¡Liberar a la Humanidad del yugo bienhechor del Estado! Es
extraordinario hasta qué punto los instintos criminales anidan en el
hombre. Lo digo claramente: criminales. La libertad y el crimen van tan
íntimamente liados, si usted prefiere, como el movimiento de un avión y
su velocidad. Si la velocidad del avión es nula, permanece inmóvil, y si
la libertad del hombre es nula, no comete crímenes. Está claro. El
único medio de librar al hombre del crimen es librarlo de la libertad.
Evgeni Zamiatin, Nosotros, 1920.
La existencia de sectas inmovilistas más o menos virtuales que se
reclaman de Lenin es hoy un asunto más relacionado con las neurosis que
acechan a los individuos inmersos en las condiciones modernas del
capitalismo que con la lucha por las ideas que sostienen los rebeldes
contra los ideólogos de la clase dominante. El tiempo no perdona y el
fracaso final del leninismo ocurrido entre 1976 y 1980 ha llevado a los
creyentes que sobrevivieron a una supervivencia esquizoide. Como ya
estudió Gabel, el precio a pagar por su fe es una conciencia escindida,
una especie de doble personalidad. Por un lado la realidad desmiente el
dogma hasta en el menor detalle, y por el otro, la interpretación
militante ha de retorcerla, encorsetarla y manipularla hasta el delirio
para amoldarla al dogma y fabricar un relato maniqueo sin
contradicciones. Como si de una Biblia se tratase, en dicho relato están
todas las respuestas. El cuento leninista suprime la angustia que en el
creyente engendran las contradicciones de la práctica, lo que
constituye una poderosa arma para escapar a la realidad. El resultado
sería patético para el resto de los seres vivos si los debates abundaran
en el seno de un proletariado combativo como el de los años setenta,
pero dado el estado actual de la conciencia de clase, o lo que es lo
mismo, dada la inversión espectacular de la realidad, donde “lo
verdadero es sólo un momento de lo falso”, la presencia de sectarios
leninistas en las escasas discusiones de base no contribuye sino a la
confusión reinante.
El papel objetivo de las sectas consiste en falsificar la historia,
ocultar la realidad, desviar la atención de los verdaderos problemas,
sabotear la reflexión sobre las causas del triunfo capitalista, bloquear
la formulación de tácticas de lucha adecuadas, impedir en fin el rearme
teórico de los oprimidos. Los leninistas fosilizados de hoy ya no son
(porque no pueden) la vanguardia de la contrarrevolución de hace treinta
años o de hace sesenta, pero su función sigue siendo la misma: trabajar
para la dominación como agentes provocadores.
Dada la descomposición actual de la ideología quizás conviniese
hablar de leninismos, pero lejos de perdernos en los matices que separan
las distintas sectas intentaremos agrupar las características afines,
que son las que mejor las definen, a saber, la negación rotunda de que
en 1936 hubiera una revolución obrera, la afirmación igual de rotunda de
la existencia de una clase obrera en constante avance y la creencia en
el advenimiento del partido dirigente, guía de los trabajadores en la
marcha hacia la revolución. Lo primero les viene, bien de los análisis
derrotistas y capituladores de la revista belga “Bilan”, bien de los
dictados triunfalistas del Komintern y del PCE. Si en un caso era
cuestión de una guerra imperialista, en el otro, se trataba de una
guerra de la independencia; en ambos, el proletariado debía dejarse
machacar.
En el universo leninista Lenin es la Virgen María; la clase obrera de
la que hablan es como la cristiandad. Un chiíta del leninismo, es
decir, un bordiguista, se lamentaba en la web: “¿Si nos quitan la clase
obrera, qué nos queda?” En efecto, para los leninistas la clase obrera
tiene una función ritual, terapéutica si se quiere, psicológica. Es un
ente ideal, una abstracción, en nombre de la cual ha de tomarse el
poder. No es que no exista, es que nunca ha existido. Inventada por
Lenin a partir del modelo ruso de 1917, una clase obrera minoritaria en
un país feudal de población eminentemente campesina asequible a una
dirección exterior compuesta por intelectuales organizados como partido,
no es precisamente algo que veamos todos los días. Pertenece a un
pasado caduco. Es un ideal utópico, antihistórico. Sin bromas, la secta
trotsquista posadista creyó haberla encontrado entre los extraterrestres
de una galaxia lejana desde donde enviaban a La Tierra platillos
volantes con mensajes socialistas. Los mensajes de los ovnis debieron
cundir porque el proletariado leninista aparece en toda sopa planetaria;
según la prensa leninista su epifanía puede suceder en cualquier
acontecimiento, por ejemplo, en la guerra civil de Irak, en las
movilizaciones de estudiantes franceses, o en la constitución de una
“izquierda” sindical, aunque lo más frecuente sea en los conflictos
laborales.
Como no hay historia para el leninismo después de la toma del Palacio
de Invierno, desde la Revolución Rusa parece que no hayan habido ni
derrotas ni victorias significativas, a lo sumo algún traspiés dentro de
una línea evolutiva invariable que conduce a una clase obrera impoluta,
esperando a los curas de la iglesia, sus líderes, miembros por derecho
del “partido”. Porque el verdadero sujeto histórico para los leninistas
no es la clase sino el partido. El partido es el criterio absoluto de la
verdad, que no existe por sí misma sino dentro de él, en las sagradas
escrituras correctamente interpretadas. Dentro de el partido, la
salvación; fuera, la condenación eterna. Ese vanguardismo alucinado es
el rasgo más antiproletario del leninismo puesto que la idea de partido
único mesiánico es ajena a Marx; proviene de la burguesía masona y
carbonaria. Marx llamaba partido al conjunto de fuerzas que luchaban por
la autoorganización de la clase obrera, no a una organización
autoritaria, luminada, exclusiva y jerarquizada.
Es revelador que los leninistas vean hoy los intereses económicos
particulares como intereses de clase, cuando ya no lo son, y que, en los
setenta, cuando lo eran, los trataban como asuntos sindicales,
“tradeunionistas”. La diferencia radica en que entonces el proletariado
luchaba a su modo, con sus propias armas, las asambleas. Eso es lo que
transformaba la reivindicación parcial en exigencia de clase. Pero los
leninistas desprecian las formas realmente proletarias de organización y
de lucha: las asambleas, los comités elegidos y revocables, el mandato
imperativo, la autodefensa, las coordinadoras, los consejos... Y las
desprecian porque en tanto que formas de poder obrero ignoran los
partidos y disuelven al Estado, incluido al Estado “proletario”. Por eso
han ocultado tanto como los medios de comunicación la existencia del
Movimiento Asambleario durante los setenta, porque son enemigos de una
clase obrera real que no se parece en nada a la suya y odian por razones
evidentes sus formas organizativas específicas. Al contrario de Marx,
para los leninistas el ser no determina la conciencia, por lo que hay
que inculcarla mediante el apostolado de los líderes. Los obreros no
pueden alcanzar, según Lenin, más que una conciencia sindicalera y deben
plegarse al papel de simples ejecutantes; los sindicatos que los
encuadran y controlan son por lo tanto la correa de transmisión del
partido. Eso no es óbice para que los leninistas alaben las asambleas y
los consejos si ello les permite ejercer alguna influencia y reclutar
adeptos. Durante los setenta llegaron a apoyarlas pero tan pronto como
se sintieron fuertes las traicionaron, tal como, salvando las
diferencias, hizo Lenin con los Soviets.
La revista “Living Marxism”, animada por Paul Mattick, lanzaba la
consigna de que “la lucha contra el fascismo comienza por la lucha
contra el bolchevismo”. Durante la década de los cincuenta el
capitalismo de los ejecutivos evolucionaba hacia los modos totalitarios
del capitalismo de Estado soviético. Hoy, cuando la clase burocrática
comunista se ha convertido al capitalismo y el mundo es arrastrado hacia
la dominación fascista por la vía tecnológica, la ideología leninista
es residual, polvorienta y museográfica. No estudia al capitalismo
porque éste no es su enemigo, y por supuesto no quiere luchar contra él.
Simplemente hace como el ajo, se repite. La labor principal de sus
sectas consiste en competir unas con otras señalando “un punto
particular que las distingue del movimiento de la clase” (Marx).
La batalla teórica contra los leninistas es pues un combate menor,
algo así como dar puntapiés a los muertos vivientes, pero en tanto que
armazón primario de nuevas ideologías de la contrarrevolución como el
hardt-negrismo no conviene descuidarla, y con este objetivo recordamos
algunas banalidades de base acerca del leninismo que cualquiera podrá
encontrar en las obras de Rosa Luxemburgo, Karl Korsch, los consejistas
(Pannekoek, Gorter, Rülhe) o los anarquistas (Rocker, Volin, Archinoff).
El leninismo a través de Negri y sus acólitos, como antes a través del
estalinismo, su forma extremada, efectúa un retorno completo al
pensamiento y a los modos de la burguesía, concretamente en la fase
globalizadora totalitaria, manifiesto en su defensa del parlamentarismo,
de los compromisos políticos, de la telefonía móvil y del espectáculo
movimentista. El negrismo sostiene ideológicamente las fracciones
débiles, perdedoras, de la dominación, la burocracia político
administrativa, el aparato sindicalista y las clases medias, interesadas
en un capitalismo intervenido por el Estado. Pero el leninismo no es
diferente. Siempre defendió intereses contrarios al proletariado.
En la Rusia de 1905 no existía una burguesía capaz de lanzarse a la
lucha contra el zarismo y la iglesia como futura clase dominante. Esa
misión correspondió a los intelectuales rusos, que buscaron el
esclarecimiento de sus impulsos nacionalistas en el marxismo y hallaron
sus mejores aliados en el campo obrero. El marxismo ruso tomó un aspecto
completamente diferente del ortodoxo, puesto que en Rusia el trabajo
histórico a cumplir era el de una burguesía demasiado débil: la
abolición del absolutismo y la construcción de un capitalismo nacional.
La teoría de Marx, adaptada por Kautsky y Bernstein, identificaba la
revolución con el desarrollo de las fuerzas productivas y del Estado
democrático correspondiente, lo que favorecía una praxis reformista que
aunque podía funcionar en Alemania, no podía en Rusia.
Si bien Lenin aceptaba íntegramente el revisionismo socialdemócrata
de Marx, sabía que la tarea de los socialdemócratas bolcheviques de
derrocar al zarismo no podía llevarse a cabo sin una revolución, para la
que se necesitaban mejores fuerzas que las de los liberales rusos. Una
revolución burguesa sin burgueses, y aún en su contra. La revuelta
obrera de 1905 dejó al régimen absoluto malherido y la revolución de
febrero de 1917 acabó con él. Aunque fue una insurrección obrera y
campesina no tenía programa revolucionario ni consignas particulares,
por lo que los representantes de la burguesía ocuparon su lugar. La
burguesía no supo estar a la altura, mientras el proletariado se
instruía políticamente y tomaba conciencia de sus objetivos; en poco
tiempo la revolución perdía su carácter burgués y adoptaba un aire
decididamente proletario. Durante julio-agosto Lenin aún defendía un
régimen burgués con presencia obrera pero viendo el avance de los
Soviets o consejos obreros cambió de orientación y lanzó la consigna del
poder a los soviets, e incluso llegó a teorizar sobre la extinción del
Estado. Pero la idea de poder horizontal era ajena a Lenin, que había
organizado un partido sobre el modelo militar burgués, vertical,
centralizado, decidiendo siempre desde arriba, con la dirección y la
base fuertemente separadas. Si estaba a favor de los soviets era para
intrumentalizarlos y tomar el poder. Su principal función no fue el
desarrollo de los soviets, que no tenían cabida en su sistema; fue la
conversión del partido bolchevique en aparato burocrático estatal, la
introducción del autoritarismo burgués en el ejercicio y la
representación del poder. A los soviets, los protagonistas de la
revolución de octubre, en poco tiempo les fue escamoteado su poder por
un Estado “proletario” que no supieron destruir. Los bolcheviques
combatieron en nombre de “la dictadura del proletariado” el control
obrero y la implantación de la revolución en los talleres y las
fábricas, y, en general, la manifestación soberana de la voluntad obrera
en organismos de democracia directa. En 1920 habían acabado con la
revolución proletaria y los soviets ya no eran más que organismos
castrados, decorativos. Los últimos bastiones de la revolución, los
marinos de Kronstadt y el ejército makhnovista fueron aniquilados más
tarde.
Al tiempo que destruían los soviets, los emisarios bolcheviques
desembarcaban en Alemania, donde el consejismo había despertado en las
masas obreras y los consejos estaban a punto de convertirse en órganos
efectivos de poder proletario, para asestar una puñalada por la espalda a
la revolución. Por todas partes desacreditaron la consigna de Consejos
Obreros y propugnaron la vuelta a los sindicatos corruptos y al partido
socialdemócrata. La revolución consejista alemana cayó bajo el peso de
la calumnia, la intriga y el aislamiento provocado por los bolcheviques.
Sobre sus cenizas pudo reconstituirse, con la bendición de Lenin, la
vieja socialdemocracia y el Estado alemán de posguerra. Lenin no dejó de
combatir a los defensores del sistema de consejos cubriéndoles de
improperios en el folleto preferido de todos sus seguidores, “El
izquierdismo, enfermedad infantil del comunismo.” Ahí se quitó la
máscara. Abrumando con falsedades a los comunistas de izquierda y a los
Consejos, Lenin defendía su seudosocialismo panruso, que llevado a la
práctica por Stalin se revelaría un nuevo tipo de fascismo. Ni de lejos
concebía que la liberación de los oprimidos sólo pudiera efectuarse
mediante la destrucción del poder, del terror, del miedo, de la amenaza,
de la constricción.
Todo aquél que desee entronizar un orden burgués encontrará las
mejores condiciones de hacerlo en la separación absoluta entre masas y
dirigentes, vanguardia y clase, partido y sindicatos. Lenin quería una
revolución burguesa en Rusia y había formado un partido perfectamente
adaptado a la tarea, pero la revolución rusa adquirió carácter obrero y
estropeó sus planes. Lenin tuvo que vencer con los soviets para después
vencer contra ellos. El comunismo más la electrificación cedió el paso a
la NEP y a los planes quinquenales de Stalin, dando lugar a una nueva
forma de capitalismo donde una nueva clase, la burocracia, desempeñaba
el papel de la burguesía. Era el capitalismo de Estado. En Europa, las
masas obreras fueron frenadas, desanimadas y empujadas a la derrota
hasta desmoralizarse y perder la confianza consigo mismas, camino que
condujo a la sumisión y al nazismo. Hitler llegó fácilmente al poder
porque los dirigentes socialdemócratas y estalinistas habían corrompido
tanto al proletariado alemán que éste no reparó en entregarse sin queja.
“Fascismo pardo, fascismo rojo” fue el título de un memorable folleto
donde Otto Rülhe mostraba que el fascismo estalinista de ayer era
simplemente el leninismo de anteayer. En él nos hemos inspirado para
titular nuestro artículo.
Los paralelismos con la situación española de 1970-78 son obvios. Por
un lado, el partido comunista oficial, estalinista, defendía una
alianza con los sectores de la clase dominante que forzara una
conversión democrática del régimen franquista. Su fuerza provenía
principalmente de la manipulación de movimiento obrero, al que pretendía
encuadrar dentro del aparato sindical fascista. Todos los
procedimientos leninistas para impedir la autoorganización obrera fueron
utilizados fielmente por el PCE. Los partidos izquierdistas, nacidos
principalmente de la explosión del FLP, de escisiones del PCE y del
Frente Obrero de ETA, no actuaron de otro modo. Todos atacaban al PCE
por no ser suficientemente leninista y no perseguir, como Lenin, una
revolución burguesa en nombre de la clase obrera. Le disputaban la
dirección de Comisiones Obreras, trabajo inútil porque en 1970
Comisiones ya no era ningún movimiento social, sino la organización de
los estalinistas y simpatizantes en las fábricas. Para conquistar
posiciones hicieron concesiones a las genuinas formas obreras de lucha,
las asambleas, pero nunca las fomentaron. Tras los sucesos de Vitoria
del 3 de marzo de 1976 las diferencias con el PCE se desvanecieron y le
siguieron en su política de compromisos. Se presentaron a elecciones,
cosechando el más rotundo de los fracasos. Desaparecieron dejando un
rastro de pequeñas sectas, pero su suicidio político fue también el del
PCE, que a partir de 1980 se transformó en un partido testimonial, de
ideología variable, sostenido sólo por algunos fragmentos proletarizados
de la mediana y pequeña burguesía.
Unas cuantas verdades podemos aprender de la crítica clásica del
leninismo en la que nos hemos basado. Que los fundamentos de la acción
que incline la balanza social del lado contrario al capitalismo no se
encontrarán con los métodos de organización del tipo sindicatos o
partidos, ni en los parlamentos, ni en las instituciones estatales, ni
en los centros comprometidos con cualquier aspecto de la dominación. Que
las masas oprimidas se hallan aisladas y dispersas, sin amigos. Que los
activistas han de poner por encima de todo la capacidad de asociación,
el fortalecimiento de la voluntad de acción y el desarrollo de la
conciencia crítica, incluso por encima de los intereses inmediatos. Que
las masas han de escoger entre tener miedo o darlo.
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