martes, 13 de abril de 2010

Apocalipsis y sobrevivencia: Consideraciones sobre la corriente comunista radical en Italia x Francesco Santini

AFICHE DE RADIO ALICE. IMPORTANTE RADIO LIBRE EN EL MOVIMIENTO DE LA AUTONOMIA EN LOS SETENTA EN ITALIA
(1994)

Traducido del texto original en italiano alojado en http://www.autprol.org/public/news/apoeriv.htm

Introducción del traductor

_____________“Te lo digo: la insuficiencia de nuestro lenguaje da la medida de nuestra inercia en_____________ _____________las relaciones con las cosas, que ya no se pueden transformar cuando han_____________ _____________perdido el sentido” («Parigi, andata e ritorno»)

Al menos en América Latina, hace apenas unos años todavía era bien difícil hacerse una idea de lo que fue la gran oleada revolucionaria de los 60-70 en Italia. Antes de internet, si uno tenía suerte podía encontrar alguna mención al tema en la prensa libertaria ibérica, o alguna referencia en textos tan superficiales y bien intencionados como «La rebelión estudiantil» de Cohn-Bendit. Pero con frecuencia había que conformarse con los recuerdos dudosos de Toni Negri o, peor aún, de la estalinista Macciochi. Si la memoria no me falla, en torno al tema los primeros análisis serios disponibles en castellano fueron los textos traducidos para el Archivo Situacionista Hispano a comienzos de los noventa. Aunque en su gran mayoría se referían al levantamiento del 68 en Francia (por ejemplo «Enragés y situacionistas en el movimiento de las ocupaciones» o «El comienzo de una época»), siempre se podía vislumbrar la intensidad del movimiento en Italia a través de algún escrito de Gianfranco Sanguinetti o del propio Debord (por ejemplo en su prólogo de 1978 a «La sociedad del espectáculo»). Por esa misma época empezaron a hacerse conocidas las tediosas exégesis autonomistas, a la vez que se intensificaba el brumoso hechizo ejercido por el folklor guerrillerista que todavía hoy envuelve el recuerdo de las Brigadas Rojas. Y sobre ese trasfondo variopinto se podía encontrar de vez en cuando párrafos sueltos que insinuaban cosas tan enigmáticas e interesantes como unos “indios metropolitanos”, una tal “radio Alicia” o un movimiento que había querido abolir los manicomios. Sin duda algo había pasado allá en Italia.

En años recientes algunas editoriales han hecho esfuerzos serios por llenar esa laguna. Traficantes de Sueños y Klinamen, por ejemplo, han sacado varios libros que a su manera entregan bastantes elementos de análisis: «La horda de oro. La gran ola creativa y existencial, política y revolucionaria (1968-1977)», «Los invisibles» y «El movimiento del 77» e «Historia de diez años» son algunos. Pero sobre todo se destaca «Un terrorismo en busca de dos autores (Documentos de la revolución en Italia)” editado por Likiniano Elkartea, donde unos cuantos textos producidos al calor de los combates aportan una visión sintética y esclarecedora del sector más avanzado de ese movimiento. El presente artículo, «Apocalipsis y sobrevivencia», se refiere también a la experiencia de los agrupamientos más radicales que tomaron parte en aquel ascenso revolucionario. Pero a diferencia de los textos compilados por Likiniano, este documento fue escrito casi veinte años después de esos combates en las calles de Italia, cuando la aplanadora de la contrarrevolución ya había reducido gran parte de esa experiencia a un montón de cenizas y escombros. Eso sí, aunque éste es un balance retrospectivo de un período del que el mismo autor dice que “ya es historia”, no por eso se trata de un relato desencantado ni mucho menos.

«Apocalipsis y sobrevivencia», al profundizar en la relación entre teoría y práctica durante ese período, pone de manifiesto una dimensión casi siempre pasada por alto por la crítica radical: el hecho de que en períodos de intensa actividad revolucionaria la experiencia exaltante de romper con el viejo mundo se combina en la vida de la gente con el temor de lanzarse a lo desconocido, con el sufrimiento de ver destrozada la seguridad de sus propios hábitos y relaciones, con la necesidad de hacer sacrificios y de entrar en compromisos, con el sinsabor de las intrigas políticas y los choques ideológicos… todas esas cosas que hacen de las revoluciones algo más que una “gran fiesta”. En vez de reiterar la típica letanía simplificadora que pone al proletariado de un lado y a la reacción del otro, el autor mete el dedo en las tensiones explosivas que sacudieron las vidas de los revolucionarios en ese tiempo; así como en las conflictivas relaciones mutuas sostenidas por diversas corrientes al interior del movimiento proletario.

Por lo mismo este análisis no podía ser imparcial: el autor toma partido por sus amigos, sin pretensiones de “objetividad”. Esa actitud empapa al texto de un entusiasmo apasionado que constituye a la vez su mayor fuerza y también su debilidad: el compromiso personal en la experiencia que examina le permite a Santini dar una visión profunda y detallada, pero al mismo tiempo le impide mantener una perspectiva equilibrada sobre los factores en juego. En particular, creo que le da demasiada importancia a la figura personal de Cesarano (esto a pesar de las advertencias del autor en sentido contrario) y a su obra teórica. No cabe duda que Cesarano constituye un personaje memorable y que hizo un gran aporte al movimiento, pero el modo en que Santini insiste en ello sorprende viniendo de alguien que se formó en una corriente influenciada por la tradición bordiguista, tan enemiga del personalismo y de la importancia dada a los “grandes hombres” en la historia. Por eso es extraño que en un texto tan lleno de lucidez el autor deslice de vez en cuando afirmaciones tan singulares como:

“«Critica dell’utopia capitale», de haber sido posible concluirla y difundirla a tiempo, habría actuado como un valioso antídoto contra muchos de los venenos ideológicos (…) que infectaron desde el primer momento a la llamada ‘ala creativa’ del movimiento del 77.”

O como esta otra:

“(…) Estas dos tendencias [autovalorización y aislamiento] habrían podido encontrar un antídoto en la obra de Cesarano, en caso de haberla comprendido.”

Una cosa es reconocer el valor de una obra teórica por lo que tiene de clarificador y de radical, pero otra muy distinta es atribuirle la capacidad para cambiar el curso de un movimiento social. La teoría busca desde luego ayudar a que el movimiento proletario no se “envenene” con ideología, pero no puede actuar más que como una influencia parcial entre muchas otras. Tanto en el caso de las minorías comunistas como en el del movimiento proletario en general, la ideologización es consecuencia de la compleja interacción de innumerables factores – entre los que ocupa un lugar central el contenido de la práctica social inmediata - y no de errores intelectuales que se contagian de una cabeza a otra y que podrían ser contrarrestados con el “antídoto” de una teoría correcta. El contenido práctico del movimiento puede ser analizado y previsto, pero en su mayor parte está fuera del alcance de la teoría formalizada, pues responde a sus propias leyes y evoluciona de acuerdo a lo que sus protagonistas perciben como necesidad inmediata. Aunque la teoría expresa formalmente el contenido de las relaciones humanas, sólo expresa una ínfima parte de ellas: es una mediación entre otras, y como tal no puede alterar por sí misma las condiciones materiales que producen la ideología o su superación. Los alcances de la teoría son de hecho mucho más modestos: en el mejor de los casos, puede exponer públicamente aspectos de la realidad o relaciones que normalmente no eran percibidas, o advertir sobre los riesgos y posibilidades de una situación que interesa a todos. Lo demás corre por cuenta de los hombres y mujeres entregados a la acción y a la lucha.

La sobrevaloración del poder de la teoría escrita no es el único aspecto criticable en el artículo de Santini, sin embargo no he dejado que esto me desanime a la hora de traducirlo. No creo que en este caso el autor estuviera tratando de argumentar a favor del personalismo o del idealismo. Más bien creo que se permitió algunas afirmaciones exageradas, inspirado por un gran afecto hacia Cesarano y hacia la experiencia que nos relata, lo cual es discutible por cierto, pero no invalida el aporte hecho por el texto en su conjunto.

Lo mismo sucede con el énfasis que Santini pone en la necesidad del reagrupamiento revolucionario, aspecto en el que a mi juicio no profundiza lo suficiente. Ante la indudable dispersión de los revolucionarios me parece de poca utilidad llamar a su reagrupamiento como si éste por sí solo bastara para resolver algo. No se trata en realidad de que las personas con ideas revolucionarias se agrupen, sino de saber para qué han de hacerlo, además de para disfrutar de su mutua afinidad. Pero para hacer esto no se requiere en absoluto ser “revolucionario”: los proletarios tendemos a reunirnos espontáneamente porque así nos lo manda nuestra naturaleza social: no es cuestión de elegir. Si este agrupamiento tiene algún propósito especial, eso ya es otra cuestión, que sólo tiene sentido discutir en relación con cada caso concreto. Ya sea que se trate de organizar una olla común, un piquete de huelga en la empresa, la publicación de un texto de crítica radical o la agitación en apoyo de compañeros presos… hay mil cosas que se pueden discutir y realizar, sin perder de vista que cada uno participa en tal o cual actividad porque ello tiene que ver con su vida personal en primer lugar. Pero un llamamiento general a los revolucionarios para que se reagrupen en función de sus ideas, es algo distinto, que en el fondo apunta a ir más allá de las determinaciones concretas que ligan a cada cual a un tipo de actividad específica. Me detendré un poco en este punto porque creo que lo que expresa Santini en su artículo es sintomático de una percepción bastante generalizada.

La constatación que hace Santini es cierta: el repliegue de la clase obrera en posiciones defensivas o de mera indefensión no hace más que agravar la devastación producida por el desarrollo capitalista, y en tales condiciones el aislamiento no puede ser defendido con el frenesí que demostraron los apologetas del purismo teórico a principios de los setenta. Pero hay además otra cuestión: en tanto persista la atomización social en el conjunto del proletariado habrá limitaciones al reagrupamiento de las minorías radicales, pues su actividad tiende inevitablemente a reproducir las condiciones en que vive y actúa su clase. Esto no puede dejar de repercutir en su práctica, que tenderá a enfocarse sobre algún aspecto particular en desmedro de otros, con el efecto excluyente que ello supone. Así, no tiene nada de extraño que algunos revolucionarios emprendan acciones de solidaridad con los presos mientras que otros se concentran en reconstruir núcleos de agitación en los lugares de trabajo; asimismo, es lógico que algunos prefieran responder a la necesidad de medios de información autónomos, en tanto que otros se ocupan de restaurar la memoria histórica del proletariado… y así sucesivamente. Sería absurdo esperar que cada cual se haga cargo de todas las necesidades prácticas del movimiento, y tampoco tiene sentido exigir que todos los que emprenden actividades distintas converjan en una misma colectividad perfectamente integrada: basta con que no se hagan la vida imposible entre sí, asumiendo con calma que un cierto grado de dispersión es el efecto inevitable del modo en que se vive en esta sociedad. En estas condiciones, es normal que los que intentan desarrollar una “práctica total” terminen absorbidos en una sobreabundancia de tareas y relaciones donde lo que se gana en extensión casi siempre se pierde en profundidad. La insatisfacción que esto genera suele traducirse en un discurso recriminatorio que responsabiliza a las propias minorías radicales por la dispersión y debilidad del movimiento proletario. Cada grupo o individuo encuentra así razones para menospreciar a los demás por dedicarse “solamente” a cuestiones laborales, o a la contrainformación, o al apoyo a los presos, o a la teoría, etc. En el fondo, desde este punto de vista todos son culpables de no ser lo suficientemente revolucionarios como para revertir la situación general. Tal actitud equivale a hacer recaer el peso de la contaminación industrial sobre los hombros de los consumidores de a pie. En ambos casos lo que se manifiesta es un rasgo del democratismo radical, que confía en la fuerza moral de las buenas intenciones para la resolución de los problemas que no pueden de ninguna manera ser resueltos bajo las condiciones capitalistas.

La dedicación preferencial a ciertas tareas sólo dejará de ser un problema en un contexto revolucionario, en que las relaciones humanas tendrán una dinámica nueva correspondiente a unos nuevos problemas sociales; y en que la polivalencia resultante no será un rasgo distintivo de los “revolucionarios”, sino de amplios sectores de la población. Mientras eso no ocurra, y quizás aun después que eso haya ocurrido, es inevitable y hasta deseable que algunos se dediquen con más ahínco a uno u otro tipo de actividad. Si la preferencia por una actividad sobre otras aparece hoy como una limitación no es por el contenido mismo de esa actividad, sino porque no se ha desarrollado suficientemente la capacidad colectiva para armonizar las diversas actividades en una comunidad coherente1. Esto sólo es un reflejo del modo como el conjunto de la población se relaciona con los instrumentos de producción y con los frutos de su actividad. El comunismo por otra parte no impone la exigencia abstracta de que cada cual se ocupe indistintamente de todo; en vez de eso, permite la armoniosa coordinación social de las aptitudes individuales. La producción comunista del “hombre total” no es la producción del individuo aislado en posesión de capacidades infinitas, sino de la comunidad total: en ella el hombre no tiene necesidad de hacer todo lo que los otros hacen, sino que tiene la posibilidad de hacerlo porque ya no encuentra impedimentos arbitrarios que le separen de sus propias inclinaciones. Esto no tiene nada que ver con el delirio del “hombre nuevo” que justificó el protagonismo espectacular de algunos jefes revolucionarios, y que hoy sigue alentando el deseo de figuración y el moralismo de quienes quisieran ver sus propias urgencias personales regir las vidas de todo el mundo.

Volviendo a Santini, creo que tanto su sobreestimación de la teoría como de las posibilidades actuales del reagrupamiento revolucionario se relacionan con el hecho de que él ha criticado insuficientemente el punto de vista desarrollado por Cesarano e «Invariance» en los setenta: una visión en que la crisis del capitalismo presenta unos rasgos tan apocalípticos y desfavorables para el comunismo, que las posibilidades revolucionarias ya no parecen estar contenidas en la propia contradicción social del capitalismo, sino en otra parte. Así, la teoría aparece como un medio capaz de expresar posibilidades situadas más allá de la contradicción social inmediata (lo cual equivale a un nuevo esoterismo, en realidad); mientras que el reagrupamiento parece dar acceso a tales posibilidades, sin importar que los revolucionarios mismos estén inmersos en la contradicción social y en la historia, de cuyos límites en cualquier caso difícilmente podrían escapar.

En Europa la erupción del 68 fue seguida por un hondo declive que tardó en manifestarse un poco más en Italia que en Francia, pero que causó estragos en todo el movimiento proletario. Camatte y Cesarano, que habían captado la profundidad y la potencia regeneradora del movimiento, vieron cómo éste se desmoronaba dejando tras de sí un rastro de desesperación y amargura. Esto les llevó a esforzarse por demostrar teóricamente que la revolución había perdido una batalla, pero no estaba perdida. Sin embargo, ¿sobre qué base se podía afirmar tal cosa en medio de los signos de una derrota generalizada? Parecía obvio que las contradicciones sociales inherentes al capitalismo no bastaban para asegurar el triunfo de la revolución, pero entonces ¿qué fuerza determinaría que el comunismo acabara imponiéndose tarde o temprano? El hecho de formular el problema de la revolución en esos términos era ya la prueba de que se había perdido contacto con su movimiento fluctuante; la respuesta a ese problema manifestaría en el mejor de los casos el deseo de que la revolución fuera todavía posible, pero no una comprensión de por qué seguía siendo posible. Y la respuesta, desde luego, estaba en la propia especie humana, pero ya no en su devenir social e histórico, sino al nivel de su existencia como especie biológica. La revolución ya no era vista como resultado de la contradicción social en proceso, sino como una necesidad de orden natural: se impondría en última instancia por la necesidad del Homo sapiens de sobrevivir.

No hay que olvidar, en primer lugar, que estas afirmaciones, más allá de su discutible validez teórica, expresaban la firme voluntad de darle apoyo al proletariado revolucionario en el momento en que empezaban ya a distinguirse los contornos de una brutal contraofensiva burguesa. No podía ser de otra forma, ya que la teoría comunista como cualquier otra teoría es fruto de una sociedad dominada por el antagonismo de clases y opera como un elemento activo en ese enfrentamiento. En segundo lugar, antes de saber si Camatte y Cesarano se equivocaron o no al afirmar el fundamento biológico del comunismo, interesa entender por qué buscaron sus razones en la biología y no en los límites internos del modo de producción capitalista, como habían hecho antes Marx y Bordiga por ejemplo. Por ahora sólo dejaré enunciadas estas cuestiones, ya que éste no es el lugar para desarrollarlas. Lo que quiero subrayar es que en «Apocalipsis y sobrevivencia» el propio Santini, aun cuando su balance de todo un período de luchas no lleva lo bastante lejos la crítica de sus resultados teóricos, ha dejado planteado un conjunto de problemas que tienen una tremenda relevancia para nosotros hoy.

¿Es o no el proletariado expresión de una fuerza biológica lo bastante poderosa para impedir que el capitalismo acabe con la humanidad? ¿Es suficiente el instinto de sobrevivencia para revolucionar el modo de producción actual? ¿Es el comunismo un mero mecanismo de supervivencia de la especie, o es algo más que eso? ¿Qué significa exactamente que a través de la revolución comunista la humanidad se “reconcilie con la naturaleza”?

Por supuesto que no intentaré responder aquí estas interrogantes, lo cual escapa a mis posibilidades. Pero de todas formas quiero dejar esbozadas algunas reflexiones que creo pueden servir como aproximación al tema.

Para empezar, la idea de que la contradicción social misma ya no es suficiente para asegurar el devenir revolucionario y de que este devenir debe fundamentarse sobre otras bases, constituye una regresión teórica respecto a la crítica de la economía política marxiana. El mérito de Marx consiste en haber enunciado la revolución comunista como una posibilidad engendrada por el propio desarrollo de las sociedades de clases, y no como resultado de la evolución biológica o de cualquier otro proceso suprahistórico. Ciertamente la crítica de la economía política parte de una reflexión acerca del status del hombre como ser genérico en relación con el mundo físico y con la biósfera; pero una premisa no es lo mismo que la garantía de un resultado. Una cosa es decir que el proceso de hominización hace necesaria la transformación comunista de la sociedad, y otra distinta es afirmar que el comunismo está asegurado por la evolución de la especie. Esta segunda idea, que ha llevado a identificar el devenir revolucionario con la afirmación inmediata de una “fuerza vital” primigenia en la experiencia personal y colectiva, expresó sin duda en la época de «Invariance» la firme voluntad de resistir los embates contrarrevolucionarios, y ha funcionado desde entonces como un poderoso sostén para los revolucionarios cortados de la tradición. Pero también ha servido para revestir con un aura aparentemente revolucionaria conductas y representaciones que esta sociedad engendra espontáneamente por doquier y que no tienen nada de revolucionario. La concepción vitalista del comunismo nació para expresar la tenacidad de una clase obrera sitiada por la reacción, pero ya no es relevante: ya no se trata tanto de resistir, sino de relanzar el comunismo partiendo de sus premisas sociales e históricas.

Cuando Cesarano afirmaba que “la irreductibilidad del fundamento biológico de la revolución garantiza la invencibilidad de la especie”, se estaba agarrando de un clavo ardiente. ¿Qué es ese “fundamento biológico”? ¿El proceso de hominización? No sabemos mucho del mismo, excepto que en tanto movimiento evolutivo no se desenvuelve de acuerdo a una finalidad predeterminada, sino que resulta de una complejísima red de interacciones y balances en la que intervienen factores físicos y biológicos tanto como culturales y sociales. ¿La fuerza vital primigenia, entonces? Hay que recordar que la civilización occidental ha forjado nociones como “fuerza” y “vida” (así como tantas otras) para designar lo desconocido, aquello que no se puede definir porque no se sabe qué es. Ni de la filosofía ni de la ciencia occidental ha surgido jamás una definición precisa de estas nociones, que son empleadas para designar no unos fenómenos bien comprendidos en su propia existencia, sino unas ideas que los hombres se han hecho acerca del cosmos y del sitio que ocupan en él. Tales ideas se han transformado reflejando los prejuicios y necesidades ideológicas de los sucesivos sistemas de dominación clasista, e incluso han presentado variaciones importantes dentro de una misma época. No es lo mismo apelar al “fundamento natural” del hombre en 1510 que en el 2010, ni es igual invocarlo pensando en Goethe que pensando en Darwin. Hasta ahora lo “natural” y lo “biológico” están lejos de reflejar el ideal del conocimiento científico objetivo: en gran parte, no han pasado de ser construcciones ideológicas. Confiar la transformación social a tales “realidades” significa hacerla depender de los prejuicios dominantes en la actualidad. En el fondo no es muy distinto hacer depender el comunismo del desarrollo económico, que hacerlo depender de la “fuerza vital de la especie”. En los dos casos el comunismo es presentado no como un producto intencional de la actividad humana, sino como el efecto de una potencia exterior o anterior a ella.

Tampoco cabe entender el “fundamento biológico” de la revolución en el sentido del prana de los Upanishads: esta noción, que designa la energía cósmica primaria, comprende la sucesión de transmutaciones y metamorfosis en todos los órdenes de la existencia así como el funcionamiento de todo lo vivo en un plano físico inmediato; pero no ofrece ninguna solución al problema de determinar el contenido concreto de esas metamorfosis, ni puede en absoluto sustentar una teleología. Afirmar la verdad del comunismo basándose en un fundamento anterior al devenir social del hombre, o sea prescindiendo de sus determinaciones históricas, es meterse en un callejón sin salida.

Aun admitiendo la concepción vitalista del comunismo - reconociendo por ejemplo en el devenir revolucionario la acción autopoiética de la energía elemental o prana – tenemos que enfrentar el hecho de que tal fuerza vital no sólo es insuficiente para fundamentar el comunismo, sino que ni siquiera asegura la sobrevivencia de la especie. Cada día unas diez especies animales y vegetales son aniquiladas por la acción humana, lo cual significa que su fuerza vital – o como sea que la llamemos – no ha podido nada frente a los estragos de la industrialización. ¿No están los hombres, confiados a su mera “fuerza vital”, igualmente indefensos frente al gigantesco arsenal nuclear que cuelga sobre sus cabezas, o frente a las catastróficas consecuencias que podría tener la masiva manipulación genética de los alimentos? No hay ningún fundamento biológico “irreductible” que garantice la sobrevivencia de nuestra especie ni de ninguna otra. La revolución comunista es un asunto fundamentalmente humano: atañe desde luego a lo que llamamos “naturaleza”, pero sobre todo tiene que ver con lo que distingue al Homo sapiens de las demás especies. Sólo la humanidad ha desarrollado su sociabilidad al punto de edificar y dejar morir civilizaciones, y al punto de concebir la necesidad de abolir y superar la sociedad que ella misma ha creado. Sólo los seres humanos pueden imaginar un más allá de sus condiciones inmediatas y producirse a sí mismos en función de lo que quieren ser. Ese rasgo distintivamente humano es lo que dio lugar al capitalismo y es lo que puede dar lugar al comunismo. Tal posibilidad es un producto del desarrollo histórico de la sociedad moderna, y de ella depende no sólo la continuidad del proceso de hominización, sino la sobrevivencia de lo que llamamos “naturaleza”.

En la teoría radical de los setenta la mistificación de lo “biológico” y el auge del inmediatismo reflejaron, en el terreno de la subversión social, un cambio más general en la sociedad: el fin de la expansión capitalista iniciada tras la segunda guerra mundial, que a su vez dio lugar a una dominación de clase basada como nunca antes en el control de unas poblaciones concebidas ya no únicamente como realidades sociales, sino ante todo como fuerzas biológicas. La teoría de la revolución tomó parte en ello, pues aunque asumiera el punto de vista contrario al del control estatal - o sea el punto de vista de la insumisión proletaria -, sus deducciones partían de la misma premisa ideológica: la dimensión sociohistórica del hombre se había vuelto secundaria respecto a su dimensión biológica, vista ahora como el aspecto “fundamental”. Se empezó así a buscar las respuestas a las grandes interrogantes no en la historia - árida y complicada - de los modos de producción social, sino en zonas más brumosas, poco y mal conocidas, y por lo mismo mucho más seductoras: en la prehistoria del hombre, en las filosofías vitalistas y en la opaca superficie del presente inmediato, donde se autovalidaban las modas del momento: el situacionismo, el neodarwinismo y la New Age. Ese abandono del estudio de la historia y de la contradicción capitalista en proceso – excepción hecha por unas pocas formaciones militantes que siguieron ligadas a la tradición - , quizás tenga que ver con el auge posterior del primitivismo, y con el hecho de que el inmediatismo ahistórico se haya impuesto no como una reacción al aplazamiento impuesto por la ideología, ni como una forma entre otras de experimentar la vida, sino como la única forma aceptable de vivir. Confío en que el artículo que viene a continuación, hechas ya las observaciones críticas, ayudará a distinguir esas tristes secuelas ideológicas dejadas por la derrota del proletariado, de las aportaciones realmente positivas que nos legó ese bello e inspirador levantamiento revolucionario.

C.

Abril 2010.

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