad basada en principios constitutivos diferentes; aspira a un no-tiempo de perfección dentro del cual ser y llegar a ser son la misma cosa; da, implícitamente, el alto al tiempo.

EL TIEMPO DESDE EL PUNTO DE VISTA CIENTÍFICO

«No soy científico, pero sé que todas las cosas empiezan y terminan en la eternidad». -The Man Who Fell to Earth, Walter Tevis.

A efectos de lo tratado en este ensayo, no puede decirse que la ciencia resulte muy aleccionadora para establecer la relación entre el tiempo y el extrañamiento -desde luego, no en la medida ni en la derechura en la que la aborda, digamos, la psicología-, pero sí que es posible reinterpretar las teorías científicas para esclarecer dicha relación, pues no son pocos los puntos de contacto entre la ciencia y las cuestiones humanas.

«El tiempo», concluye N.A. Kozyrev (1971), «es el fenómeno natural más importante y misterioso. Su entendimiento está fuera del alcance de nuestra imaginación». De hecho: algunos científicos (como Dingle 1966) han llegado a considerar que «todos los problemas reales asociados con la noción del tiempo son independientes de la física». y en efecto, es muy posible que la ciencia -en concreto, la física-no tenga la última palabra en este asunto. No obstante, provee otra fuente de comentario, aunque de por sí alienada y generalmente indirecta.

¿Es el «tiempo físico» lo mismo que el tiempo de que somos conscientes? Y si no, ¿en qué consiste la diferencia? Para la física, parece ser una dimensión básica indefinida; pero de hecho, los físicos tienden a darla por sentada como dato de partida exactamente igual que hace el resto de la gente, lo que nos recuerda que, como ocurre con cualquier otro pensamiento, las ideas científicas carecen de sentido fuera de su contexto cultural. Se reducen a síntomas y símbolos de los modos de vida que sirvieron para alumbrarlas. Según Nietzsche, toda escritura es inherentemente metafórica, lo que también vale para la ciencia, aun cuando resulte extremadamente raro aplicarle semejante enfoque. La ciencia se ha desarrollado a base de trazar una separación cada vez más nítida entre mundos internos y externos, entre los sueños y la «realidad». Para lograrlo, procedió a la matematización de la naturaleza, lo que mayormente significaba que los procedimientos científicos debían ceñirse a un método que los aísla de su contexto más amplio, incluidos los orígenes y el significado de los proyectos mismos. Y no obstante, tal como afirmó H.P. Robinson (1964), «las cosmologías que la humanidad ha constituido en diversos momentos y lugares reflejan inevitablemente el entorno físico e intelectual, incluidos sobre todo los intereses y la cultura de cada sociedad».

Como ha señalado P.C.W. Davies (1981), el tiempo subjetivo «posee ciertas cualidades manifiestas, ausentes del mundo "exterior", que son fundamentales para nuestra concepción de la realidad». La principal de estas cualidades es su «paso». Nuestra sensación de estar separados del mundo se debe grandemente a esta discrepancia. Existimos en el tiempo (y en la alienación), pero éste no se halla en el mundo físico. La variable temporal, si bien resulta útil a la ciencia, no deja de ser una construcción teórica. «Las leyes de la ciencia», nos explica Stephen Hawking (1988), «no distinguen entre el pasado y el futuro». Unos treinta años antes, Einstein ya había ido más lejos cuando, en una de sus últimas cartas, escribía: «La gente como nosotros, los que cree: mas en la física, sabe que la distinción entra pasado, presente y futuro no es sino una ilusión persistente, testaruda». Pero la ciencia participa de la sociedad de otros modos relacionados con el tiempo; y lo hace muy profundamente. Cuanto más «racional» se vuelve esta variable, más variaciones suyas son suprimidas. La física teórica geometriza el tiempo concibiéndolo como una línea recta, por ejemplo. La ciencia no se echa a un lado de la historia cultural del tiempo.

Sin embargo, como puede inferirse de lo antedicho, la física no contiene la idea de un instante presente que pasa (Park 1972). Es más, sus leyes fundamentales -nos recuerda Hawking- no sólo son completamente reversibles respecto de «la flecha del tiempo», sino que además «los fenómenos irreversibles se producen como resultado de la particular naturaleza de nuestra cognición humana», según señala Watanabe (1953). Una vez más encontramos que la experiencia humana cumple una función decisiva, aun en sus ámbitos más «objetivos». Zee (1992) lo explica así: «El tiempo es ese concepto de la física al cual no podemos referirnos sin arrastrar al menos cierto grado de consciencia».

Incluso en las áreas aparentemente más claras, existen ambigüedades en todo lo que incumba al tiempo. Por ejemplo, aunque las especies animales más complejas pueden muy bien aumentar su complejidad, esto no se cumple necesariamente para todas las especies de manera uniforme, lo que sugiere a J.M. Smith (1972) que «resulta arduo establecer si la evolución como un todo sigue una dirección determinada».

Se argüirá que en términos cosmogónicos la «flecha del tiempo» se verifica automáticamente por el hecho de que las galaxias van distanciándose progresivamente unas de otras. Sin embargo, la opinión de que, en lo que concierne a los cimientos de la física, el «flujo» del tiempo es un factor irrelevante y en realidad no tiene ningún sentido parece ser prácticamente unánime; dicho con otras palabras, las leyes fundamentales de la física son completamente neutrales respecto de la dirección del tiempo (Mehlberg 1961, 1971, Landsberg 1982, Squires 1986, Watanabe 1953, 1956, Swinburne 1986, Morris 1984, Mallove 1987, D'Espagnant 1989, etc.). La física moderna llega a proveer escenarios en los que el tiempo cesa de existir -o bien, a la inversa, empieza a existir-. Así pues, ¿por qué esa asimetría temporal en nuestro mundo? ¿Por qué no puede el tiempo retroceder además de avanzar? Se trata de una paradoja, por cuanto todas las dinámicas moleculares individuales sí son reversibles. La idea principal, a la que regresaré más adelante, es que la flecha del tiempo se revela a sí misma a medida que se desarrolla la complejidad, en llamativo paralelismo con el mundo social.

El flujo del tiempo se manifiesta a sí mismo en el contexto del futuro y del pasado, que a su vez dependen de un referente que conocemos como el ahora. Desde Einstein y su relatividad, es patente la inexistencia de un presente universal: no podemos pronunciar un «ahora» vigente en todo el universo. No existe en absoluto ningún intervalo fijo que pueda considerarse independiente del sistema al cual se refiere, exactamente igual que la alienación es dependiente de su contexto.

Hurtaríamos así al tiempo la autonomía y la objetividad de que disfrutaba en el mundo newtoniano. Decididamente, las revelaciones de Einstein lo deslindan de forma mucho más individualizada que como se hacía con aquel monarca universal anterior a ellas. Descubrimos así que es relativo a condiciones específicas; concretamente, varía en función de factores tales como la velocidad y la gravitación. Pero aunque se haya vuelto más «descentralizado», también ha colonizado territorios de subjetividad antes vedados. Si el tiempo y la alienación han sometido al mundo bajo su férula, magro consuelo será el saber que dependen de circunstancias variables. El alivio provendrá más bien de actuar en consonancia con este entendimiento, pues la invariabilidad de la alienación es la causante de que el modelo newtoniano de un tiempo cuyo curso es inmutable mantenga su imperio sobre nosotros, incluso después de que sus fundamentos teóricos fueran eliminados por la relatividad.

La teoría cuántica, que se ocupa de las partes más diminutas del universo, es conocida como la teoría fundamental de la materia; y su meollo se deriva de otras teorías físicas fundamentales, como la de la relatividad, con la que coincide en no establecer distinción alguna respecto de la dirección del tiempo (Coveny y Highfield, 1990). Una premisa básica es el indeterminismo, según el cual el movimiento de partículas a este nivel es una cuestión de probabilidades. La física cuántica, que se ocupa de elementos tales como los positrones -definibles como electrones que retroceden en el tiempo- o los taquiones –partículas más veloces que la luz y capaces de generar efectos y contextos en los que también se invierte el orden temporal (Gribbin 1979,i Lindley 1993)-, ha Suscitado preguntas fundamentales sobre el tiempo y la causalidad. El micromundo cuántico ha descubierto que las relaciones acausales corrientes transcienden el tiempo, ponen en tela de juicio la misma noción de la ordenación de los eventos en él. Pueden existir «conexiones y correlaciones entre eventos muy distantes en ausencia de cualquier fuerza o señal intermediaria» que se produzcan de manera instantánea (Zohar 1982, Aspect 1982). El eminente físico norteamericano John Wheeler ha llamado la atención (1977, 1980, 1986) sobre fenómenos en los cuales acciones realizadas ahora consiguen afectar el curso de acontecimientos que ya habían sucedido.

Gleick (1992) resume la situación en estos términos: «En cuanto desapareció la simultaneidad, la secuencialidad empezó a zozobrar, lo cual sometió a la causalidad a considerables presiones, de manera que la mayoría de los científicos se vio con las manos libres para considerar posibilidades temporales que se hubieran considerado extravagantes hace una generación». Al menos un enfoque de la física cuántica ya ha intentado prescindir completamente de la noción de tiempo (J.G. Taylor 1972). D.Park (1972), por ejemplo, asegura «preferir la representación atemporal a la temporal».

Esta confusa situación de la ciencia no puede dejar de reflejarse en las adversidades padecidas por el mundo social. Al igual que el tiempo, la alienación genera presiones y fenómenos cada vez más extraños, de suerte que esas preguntas fundamentales a que se enfrenta la ciencia acaban por emerger, casi de manera inevitable, también en la sociedad.

Si ya en el siglo V San Agustín se quejaba de no comprender en qué consistía realmente la medición del tiempo, Einstein, aun admitiendo que no se trataba de una definición muy científica, solía referirse al tiempo como «lo que mide el reloj». La física cuántica, por su parte, postula la inseparabilidad del medidor y lo medido. En virtud de un proceso que los físicos no dicen entender por completo, el acto de medir u observar no se limita a revelar el estado de una partícula sino que de hecho lo determina (Pagels 1983). Todo esto suscita a Wheeler (1984) la siguiente pregunta: «¿No estará todo -incluido el tiempo- construido de la nada a partir de actos de participación del observador?» Nos encontramos de nuevo ante otro sugestivo paralelismo, pues la alienación, en todos sus niveles y desde su origen, necesita, prácticamente por definición, de ese tipo exacto de participación.

La flecha del tiempo, irrevocable y unidireccional, es un monstruo que se ha revelado más pavoroso que cualquier proyectil físico. Dado que el tiempo sin dirección no es tiempo en absoluto, Cambel (1993) identifica esta unidireccionalidad como «una característica fundamental de los sistemas complejos». Schlegel (1961) concluye que el comportamiento de reversibilidad temporal que muestran las partículas atómicas suele trocarse en irreversibilidad cuando se observa el comportamiento de dichos sistemas más complejos. y si no está radicado en el micromundo, ¿de dónde procede el tiempo? Mejor dicho, ¿de dónde procede nuestro mundo atado por él? Aquí nos tropezamos con una analogía bien sugestiva: el reversible mundo a pequeña escala que nos describen los físicos y su misteriosa transformación en un macromundo de sistemas complejos puede servir como metáfora del mundo social «primitivo» y los orígenes de la división del trabajo, que nos conduce a sociedades complejas, divididas en clases y caracterizadas por un «progreso» aparentemente irreversible.

Un axioma generalmente aceptado por la física postula que la flecha del tiempo depende de la segunda ley de la termodinámica (véase, por ejemplo, Reichenbach 1956), que a su vez dice que todo sistema tiende a un desorden cada vez mayor, a la entropía. Así pues, el pasado es más ordenado que el futuro. Algunos patrocinadores de dicha segunda ley (como Boltzmann 1866) han hallado en la progresión entrópica el significado mismo de la distinción entre el pasado y el futuro.

Este principio general de irreversibilidad se desarrollaría mediado el siglo XIX, a partir de los trabajos de Carnot en 1824, cuando el capitalismo industrial aparentemente había alcanzado un punto sin retorno. Pero si bien de la aplicación del tiempo irreversible cabía deducir una consecuencia optimista, las teorías evolutivas, el mismo principio también permitía extraer una consecuencia pesimista: la segunda ley de la termodinámica. En su enunciado original, esta ley describía el universo como un enorme motor calórico en vías de agotamiento, cuyo trabajo se volvía cada vez más proclive a la ineficacia y el desorden. Sin embargo, como observaría Toda (1978), ni la naturaleza es un motor ni realiza trabajo alguno ni muestra la menor preocupación por conceptos como «orden» y «desorden». Difícilmente podría pasarse por alto la faceta cultural de esta teoría; a saber, el temor del capital por su propio futuro.

Ciento cincuenta años más tarde, los físicos teóricos cayeron en la cuenta de que la segunda ley y su supuesta explicación de la flecha del tiempo no podían considerarse un problema resuelto (Nueman 1982). Muchos defensores del tiempo reversible en la naturaleza consideran la segunda ley demasiado superficial,

la consideran una ley secundaria y no primaria (por ejemplo, Haken 1988, Penrose 1989). Otros (como Sklar 1985) encuentran fallas y problemas en la definición misma del concepto de entropía. En relación con la acusación de superficialidad, se argumenta que los fenómenos descritos por la segunda ley pueden adscribirse a ciertas condiciones iniciales en particular, pero no representan el funcionamiento de un principio general (Davies 1981, Barrow 1991). Es más, esta diferencia entrópica está muy lejos de darse por igualo en absoluto en todo par de eventos unidos recíprocamente por relaciones de «anterioridad» y «posterioridad». La ciencia de la complejidad (cuyo ámbito es más extenso que el de la teoría del caos) ha descubierto que no todos los sistemas tienden hacia el desorden (Lewin 1992), lo que también refutaría la segunda ley. Más todavía: aquellos sistemas aislados que no permiten intercambio alguno muestran la tendencia a la irreversibilidad propia de la segunda ley, pero incluso el universo podría no ser uno de esos sistemas cerrados. Como señala Sklar (1974), no sabemos si la entropía total del universo aumenta, disminuye o permanece estacionaria.

Pese a estas aporías u objeciones, el movimiento hacia una «física irreversible» basada en la segunda ley continúa su avance, del cual se derivan implicaciones muy interesantes. Ilya Prigogine, Premio Nobel de Física en 1977, parece ser el más influyente e infatigable valedor de la idea de que existe un tiempo innato e unidireccional en todos los niveles de la existencia. Aunque los fundamentos de toda teoría científica mayor sean, según se ha observado, neutrales respecto del tiempo, Prigogine otorga a esta magnitud un énfasis primigenio en el universo. La irreversibilidad constituye para él y sus correligionarios un axioma primario y omnipresente. Para esta ciencia supuestamente no partidista, el tiempo se ha convertido claramente en una cuestión política.

Escuchemos a Prigogine en un simposio celebrado en 1985 bajo la munificencia de Honda para fomentar proyectos como el de la Inteligencia Artificial: «Cuestiones como el origen de la vida, el origen del universo o el origen de la materia ya no se pueden examinar sin recurrir a la irreversibilidad». No es ninguna coincidencia que Alvin Toffler -que no tiene nada de científico pero sí mucho de cheerleader o animador típicamente norteamericano dispuesto a guiar al mundo a las más altas cimas tecnológicas- propinara un entusiasta empujón a uno de los textos básicos de esta campaña pro tiempo, Prigogine and Stenger's arder Out o/ Chaos (1984). Ervin Laszlo, discípulo de Prigogine, puja por legitimar y extender el dogma de un tiempo universalmente irreversible preguntándose (1985): ¿serán las leyes de la naturaleza aplicables a la sociedad? Y como era de esperar, no tarda en responder su propia y nada cándida pregunta: «La irreversibilidad generalizada de la innovación tecnológica anula la indeterminación de ciertos puntos de bifurcación individuales y conduce los procesos históricos en la dirección que ya se ha observado desde las tribus primitivas hasta los modernos estados tecno-industriales». ¡Cuán «científico»! Semejante transposición de las «leyes de la naturaleza» al mundo social resulta difícilmente superable en cuanto a descripción de lo que representan el tiempo, la división del trabajo y la mega-máquina que aplasta toda autonomía o «reversibilidad» de las decisiones humanas. Leggett (1987) lo expresó a la perfección: «Todo parece indicar que esa flecha del tiempo lanzada por la aparentemente impersonal termodinámica está íntimamente relacionada con lo que nosotros podemos o no podemos hacer como agentes humanos».

Así pues, Prigogine y otros como él prometen desembarazar a c las clases dirigentes del «caos», gracias al modelo de un tiempo irreversible. El reino del capital siempre ha temido la entropía o el desorden. La resistencia, en especial la resistencia al trabajo, es la verdadera entropía, ésa que el tiempo, la historia y el progreso buscan constantemente desterrar. Prigogine y Stenger (1984) lo expresan en estos términos: «La irreversibilidad es verdadera en todos los niveles o en ninguno». Las apuestas definitivas de este juego están, como se ve, en todo o nada.

Desde que la civilización impuso su yugo a la humanidad, hemos tenido que vivir con la melancólica idea de que nuestras más altas aspiraciones quizás sean imposibles en un mundo dominado por un tiempo en ascenso inexorable. Cuanto más se aplacen y desplacen fuera de nuestro alcance el placer y el conocimiento -y no otra es la esencia de la civilización-, más palpable devendrá la dimensión temporal. La nostalgia del pasado, la fascinación por la idea del viaje a través del tiempo y la acalorada busca del aumento de nuestra longevidad son algunos de los síntomas de esta enfermedad, para la que no parece existir cura presta. Como advirtió Merleau-Ponty (1945), «aquello que no transcurre en el tiempo constituye el propio transcurso del tiempo».

Pero aparte de la general y natural antipatía que el tiempo despierta, es posible señalar algunas manifestaciones recientes y especificas de oposición a él: la Asociación por el Retraso del Tiempo, fundada en 1990 y activa en cuatro países europeos, cuenta con varios cientos de socios cuyo principal objetivo, bastante menos peregrino de lo que podría imaginarse, consiste en invertir la progresiva aceleración del tiempo en la vida cotidiana con el fin de depararse a sí mismos una existencia más satisfactoria. La Negative Theologtj of Time, debida a Michael Theunissen (1991), se dirige explícitamente contra el que considera el enemigo por antonomasia de la humanidad. Esta obra ha engendrado un muy vivo debate en círculos filosóficos (Penta 1993), a causa de su exigencia de una reconsideración del tiempo en negativo.

«El tiempo», escribió Merleau-Ponty (1962), «es el único movimiento apropiado a sí mismo en todas sus partes». Véase la completitud de la alienación en el enajenado mundo del capital. Nuestra concepción del tiempo es anterior a la concepción de sus partes; y así, éste nos revela la totalidad. La crisis del tiempo es la crisis del todo. Su triunfo, incuestionable en apariencia, de hecho nunca fue completo mientras hubiera alguien capaz de cuestionarse las premisas que originan su ser.

Nietzsche halló inspiración para su Así habló Zaratustra sobre el lago Silviplana, «dos mil metros por encima de los hombres y del tiempo», como anotaría en su diario. Pero no es factible transcender el tiempo mediante un altivo desprecio por la humanidad, porque la superación del enajenamiento que provoca no es tarea que pueda emprenderse en solitario. En este sentido, me quedo con la formulación de Rexroth (1968): «El único Absoluto es la Comunidad del Amor que pone fin al Tiempo».

¿Podemos poner fin al tiempo? Su trayectoria puede contemplarse como la dueña y la medida de una existencia social que se ha vuelto cada vez más vacía y tecnologizada. Averso a todo lo espontáneo e inmediato, el tiempo revela con creciente claridad sus lazos con la alienación. Por eso, el alcance de nuestro proyecto renovador deberá abarcar toda la longitud de esta dominación conjunta que padecemos. Y nuestras vidas fragmentadas sólo podrán llegar a vivirse plenamente -esto es, atemporalmente- cuando hayamos borrado la causa primera de esta fragmentación.

Digitalizado por el Colectivo Libertario Oveja Negra

[1][1] Malestar en el Tiempo ha sido publicado originariamente en la revista anrcoprimitivista estadoundensa Anarchy: a journal of desire armed en el invierno de 1994, John Zerzan alude con este título al conocido ensayo de Sigmund Freud El malestar en la cultura.

[2][2] “Dichosos los que no saben de relojes” (Nota del T.)

[3][3] Evento se usa aquí con el doble sentido de acontecimiento y contingencia. (Nota. del t.)

[4][4] Puesto que Crisipo vivió en el siglo III a. de C., Zerzan parece dar por bueno el nexo que la historiografía convencional establece entre el cristianismo y la filosofía estocia (nota del t.)

[5][5] El quiliasmo o milenarismo es una herejía del cristianismo que se fundamenta en el capítulo 20 del Apocalipsis y cuya doctrina se resume en la siguiente profecía: mil años antes del Juicio Final, Cristo volverá a la tierra, encadenará a Satán, resucitará sólo a los justos y edificará un nuevo reino sobre la tierra, donde los justos serán recompensados por su rectitud compartiendo el reinado de Cristo durante un milenio y disfrutando de todos (o:, goces temporales. (Nota del t.)

[6][6] "Vengo en verdad trayendo a vosotros la Naturaleza con todos sus hijos, para sujetarta a vuestro servicio y hacerla vuestra esclava”. Bacon: El nacimiento masculinos del tiempo o la gran instauración del dominio del hombre sobre el universo.(N.del T.)

[7][7] El sustantivo inglés watch (reloj de bolsillo o de pulsera) también denota observación, cuidado, vigilancia o vigilia. (Nota del t.)

[8][8] El descargo de Sterne, podría añadirse la respuesta del padre: «"Por Dios" -dijo mi padre profiriendo una exclamación, aunque cuidando al mismo tiempo de bajar la voz-."¿Es que desde que existe el mundo puede haber mujer alguna que interrumpa a un hombre con tal estúpida pregunta?"» (Nota del T.)

[9][9] El tiempo pasado y el futurto / no permiten sino una poca consciencia. / Ser consciente es no ser en el tiempo. (Nota del t.)

[10][10] Originalmente, tidy en inglés significaba “oportuno, hecho a tiempo”.

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